La señal de la cruz (21 page)

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Authors: Chris Kuzneski

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La señal de la cruz
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—Está bien. Dígame, ¿qué milagros hizo Jesús en Jerusalén?

—La verdad es que ninguno parece coincidir con lo que buscamos. Ninguno tiene la fuerza que Tiberio perseguía.

—¿Qué quiere decir?

—Seguramente estamos pasando algo por alto. Tenemos que seguir buscando hasta que encontremos un hecho en el que podamos basar nuestra hipótesis, sin importar cuán grande o trivial pueda ser.

Frustrada, María se dejó caer en la silla.

—Eso parece un poco difícil, señor. Hay muchos sitios donde buscar. ¡Sería bastante más fácil si tuviéramos una idea de por dónde empezar!

—Es cierto, pero las cosas no son así. En esta profesión, nada viene dado, nunca, y no hay nada que esté ahí expuesto, esperando que lo descubras. Simplemente no funciona así.

Pero, en este caso, Boyd se equivocaba, porque la respuesta que estaban buscando la tenían a mano. Para ser exactos, estaba encima de la mesa, frente a ellos.

31

E
l Grand Hotel Reale, abierto en los años treinta, había sido el más elegante de la ciudad. Los frescos pintados a mano, que una vez dieron majestuosidad al gran vestíbulo, estaban ahora desvaídos por los manoseos, las manchas de tabaco y los años de abandono. Mientras Payne y Jones rodeaban el edificio buscando la entrada trasera, vieron que también la fachada estaba descascarada.

Un momento después estaban dentro de la habitación de Barnes, las manos cubiertas con un par de calcetines para no dejar huellas. No les llevó mucho tiempo encontrar algo interesante.

—Bueno, bueno, bueno —dijo Jones—. Mira lo que tenemos aquí.

Payne se volvió y lo vio arrodillado en el suelo, con una Beretta de 9 mm en la mano enguantada. Comprobó el seguro y luego olfateó el cañón, intentando determinar si había sido usada recientemente.

—Estaba debajo de la cama —dijo—. No huele.

—¿El arma o el calcetín?

Sin responder a la pregunta, Jones le entregó el arma.

—Me pregunto por qué la tenía.

Payne la cogió con su mano asimismo enfundada en el calcetín, por lo que parecía un actor de algún extraño espectáculo de títeres a punto de matar a alguien.

—¿Quién sabe? Estaba de viaje, solo en un país extraño. Puede que la trajera para protegerse.

Jones se encogió de hombros y siguió buscando por la habitación.

—Hablando de protección, me voy a llevar la Beretta. Por si acaso.

—Me parece bien. Pero no quiero ver que te llevas su cartera ni su reloj. Estamos aquí sólo para buscar el carrete.

Payne asintió mientras revolvía el maletín de Barnes. Estaba lleno de camisetas, pantalones cortos y una gran variedad de productos de higiene personal.

—Y cuando encontremos el carrete, ¿qué vamos a hacer?

—Nos marcharemos. No sé por qué, pero este lugar me da mala espina.

Payne sonrió, alzando y agitando una bolsita de plástico transparente con tres carretes dentro.

—En marcha —dijo.

—Si tenemos suerte, uno de éstos nos mostrará el escenario del accidente —comentó Jones.

—Y si no tenemos suerte, puede ser que veamos a Donald tomando el sol en tanga.

—Dios mío, espero que no. No creo que la CIA nos dé paga extra por eso. De hecho, no creo que… ¡mierda!

Payne no entendió el repentino cambio de tono.

—¿Qué pasa? No creerás que…

Entonces oyó el ruido y comprendió. Era el sonido de una llave en la cerradura.

—¡Mierda! —repitió—. ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!

Payne intentó pensar con rapidez. Empujó a Jones contra la puerta y lo obligó a bloquearla. Mientras tanto, él repasó la habitación buscando algo con que hacer una barricada, algo lo suficientemente sólido para mantener a raya al visitante; al menos hasta que pudieran decidir qué otra cosa hacer.

—La cama —dijo Payne bruscamente—. Moveré la cama.

Saltó por encima del colchón y empujó la cama hacia adelante, algo que resultó más difícil de lo que parecía. Las patas se aferraban al suelo de madera como si fueran talones, y produjeron un chirrido que sonó como diez mil uñas rascando contra una pizarra.

—¡
Polizia
! —gritó uno de los hombres que estaba en el pasillo, y subrayó sus palabras golpeando la puerta con tal fuerza que Jones pudo sentir las vibraciones en el pecho—. ¡
Aprire
!

—¡Sabemos que estáis ahí dentro! —gritó otro, en inglés—. ¡Abrid, o dispararemos a la cerradura!

Los ojos de Jones se agrandaron al doble de su tamaño cuando se dio cuenta de que su entrepierna quedaba a la altura de la cerradura. Desesperado, gritó:

—¡Si disparáis, el rehén la palma!

—¿El rehén? —susurró Payne—. Deja de jugar con ellos y échame una mano.

