—¡María! —Boyd la sacudió con fuerza—. ¡Despierta! Nos estamos deteniendo.
Los ojos de ella se abrieron de golpe.
—¿Cómo que nos estamos deteniendo? ¿Dónde estamos?
—En medio de la nada.
Ella parpadeó un par de veces y miró por la ventanilla, intentando ubicarse. Por desgracia, los campos de girasoles y los manchones verdes eran muy comunes en la zona. No había nada que pudiera distinguirse, sólo se veía campiña.
Salió al pasillo y caminó hacia el conductor, con la esperanza de ver alguna señal en la carretera o alguna indicación de los kilómetros que le informase de dónde estaban. Pero lo único que vio fue el brillo de unas luces intermitentes. Corrió de vuelta a donde estaba Boyd.
—¡Más adelante hay una barricada!
—¡Nos están buscando! ¡Lo sabía!
María comprendió que era muy probable que tuviese razón.
—Me parece que tenemos dos opciones —dijo la chica—. Podemos intentar salir de ésta razonando o… —Colocó la mano en la puerta de emergencia y la abrió—. O podemos largarnos ahora mismo.
Sin esperar su respuesta, cogió la cámara de vídeo y se deslizó por la puerta trasera del autobús. Boyd la siguió y salió con ella.
—¿Y ahora qué? —preguntó—. ¿Adonde vamos?
María gateó hasta la parte de atrás del autobús y miró alrededor.
—¿Dónde están los demás coches? ¡Tendría que haber coches! —Miró a Boyd—. ¿Hemos dado la vuelta mientras yo dormía? Ya no estamos en la autopista.
—No lo sé. No estaba atento; examinaba el cilindro.
Ella se quejó.
—¡Mierda! Tendremos que correr. Es nuestra única alternativa.
Miró el terreno a ambos lados de la carretera y comprendió que el campo de girasoles era perfecto.
—Si nos metemos entre las flores, podremos escondernos hasta que registren el autobús y se vayan.
El asintió, y agarró el cilindro como si fuera un esprínter en una carrera de relevos.
—Está bien, querida. Tú diriges. Yo te seguiré.
María respiró hondo, salió de pronto del escondite y saltó hacia el corazón del campo dorado en el que las flores se erguían hasta dos metros de altura. Boyd la siguió a través de un laberinto de tallos, vislumbrando de vez en cuando su silueta mientras corría por el campo del color del sol.
El conductor supo que algo andaba mal en el instante en que oyó la llamada por radio. En los más de veinte años que había trabajado para la empresa, era la primera vez que la policía se comunicaba con él para darle instrucciones. Al principio pensó que había habido un accidente más adelante, o quizá un embotellamiento, pero cuando vio las luces parpadeando en la carretera comprendió que se trataba de algo más grave.
Estaban buscando a uno de sus pasajeros.
—Damas y caballeros —anunció en italiano—, por favor no se alarmen. Ésta es sólo una parada de rutina que nos piden las autoridades locales. Estoy seguro de que pronto estaremos de nuevo en marcha.
—¿Está seguro? —gritó alguien—. Porque dos personas acaban de saltar por la puerta trasera.
—¿Saltar? —preguntó el conductor—. ¿Qué está diciendo?
Antes de que el pasajero pudiera responder, uno de los policías que guardaban la barricada levantó una arma antitanque M72, se la puso al hombro y disparó. El proyectil salió despedido con un fuerte estampido y se estrelló contra el frente del autobús.
Las llamas se expandieron por el pasillo central como una marea, incendiando todo a su paso: los asientos, los equipajes y a las personas, cuyas pieles literalmente se derretían en una horrible danza de fuego. Los pocos desafortunados que sobre vivieron al impacto del proyectil se revolvían, ciegos en medio de un humo negro, buscando el modo de escapar.
Sacudían desesperadamente los cristales de las ventanas rotas e intentaban escapar, lastimándose las caras y el cuerpo.
Finalmente, uno de los hombres logró sobreponerse y abrió la puerta de emergencia trasera.
—Si me oís —gritó en medio del humo—, ¡venid por aquí!
Peco después, vio a una mujer pequeña abrirse paso a través del fuego, arrastrando a un hombre severamente quemado, cuyo rostro parecía haber sido abrasado por un soplete. El hombre de la puerta no sabía de dónde habría sacado fuerzas la mujer, que, de algún modo, se las arregló para arrastrar al hombre hacia la salida.
—Ya casi está fuera —intentó animarla, mientras los ayudaba a bajar—. Ya casi estamos fuera.
Ella fue a darle las gracias pero sólo pudo toser. Al menos todavía respiraba, pensó él. Había podido atravesar el fuego y había salvado a uno de los pasajeros. De algún modo milagroso, habían sobrevivido a la tragedia.
Por lo menos de momento.
