El vigilante asintió, satisfecho con su cambio de actitud, y fue hacia ella para confortarla. Pero en el momento en que se acercó, ella le lanzó un rodillazo a la entrepierna. El ataque fue tan inesperado y doloroso que el hombre se dobló en dos, dándole a ella la oportunidad de tumbarlo de una patada en la mandíbula, un golpe que lo dejó tirado sobre el suelo del servicio.
—Pero, pensándolo mejor —se burló ella—, tal vez no.
Le robó la llave y corrió a advertir a Boyd. Les llevó menos de un minuto reunir su material y salir de la sala de estudios. Pero no fueron lo bastante rápidos. Un equipo de la unidad antiterrorista italiana acababa de llegar y entraba a toda velocidad en el edificio por la puerta principal. Sin desanimarse, María y Boyd se fueron en dirección opuesta y corrieron hacia la salida trasera, con la esperanza de escabullirse por allí. Cuando estaban cerca de los lavabos, el vigilante golpeado se detuvo ante ellos, tambaleándose, e intentó bloquearles el paso.
—¡Alto! —ordenó.
Pero no estaban de humor para escucharlo. Boyd lo atacó primero, utilizando el cilindro de bronce como garrote, para darle en la cabeza. Luego María lo remató de un fuerte revés con el diccionario de latín que llevaba en las manos.
—Dios mío, qué bien ha estado eso —se alegró Boyd.
—¿Verdad que sí? Es la segunda vez que me lo cargo.
Pero el ánimo les cambió en cuanto vieron a varios policías entrar por la puerta trasera.
Boyd se detuvo de golpe y dijo:
—¡Estamos atrapados!
—Si subimos, no. —María lo condujo hacia la escalera más próxima—. Siga. Yo voy a parar a estos tipos.
—No seas tonta, querida…
—¡Váyase! —ordenó ella—. Lo quieren a usted más que a mí. ¡Salga de aquí! ¡Ahora!
María se quedó escuchando los pasos de Boyd un momento mientras él se alejaba, y luego dedicó toda su atención a la puerta donde comenzaba la escalera. Intentó introducir una de las llaves del vigilante en la cerradura, pero no tuvo éxito. Maldiciendo por lo bajo, probó la segunda, la tercera y la cuarta. Por fin, al quinto intento dio con la correcta y cerró la puerta un instante antes de que la policía llegara.
—¡Sí! —gritó, y se apresuró escaleras arriba siguiendo a Boyd. Lo encontró pronto, la estaba esperando en el descansillo de la segunda planta.
—Hay barras de metal en todas las ventanas y la escalera está tapiada por reformas. Este es el único camino para subir o bajar.
—¿No hay montacargas?
—No. Ni nada parecido. El edificio es demasiado viejo para tener ascensores.
Ella pensó un momento.
—¿Qué están reformando?
Boyd señaló arriba.
—La terraza. La están rehabilitando.
—¡Es cierto! Lo vi cuando entrábamos. Vamos. ¡Tengo una idea!
Con una energía súbita, subió la escalera a un paso que Boyd era incapaz de seguir. Cuando llegaron arriba, tuvo que apoyarse en la pared para recuperar el aliento.
—¿Está bien? —preguntó ella.
—No —respondió él, jadeando—. Pero sobreviviré.
—¿Está seguro? Porque…
Se interrumpió al oír voces y pasos abajo. Con rapidez, usó las llaves para abrir la puerta de servicio que daba a la terraza y luego ayudó a Boyd a pasar justo cuando un policía lo cogía por un pie. Milagrosamente, Boyd se zafó, golpeando con el cilindro la mano del policía mientras María le soltaba la puerta en la cara.
—Es la segunda vez que te pasa —se burló ella en italiano—. Tienes que ser más rápido si quieres coger a una mujer.
El equipo de la unidad antiterrorista respondió con insultos mientras intentaba tirar la puerta abajo.
—Dios mío —dijo Boyd, aún sin aliento—. Parece que están muy enfadados.
—¿Le parece que ahora están enfadados? Pues espere a que nos escapemos. Van a estar furiosos.
Boyd se rió mientras la observaba subir la escalera de seis metros que se extendía hasta una trampilla en el techo e intentaba abrirla.
Pssssssssss
. El cierre a prueba de agua zumbó al abrirse y dejó entrar un chorro de luz natural que la cegó durante un momento. Pero a ella no le importó. Nunca se había sentido tan feliz de ver el sol.
—¿Es seguro? —gritó él desde el otro extremo de la escalera.
—Un segundo. —María echó un vistazo a la terraza para ver si había algún obstáculo, pero no vio nada—. Estamos a salvo.
—Gracias a Dios. —Boyd trepó hasta la terraza con paso metódico, intentando recuperar el aliento en el camino. Un momento después, preguntó—: ¿Y ahora qué? ¿Vamos a sentarnos aquí a esperar?
—¿Esperar? ¡Por supuesto que no vamos a esperar nada! De momento voy a aflojar los tornillos de la escalera para quitarla y que no puedan usarla.