Jones atravesó la habitación y ayudó a Payne a girar la cómoda, encajándola entre los pies de la cama y la pared. Eso eliminó toda posibilidad de que abrieran la puerta a menos que tuviesen dinamita. A Jones no le gustó demasiado.

—¡Cojonudo! —gruñó—. Ahora nosotros no podemos salir ni ellos pueden entrar.

—Claro que podemos salir. Relájate. Ten un poco de fe.

Pero Jones no era el único que estaba perdiendo la paciencia. También los policías comenzaban a enfadarse, y lo demostraron arremetiendo contra la puerta con un ariete improvisado. El sonido retumbó en la habitación como un cañón de la guerra civil, aunque no movió la barricada.

—¿Y ahora qué? Sólo podemos salir por la puerta, y la tienen cubierta.

¡Bum!

—No te preocupes, no vamos a salir por la puerta. Saldremos por allí.

Jones siguió la dirección que Payne señalaba con el dedo y se dio cuenta de que le indicaba una pequeña ventana que había en el baño.

—Ni hablar, Jon. Estamos demasiado gordos. Sobre todo tu culo.

Payne observó la ventana durante un momento.

—Soy bastante bueno calculando, y he llegado a la conclusión de que sí cabemos. Mi culo incluido.

¡Bum!

—Ni hablar —insistió él—. Además, tenemos compañía.

Jones señaló algo que se movía detrás de la ventana. Una sombra con forma de cabeza humana. Alguien estaba tratando de mirar dentro de la habitación. Alguien que estaba a punto de llevarse la sorpresa de su vida.

—No hay problema —presumió Payne. Y luego, sin previo aviso, se lanzó contra la ventana pateándola con un salto de artes marciales. El cristal se hizo pedazos a consecuencia del golpe, y una metralla de vidrio multicolor voló por el aire. El policía que estaba del otro lado acabó con la boca llena de cristales y sintiendo el sabor del zapato de Payne. Había evitado que Payne completara su salto, pero, para su desgracia, lo había detenido con la cara.

Payne se estrelló contra el suelo embaldosado y el vidrio cayó a su alrededor sonando como mil campanillas. Jones corrió a su lado, riendo, y dijo:

—Joder, Jon, tienes que practicar el aterrizaje.

Este tardó un momento en contestar, intentando recuperar la respiración normal.

—Creo que tienes razón.

—Por curiosidad, ¿por qué no has usado una silla para romper la ventana?

Payne se incorporó y se sacudió las esquirlas que tenía en el pelo.

—Mis padres me arrastraban a la iglesia todos los domingos, y yo me sentaba allí pensando qué se sentiría al saltar a través de una ventana de cristales de colores y corriendo hacia la libertad. Nunca había tenido la oportunidad de intentarlo hasta ahora.

¡Bum!

El sonido del ariete los devolvió a la realidad.

Se colaron por la ventana a toda velocidad y pasaron por encima del policía, que estaba inconsciente, hasta alcanzar el Ferrari sin que nadie los viera. Mientras esperaba que Jones abriera el coche, Payne se dio cuenta de que le salía sangre: le caía como desde veinte sitios diferentes del cuerpo, la mayoría eran cortes en brazos y piernas. De pronto, su sueño de saltar a través de un vitral de colores no le pareció tan brillante.

—Hazme un favor, párate en la primera tienda que veas. Necesito ponerme una tirita.

—No hay problema. Debe de haber muchas tiendas de camino a Perugia.

—¿Perugia? ¿Qué carajo hay en Perugia?

—Ah, ¿no te lo dije? Cuando estabas buscando mapas en la estación de autobuses averigüé hacia dónde había ido Boyd. El tipo de la taquilla sabía exactamente de quién le estaba hablando incluso antes de que le enseñara la foto, como si le hubiesen preguntado lo mismo mil veces.

—¿Y?

—Y Boyd se iba a Perugia, una pequeña ciudad a unas dos horas de aquí.

Condujeron veinticinco kilómetros desde Orvieto antes de encontrar una gasolinera que tuviera lo que Payne necesitaba para curarse. Fue al servicio a lavarse las heridas mientras Jones entraba a la tienda y compraba algunas vendas, tiritas y todo lo que pudo encontrar. Cinco minutos después, Jones entraba en el lavabo con un equipo de primeros auxilios y un ejemplar del periódico local.

—Date prisa —dijo Jones—. Tenemos que ir a un sitio.

—¿De vuelta a la cárcel?

Él movió la cabeza y le enseñó el periódico.

—No, a otro sitio donde ha habido un accidente.

Payne intentó leer el titular en el espejo, pero dos cosas se lo impidieron: una, que el reflejo lo mostraba del revés, y hacía que el artículo pareciera una crónica del
Dislexia Hoy
. Y dos, que estaba escrito en italiano.