Mientras salían tambaleantes del autobús, alcanzó a ver a unos policías a lo lejos y les gritó pidiendo auxilio, sin darse cuenta de que habían sido ellos los que habían iniciado el fuego. El más pequeño de los policías se apresuró en su dirección, como si fuese a ayudarles, como si fuese a apagar el fuego con el gran extintor que llevaba en las manos. Pero en lugar de eso, hizo justo lo contrario.
Se detuvo a corta distancia de ellos, se bajó el visor del casco protector y activó su lanzallamas, que emitió una ola mortal de un fluido gelatinoso. Un terrible fogonazo envolvió a las víctimas como si fuese napalm y los abrasó. Sus blancas pieles se ennegrecieron y, lentamente, se convirtieron en parte del asfalto quemado.
Sonriendo, el policía dijo (y el sonido retumbó en su casco):
—La gotera está arreglada.
N
i Payne ni Jones habían nacido ayer. Habían participado en demasiadas misiones como para ignorar lo obvio: algo no olía bien en la oferta de Manzak.
La CIA era una organización mundial que tenía agentes y conexiones secretas en todo el planeta. Si de verdad querían encontrar al doctor Charles Boyd, de ningún modo irían a buscar a dos de fuera de la organización para que les ayudasen. Pero, por algún motivo, Manzak había ido a Pamplona. Por algo había querido ir fuera de casa (es decir, usar a persona que no fuese de la CIA) para rastrear a Boyd, y finalmente se había decidido por dos ex MANIAC para que hicieran el trabajo. Payne no estaba seguro de por qué, pero tenía algunas teorías. ¿Tal vez Manzak estaba deseoso de que lo ascendieran y pensaba que la mejor manera de obtenerlo era atrapar por su cuenta a un hombre buscado? ¿O quizá Boyd le había hecho algo a Manzak tiempo atrás, y éste era el modo de conseguir su revancha? Sin embargo, puede que fuera algo más obvio. ¿Manzak quería atrapar a Boyd para poder vender los tesoros robados y quedarse él con el dinero?
En definitiva, Payne y Jones no estaban seguros de cuáles eran las motivaciones de Manzak. Lo único que sabían era que tenía el poder de sacarlos de la cárcel de inmediato, y eso era todo lo que querían. Además, suponían que en cuanto entra ran de nuevo en circulación tendrían suficiente tiempo para investigar a Manzak, a Boyd, y todo lo que estuviese poco claro para ellos. Lo que abarcaba casi todo.
Después de aceptar la oferta de Manzak, Payne y Jones recogieron sus cosas. Los condujeron hasta un helicóptero y los despidieron. Durante el vuelo, Manzak los puso al tanto de la misión y les indicó cómo contactar con él cuando hubiesen localizado a Boyd. En lugar de llamar por teléfono, debían activar un sofisticado transmisor que parecía un mando para abrir la puerta del aparcamiento. Luego, debían sentarse a esperar pacientemente que llegara la caballería. Bueno, no literalmente la caballería. Su misión debía ser secreta, así que lo que menos necesitaban era una tropa de caballos al galope al mando de un
cowboy
tocando la trompeta. Algo así podía haber funcionado durante una marcha del orgullo gay, pero no en una operación de la
CIA
.
Entrada la noche del martes, el helicóptero aterrizó en Burdeos, Francia, donde les dijeron que pasaran la noche. Manzak les dio sus pasajes para un vuelo a primera hora de la mañana siguiente y luego se fue con Buckner a salvar el mundo o algo así.
Cuando estuvieron solos, Payne y Jones comenzaron a usar los teléfonos: primero llamaron al Pentágono para comprobar las credenciales de Manzak y Buckner, y luego a la Universidad de Dover para fijar una cita con el ayudante del doctor Boyd.
Inglaterra es más pequeña que el estado de Alabama, pero posee tres de las mejores universidades de Europa: Oxford, Cambridge y Dover. Las dos primeras son las más conocidas, y por buenas razones. Oxford es la universidad más antigua de habla inglesa del mundo y se jacta de tener una lista de alumnos que incluye a John Donne, William Penn, J.R.R. Tolkien y Bill Clinton. Cambridge nació más de cien años más tarde, y fue la universidad que eligieron John Milton, el príncipe Alberto, Isaac Newton, John Harvard y Charles Darwin.
Aun así, en los últimos años muchos de los mejores estu diantes se han alejado de ellas, en parte porque sus políticas de admisión parecen poner más énfasis en el linaje de los candidatos que en sus logros académicos. Ese, sin embargo, no es el caso de Dover.
Fundada en 1569 por Isabel I, tuvo la osadía de rechazar a uno de sus parientes porque no alcanzó los requisitos académicos necesarios. Aquel episodio, más que ninguna otra cosa, catapultó el estatus de Dover a la cima del mundo académico, convirtiéndola en la universidad preferida de las familias de élite de la Gran Bretaña.
Al menos eso fue lo que leyó Jones en Internet mientras buscaba datos para su viaje.