Boyd contempló a María durante un momento y rompió a reír, resoplando.
—¿Estás segura de que nunca antes te ha perseguido la policía? Porque pareces manejarte con mucha soltura.
Ella se encogió de hombros.
—Si ves suficientes películas, estás preparado para cualquier cosa.
—De veras que espero que tengas razón, porque nuestra situación todavía es algo precaria… ¿O hay algo que no me estás contando?
María se rió por la ironía de la frase y le sonrió de modo cómplice.
—Todos tenemos algunos secretos. ¿No es así, doctor Boyd?
No le llevó mucho tiempo soltar la escalera y subirla hacia la terraza. Para demorar todavía más a los policías, trabó el cierre de la trampilla metiendo una de las llaves entre la puerta y el pesado marco de metal, un truco que había aprendido en las películas de Bruce Willis.
—Eso debería detenerlos —se rió.
Boyd no respondió, pero sonrió, y su sonrisa fue un signo que tranquilizó a María. Unos minutos antes había temido que le diera un infarto.
—Espero que se sienta mejor, porque va a necesitar de todas sus fuerzas para sobrevivir a nuestro próximo truco.
—¿Puedo preguntar qué es lo que tienes en mente?
En lugar de responder, ella ayudó a Boyd y lo condujo hacia la cornisa del edificio, que tenía treinta metros de alto.
—Si se atreve, he pensado que podríamos bajar.
—¿Qué? ¡Tiene que ser una broma!
María señaló un largo tubo de metal que salía desde la terraza y bajaba en un ángulo de setenta grados hasta cerca del suelo. Era un conducto que servía para arrojar los escombros de las reformas. En vez de arrastrarlos escaleras abajo o arrojarlos sin más por el costado del edificio, los albañiles dejaban caer los desechos por aquel tubo que los llevaba hasta un contenedor que había en el extremo.
—Lo vi cuando fui al Duomo. Me imagino que si puede aguantar ladrillos y piedras, también debería poder aguantarnos a nosotros —dijo ella.
Boyd palpó el tubo, intentando calcular cuánto peso podría soportar. Después vio la pila de escombros en el extremo de abajo y pensó que no iba a ser un aterrizaje confortable.
—Está bien, querida. Estoy dispuesto a intentarlo, aunque creo que sería mejor si lo probamos de uno en uno. No tiene sentido colocar peso extra en el conducto bajando los dos juntos.
—Estoy totalmente de acuerdo.
—Ahora lo único que tenemos que hacer es decidir quién pasa delante. En cualquier situación yo seguiría las reglas de la caballerosidad e insistiría en que las damas primero. Sin embargo…
—¡Perfecto! ¡A mí me parece muy bien!
Sujetándose del extremo del tubo antes de que Boyd pudiera discutir, María se metió dentro y permaneció allí un momento antes de lanzarse. Luego se dejó resbalar cuesta abajo por el caño. El aterrizaje fue un poco brusco para su gusto, pero desde luego mucho mejor que la alternativa, es decir, que un furioso grupo antiterrorista le disparara en la terraza.
Después de sacudirse el polvo, echó un vistazo hacia arriba, donde estaba Boyd, y levantó el pulgar. Él asintió a regañadientes, inspiró hondo y la imitó, dejándose caer por el tubo.
Comparado con lo que les esperaba, aquello carecía de emoción. Lo cierto es que su aventura acababa de empezar, y que lo más intenso estaba todavía por venir.
J
ones hablaba algo de italiano, así que más o menos pudo traducir el artículo sobre el accidente del autobús. Que resultó no ser un accidente. Según el periódico, el doctor Boyd era algo más que un profesor/falsificador/ladrón. También era un artista de la huida y de las municiones, capaz de volar un autobús frente a media policía italiana sin salir herido y sin que lo cogieran. Menudo fenómeno.
La noticia decía que Boyd había derribado un helicóptero a tiros, secuestrado el primer autobús que salía de la ciudad y huido por una carretera que los policías habían bloqueado. Después de resistirse, había detonado un artefacto que había matado a todos excepto a sí mismo, y había logrado escapar mientras el heroico cuerpo de policía arriesgaba su vida intentando sacar a los pasajeros heridos de aquel infierno.
Payne se rió al oír todo aquello; eran puras patrañas. Lo peor que podía hacer un criminal era matar a un policía, porque eso le garantizaba una fuerza policial especialmente motivada, un grupo de hombres buscando compensación incluso si para ello tenían que saltarse algunas leyes en el camino. ¿Por qué? Porque la policía sabía que si no actuaba con rapidez, cualquier punkie con un revólver pensaría que podía matar a un policía impunemente. Y la siguiente víctima podía ser el compañero de ese policía. O incluso él mismo.