Así y todo, pudo deducir el sentido de lo que decía por las fotos que aparecían en la página de portada. Se dice que una imagen vale más que mil palabras, y esas fotos valían un millón, porque eran explícitas. Muy explícitas. De las que podían hacer vomitar a un carnicero. Se centraban sobre todo en la carcasa quemada de un autobús, pero Payne vio también piernas y brazos dentro, sobresaliendo de entre los escombros en ángulos imposibles. También alcanzó a ver una cabeza en el suelo, debajo de un enorme panel metálico. Al menos eso le pareció. Era difícil saberlo, porque la carne y el pelo se fun dían alrededor del cráneo como si el cadáver hubiera sido lanzado dentro de un volcán.

Todo lo que veía estaba envuelto en una oscura sombra negra.

Payne respiró hondo, la rabia hirviéndole por dentro.

—Déjame adivinar: ¿el autobús de Boyd?

Pero Jones no respondió. La furia y la determinación en su rostro fueron más elocuentes.

32

U
na de las desventajas de utilizar el café
espresso
como fuente de energía era su efecto sobre la vejiga. Al menos eso fue lo que María Pelati pensó cuando tuvo que ir al servicio de la biblioteca por segunda vez en una hora. Cuando estaba de pie I rente a la larga hilera de lavabos, alguien saltó desde uno de los cubículos y la cogió por detrás, tapándole la boca y empujándola contra la pared de azulejos.

—No hagas ni un ruido —la amenazó en italiano—. ¿Me entiendes? ¡Silencio!

Normalmente, María habría reaccionado con rapidez. Le habría mordido la mano, le habría pisado un pie y habría gritado. Pero en este caso, decidió no hacerlo. No sabía por qué —puede que fuera el lenguaje corporal del hombre, o su intuición—, pero tenía la impresión de que no iba a hacerle daño. De un modo que no sabía explicar, sentía que estaba allí para ayudarla.

—Si prometes que te quedarás quieta, te suelto. Si no, tendremos que quedarnos así —le dijo él, observándola durante un momento que pareció muy largo, mientras esperaba su decisión—. Dime, pues, ¿te portarás bien?

María asintió.

—Bien —gruñó él, y le quitó la mano de la boca—. Espero no haberte asustado, pero era importante que hablara contigo de inmediato. Y en privado.

—¿Tenía que hablar conmigo? ¿Por qué?

—¿Por qué? Porque corres un gravísimo peligro.

Peligro
. La palabra hizo que los últimos días se agolparan en su cabeza. Primero, el ataque del helicóptero, luego la avalancha, a continuación los gritos de las víctimas del autobús mientras luchaban por evitar la muerte, y en seguida, el olor nauseabundo de la carne quemada, que constataba su fracaso.

—¿Quién eres? —preguntó—. ¿Quién te ha enviado para que hables conmigo?

Una sonrisa agridulce se le dibujó en los labios.

—No me recuerdas, ¿verdad? Soy el vigilante que te dejó entrar en la biblioteca, con el que coqueteaste.

Su rostro enrojeció de vergüenza.

—¿Tú? Creía que llevabas uniforme.

El vigilante asintió, contento de que recordara algo.

—Mi turno ha acabado hace una hora. Y tienes suerte de que así sea, porque si no, no podría haberme enterado del peligro al que te enfrentas.

—¿Qué clase de peligro?

—¿Quieres decirme que no lo sabes? La noticia más importante en todos los canales es sobre el hombre con el que has venido hoy. ¿Sabes que lo buscan? Todos los policías de Europa lo están buscando.

«¡Mierda!», maldijo para sí. Manteniendo la calma, dijo:

—Debes de estar equivocado. Lo conozco desde hace mucho tiempo, y no es él un criminal. Es un profesor muy prestigioso.

—La televisión mostraba varias fotos suyas. Es él, seguro.

—Muy bien —respondió ella—. Supongamos que tienes razón. ¿Qué crees que tendríamos que hacer al respecto?

—No se trata de lo que yo crea que deberíamos hacer, sino de lo que ya he hecho.

María sintió que el corazón se le paralizaba.

—¿Qué quieres decir?

—Cuando vi su fotografía, volví para asegurarme de que todavía estaba aquí. Después esperé a que te separaras de él, no quería que te cogiera como rehén, y llamé a la policía local. Si tenemos suerte, ya lo habrán arrestado.

La envolvió una oleada de pánico. De pronto, antes de que se diera cuenta de lo que estaba haciendo, se vio a sí misma intentando abrir la puerta, en un intento de avisar a Boyd antes de que fuese demasiado tarde.

—No te servirá de nada. No puedes salir de aquí sin la llave.

Ella insistió, pero la cerradura no se movió, tal como él le había advertido.

—¡No tienes derecho a encerrarme aquí! —gritó—. ¡Ningún derecho!

—En realidad, tengo todo el derecho del mundo. Yo fui quien te dejó entrar sin identificación, así que eso me convierte en responsable. —Caminó hacia la puerta, intentando calmarla—. Esperemos aquí hasta que lleguen las autoridades, y luego podremos arreglarlo todo. ¿No te parece razonable?

María suspiró y luego le sonrió lo más cálidamente que pudo.

—Quizá tengas razón. Es decir, todo esto es tan confuso. Ahora mismo estoy tan cansada que apenas puedo pensar con claridad. No sé. Tal vez esperar aquí sea lo mejor.

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