—Y el asesino oportuno —añadió Naomi.
—Sí, también.
—Tengo que regresar. Sachie estará preocupada. No quiero que nadie venga a buscarme.
—Te acompañaré.
—¡No! No deben vernos juntos. Partiré hacia Yamagata en cuanto regrese al templo. No vayas hoy por allí.
—Muy bien —dijo él—. Tienes razón. Volveré a mi choza solitaria, a pasar una noche más.
Naomi notó que las lágrimas amenazaban con brotar, y se levantó con el fin de esconderlas.
—¡Ojalá fuera una muchacha de aldea! Pero tengo responsabilidades importantes para con mi clan, para con mi hija.
—Señora Maruyama —dijo Shigeru con formalidad mientras él también se ponía de pie—: No desesperes. No será por mucho tiempo.
Ella asintió, sin atreverse a articular palabra. Ninguno de ellos volvió a mirar al otro. Shigeru se agachó y recogió sus pertenencias, se colocó el sable en el cinturón y comenzó a caminar ladera arriba por el sendero de montaña mientras Naomi regresaba por el camino por donde había llegado, con el cuerpo aún extasiado por el encuentro y la mente convulsa por el miedo.
* * *
Naomi pasó las jornadas de viaje tratando de calmarse, recurriendo a los métodos para controlar el cuerpo y la mente que le habían enseñado desde la niñez. Se decía a sí misma que nunca más debería existir otra cita entre ellos, que ella misma tenía que dejar de comportarse como una muchacha estúpida encaprichada con un granjero. La única posibilidad de que Shigeru y ella tuvieran un futuro en común residía en el autocontrol y la discreción que mantuvieran en el presente, aunque en lo más recóndito de su cuerpo y su mente Naomi sabía que era demasiado tarde para ser discretos. Había concebido un hijo, un hijo que anhelaba tener pero que jamás debería nacer.
Contempló la posibilidad de regresar a Maruyama sobre la marcha, pero semejante acción podría ofender a Iida y aumentar las sospechas de éste hasta el punto de perjudicar a Mariko. Naomi entendió que tenía que proseguir su viaje tal como estaba planificado. En Inuyama esperaban su llegada, se habían enviado mensajeros con antelación. A Iida nunca le convencería una excusa a causa de una enfermedad; la tomaría como un insulto. Naomi no podía hacer más que completar el viaje según lo previsto, y seguir fingiendo.
El itinerario la condujo a través del País Medio —los antiguos territorios Otori que habían sido cedidos al clan de los Tohan después de la batalla de Yaegahara—. La población se había resistido a doblegarse a los Tohan y había sufrido el embate de la crueldad y la opresión por parte del clan procedente del Este. Naomi apenas oyó hablar de la situación durante el trayecto o en las posadas en las que se detenían para pasar la noche, pues el pueblo, antes en ebullición, se había tornado taciturno y desconfiado, y no sin razón. Naomi detectó varias señales de ejecuciones recientes, y en cada una de las aldeas había un tablón en el que se establecían las sanciones por quebrar las normas; la mayor parte de los castigos implicaban la tortura y la muerte. En la bifurcación donde la carretera se dividía —hacia el norte, en dirección a Chigawa, y hacia el este, a Inuyama— los porteadores del palanquín se detuvieron a descansar a las puertas de una pequeña posada donde servían té, cuencos de arroz y fideos y pescado seco. Mientras Naomi se bajaba del vehículo, sus ojos se fijaron en otro tablón. De la techumbre de éste se había colgado por las patas a una garza grande y gris. Apenas tenía un hálito de vida. Batía las alas de vez en cuando, y abría y cerraba el pico débilmente con evidentes señales de sufrimiento.
Naomi quedó consternada ante semejante visión; aquella crueldad innecesaria le repelía. Llamó a los hombres para que descolgaran a la criatura. Cuando se aproximaron la garza se asustó, y al forcejear contra los intentos de los hombres por salvarla acabó perdiendo la vida. Cuando la tumbaron sobre el suelo ante Naomi, ésta se arrodilló y le acarició el apagado plumaje mientras notaba que los ojos del ave se nublaban.
El anciano posadero salió corriendo y, alarmado, exclamó:
—¡Señora! No la toquéis. Nos castigarán a todos.
—Es un insulto al Cielo tratar así a sus criaturas —respondió ella—. Traerá mala suerte a los viajeros.
—No es más que un pájaro, y nosotros somos humanos —masculló el posadero.
—¿Por qué habría alguien de torturar a un ave? ¿Qué significado tiene?
—Es una advertencia.
El hombre se negó a decir más y Naomi entendió que, por la seguridad de él, no debía insistir. Pero el recuerdo no se le iba de la mente mientras completaba el último tramo del trayecto a Inuyama a través de las montañas que rodeaban la ciudad. El hermoso tiempo primaveral se mantenía, si bien Naomi no disfrutaba del cielo azul y brillante o la suave brisa del sur. La garza moribunda había oscurecido todo su entorno.