Por lo tanto, Payne sabía que en aquella noticia algo no encajaba. Era imposible que toda una fuerza policial rodeara un autobús que había sido secuestrado por un matapolicías y lo dejara escapar. Ni hablar. Así que, ¿cómo había hecho Boyd para sobrevivir? Y además, ¿qué tipo de explosivo había utilizado para poder volar el autobús y salir ileso? Ninguno que él conociera, y los conocía todos.
Aquéllas eran sólo algunas de las objeciones que se le ocurrían mientras escuchaba los detalles de la historia. También se le ocurrieron a Jones, porque insistió en que fuesen hasta la escena del crimen antes de que estuviese demasiado oscuro.
Para llegar al sitio, que estaba a menos de quince kilómetros de la gasolinera donde Payne se había lavado, abandonaron la carretera principal y tomaron un camino secundario que no estaba hecho para autobuses, y mucho menos para un Ferrari. Una barricada de madera les bloqueó el paso a unos pocos kilómetros. Plantas, flores y varias fotografías rodeaban la barrera, cosas que los familiares de las víctimas habían dejado en una suerte de santuario improvisado. Algunas personas eran capaces de no prestar atención a imágenes como ésa sin ningún remordimiento, y pasar frente a ellas como si fuesen señales de tráfico o buzones, pero Payne no era una de esas personas. Sus padres habían muerto por culpa de un conductor ebrio cuando él era un adolescente, así que, cada vez que veía un ramo de flores junto a una carretera, se ponía melancólico. Por supuesto, Jones lo sabía, así que salió del coche y quitó él mismo la barricada.
Por lo que Payne había podido comprobar, cuando empezaba a pensar en sus padres, la música lo ayudaba a aliviar el dolor. Sabía que todavía tenían algunos minutos hasta llegar al sitio de la catástrofe, así que decidió probar el equipo de audio del coche. Por desgracia, las únicas emisoras que pudo sintonizar en mitad de los Apeninos ponían canciones deprimentes de Andrea Bocelli y Marcella Bella. No eran exactamente lo que él tenía en mente. Iba cambiando de una a otra, esperando encontrar algo más alegre, cuando Jones comenzó a gritarle desde la barricada.
—¡Pon la de antes! —ordenó—. ¡Rápido!
Payne hizo lo que le decía, con la esperanza de no encontrarse ópera, pero para su sorpresa, no se trataba de música, sino de un periodista italiano que parloteaba. Podría haber sido la previsión del tiempo, o el estado del tráfico; Payne no estaba seguro, porque el único italiano que sabía era el que había aprendido viendo «Los Soprano». De cualquier modo, fuera lo que fuese, a Jones parecía gustarle, porque en su cara había una sonrisa enorme, que se mantuvo durante un par de minutos, hasta que Jones apagó la radio salvando a Payne del torturante sonido de la voz de Pavarotti, o de cualquier tipo gordo que estuviera a punto de empezar a cantar.
—No vas a creértelo —dijo Jones—. Pero acaban de ver a Boyd en Milán.
Payne hizo un gesto de incredulidad.
—Ya me gustaría.
—Te lo juro por Dios, Jon. Lo acaban de ver en Milán. La policía intentó cogerlo, pero se les escapó. Otra vez.
—Espera un momento, ¿lo dices en serio? ¿Cómo se les escapó?
—Se esfumó de la terraza de una biblioteca. Y escucha esto; está huyendo con una mujer.
—¿Boyd tiene un rehén?
Jones negó con la cabeza.
—No, tiene una compañera. Aparentemente, los dos están juntos en esto.
L
a crucifixión de Dinamarca apenas tuvo resonancia en Estados Unidos, y no podía entender por qué. El asesinato tenía todas las características que los americanos solían buscar en una noticia —una ejecución brutal, un escenario famoso, y una víctima que era sacerdote del Vaticano— y sin embargo, la única alención que le prestaron fue una crónica breve de Associated Press. Nada en el
USA Today
, nada en el
New York. Times
, y nada en el
National Enquirer
.
¿Qué le pasaba a esa gente? ¿Realmente estaban tan adormecidos por sus películas de terror y sus videojuegos que no les importaba nada un cura crucificado? ¿A quién tenía que matar para atraer su completa atención? ¿Al maldito presidente?
Obviamente, pensó, eso sería ir demasiado lejos. Quería llamar toda la atención posible, pero no iniciar una caza del hombre mundial. Era la única manera de que él y sus companeros pudieran ponerlo todo en marcha.
Necesitaban atención, no intervención. Un reflector que los iluminara sin quemarlos.
El segundo asesinato había sido un paso en la dirección correcta. La CNN envió un equipo de cámaras a Trípoli y a Nepal, a la espera de cómo iba a reaccionar la familia real. Las imágenes aparecieron en los telediarios de todo Estados Unidos, lo que provocó que el noventa por ciento de los periódicos de Norteamérica publicaran la noticia, incluidos los de las ciudades más importantes. No fue noticia de portada como esperaban, pero suficiente como para que el Vaticano se enterara, y ése era el objetivo final de los asesinos.
El tiempo corría, y las apuestas estaban altas. Ya era hora de apretar las tuercas.