La mañana siguiente volaron a Londres, cogieron el tren expreso a la Estación Victoria y luego una línea local hacia Dover. Desde allí, había una corta caminata hasta el campus, donde por la tarde tenían una cita con el ayudante del doctor Boyd, Rupert Pencester, un tipo que al teléfono les pareció joven y vivaz y que seguro que les ofrecía una taza de té aunque estuvieran a veinticinco grados e hiciera sol. Para prepararse para la cita, Payne y Jones decidieron llegar temprano y llevar a cabo algunas averiguaciones por su cuenta.
El Departamento de Arqueología pertenecía al Kinsey College, una de las treinta y tres facultades que constituyen la Universidad de Dover, y estaba ubicado en la esquina noroeste del campus, en un sitio bastante aislado dentro del gran parque que unía todas las dependencias. El despacho de Boyd estaba en la segunda planta de un edificio diseñado por el arquitecto más importante de Inglaterra, sir Christopher Wren, con gran cantidad de arcos, arbotantes, y las puertas más grandes que Payne había visto en su vida. Por suerte, los enormes tablones de roble tenían cerraduras modernas, que Jones podía abrir en treinta segundos.
Empujó la puerta y, al abrirla, dijo:
—Después de usted.
No había necesidad de encender las luces, porque el sol se colaba a través de las ventanas que había a todo lo largo de la pared. El escritorio de Boyd estaba en el lado opuesto, junto a tres archivadores y varias estanterías. Payne esperaba encontrar un ordenador con los registros y horarios de Boyd, pero Boyd parecía ser de otra generación, porque en la habitación no había nada que fuera moderno. Incluso el reloj parecía construido por Galileo.
Los archivadores estaban cerrados con llave, así que Payne dejó que Jones hiciera lo suyo mientras él revisaba el escritorio. Encontró el material habitual de oficina y algunos adornos cursis, pero nada que ayudase a su investigación. Entonces prestó atención a las estanterías. Estaban llenas de libros sobre el Imperio romano, excavaciones arqueológicas en Italia y algunos sobre latín antiguo.
—Ya he acabado con el primero —presumió Jones—. Échale un ojo cuando puedas.
—Ahora mismo. Aquí no hay nada excepto libros sobre Italia. A ver: tenemos Roma, Venecia, Nápoles y Milán.
Jones se fijó en la segunda cerradura.
—No es muy sorprendente que digamos. Quiero decir que el reportaje que le hacían en el History Channel iba sobre el Imperio romano. Supongo que es su especialidad.
—Lo era —dijo una voz desde la puerta—. Eso y la privacidad, razón por la cual sus cajones están cerrados con llave. O más bien, estaban cerrados con llave.
Payne miró a Jones y éste se volvió, ambos palidecieron. De pronto se sintieron como Winona Ryder cuando la pillaron robando en aquellos almacenes.
—Escuche —dijo Jones—, no estábamos…
—No es necesario —dijo el hombre, con acento aristocrático. Tenía poco más de veinte años y llevaba un traje de futbolista rojo, que se completaba con unas rodilleras y manchas verdes de césped. En el lado izquierdo del pecho lucía el emblema de Dover—. En realidad, no es asunto mío. Sólo he venido a llamar a algunos de mis colegas. ¿Les importa?
—No, por supuesto —dijo Payne, algo sorprendido. Acababa de pillarlos dentro de una oficina ajena y así y todo les pedía permiso para hacer una llamada. Los ingleses eran real mente educados.
—Por cierto —continuó el hombre—, supongo que ustedes son los tipos que me llamaron anoche pidiendo una cita. Si supiera lo que están buscando, tal vez podría facilitarles las cosas.
Payne lanzó a Jones una mirada y percibió su satisfacción. Los dioses de los detectives estaban velando por ellos.
—De hecho —dijo Payne—, tenemos unos asuntos urgentes que discutir con el doctor Boyd, y el tiempo es vital. ¿Tiene idea de dónde podemos encontrarlo?
—Bueno, puedo asegurarle que no está en ese cajón.
Payne esperaba que el chico sonriera al decir eso, pero de algún modo se las arregló para mantener el rostro impasible.
—Ha pasado las últimas semanas en la región italiana de Umbría, específicamente en la ciudad de Orvieto. Yo planeaba pasar el verano allí, hasta que Charles me dijo que sería más útil si me quedaba en casa. No es exactamente un voto de confianza, ¿no les parece?
El tono amargo de su voz les hizo comprender todo lo que necesitaban saber. Estaba enfadado con el doctor Boyd, así que había decidido vengarse usando su teléfono y ayudándolos a ellos.
—¿Sabe dónde se aloja? —quiso saber Jones.
El chico negó con la cabeza.
—Orvieto es bastante pequeño. No deberían tener ningún problema para encontrarlo. —Del estante más próximo, sacó un libro escrito por Boyd—. ¿Saben qué aspecto tiene?
Payne asintió.
—Tenemos una foto de cuando Winston Churchill todavía estaba vivo.