La última noche, a pocas horas de viaje hasta la capital, se alojó en una pequeña aldea a la orilla del río y mientras esperaban la cena le pidió a Sachie que hablara con Bunta; tal vez el muchacho podría averiguar algo más en la aldea.
Para cuando el joven regresó, Naomi y Sachie habían terminado de comer.
—Encontré a varios hombres de Chigawa —explicó Bunta en voz baja, después de que se hubiera arrodillado ante su señora—. Nadie quiere hablar a las claras. Los Tohan tienen espías por todas partes. Sin embargo, esos hombres me contaron algunas cosas. La garza era una advertencia, como dijo el posadero. Por todo el País Medio existe un movimiento, una sociedad llamada Lealtad a la Garza. Los Tohan tratan de erradicarla. En los últimos tiempos se han producido disturbios en Chigawa y las comarcas de alrededor relacionados con las minas de plata. Por lo visto, el movimiento tiene allí mucha fuerza. La vida de los mineros es cada vez más desgraciada; muchos de ellos huyen y se ocultan en las montañas. Los jóvenes, incluso los niños, son obligados a ocupar sus puestos. Los hombres opinan que se trata de esclavitud, y aseguran que bajo el mando del señor Otori jamás fueron esclavos.
Naomi le dio las gracias, pero no preguntó más. Sentía que ya se había enterado de demasiadas cosas. Lealtad a la Garza: los seguidores de la sociedad tenían que ser defensores de Shigeru.
Naomi se levantó temprano y llegó a la capital poco después del mediodía. Había realizado el mismo viaje en numerosas ocasiones, y aun así le resultaba imposible evitar la sensación de temor que la visión del castillo de Iida, rodeado de negras murallas, le inspiraba. La fortaleza dominaba la ciudad; los escarpados muros se elevaban desde el foso y su reflejo brillaba tenuemente sobre el agua mansa y verdosa del río. Una calle estrecha y tortuosa conducía al puente principal. Allí, aunque eran visitantes habituales y los guardias las conocían, Naomi y Sachie tuvieron que desmontarse de sus respectivos palanquines para que los centinelas llevaran a cabo un minucioso registro de los vehículos, aunque, pensaba Naomi, sólo el asesino más diminuto y flexible habría sido capaz de ocultarse en tan reducido espacio.
El registro resultaba insultante; con todo, las sospechas de Iida eran fundadas, pues muchos deseaban verle muerto. Es más, tal como Naomi le había comentado a Shigeru, ella misma le mataría de ser posible. Pero apartó de su mente tales pensamientos y esperó con paciencia y ademán impasible hasta que le permitieron continuar.
Montó de nuevo en el palanquín y los porteadores atravesaron la explanada principal hasta el patio situado al sur, donde se encontraba la residencia de Iida. Allí volvió a bajarse del vehículo y fue recibida por dos de las damas de compañía de la señora Iida. Los porteadores y el resto de los hombres de la comitiva regresaron a la ciudad atravesando el puente, mientras que la señora Maruyama, Sachie y sus dos doncellas siguieron a las mujeres a través de la cancela de la residencia y descendieron los escalones que conducían a los jardines, los cuales ocupaban una extensión considerable hasta alcanzar la orilla del río.
La fragancia de las flores envolvía el ambiente; los iris de color púrpura que bordeaban el torrente empezaban a abrirse, y las compactas flores de glicina colgaban como carámbanos del tejado del pabellón del jardín.
Naomi y Sachie esperaron a que unas criadas les desabrocharan las sandalias y les llevaran agua para lavarles los pies; luego subieron los escalones hasta la veranda de madera pulida. Estaba recién construida y rodeaba todo el perímetro de la residencia. Al pisarla, emitía débiles sonidos que recordaban al piar de los pájaros.
—¿Por qué suena este suelo? —preguntó Sachie, intrigada, a una de las criadas.
—El señor Iida lo ha mandado construir este mismo año —respondió la joven entre susurros—. Es una maravilla, ¿verdad? Ni siquiera un gato puede atravesarlo sin que se ponga a cantar. Lo llamamos "el suelo de ruiseñor".
—Jamás había oído hablar de una cosa así —intervino Naomi, más abatida si cabe, al pensar que de aquella forma Iida se había vuelto invulnerable.
La residencia estaba decorada con un estilo ostentoso; las vigas del techo se hallaban recubiertas con pan de oro, que también envolvía la triple hoja de roble que adornaba los relieves en los muros. Los suelos de los pasillos eran de ciprés pulido y las paredes estaban adornadas con llamativas pinturas de tigres, pavos reales y otras criaturas exóticas.
Avanzaron en silencio en dirección a la zona más recóndita de la residencia, donde se encontraban los aposentos de las mujeres. Allí, la ornamentación resultaba más discreta: flores y peces de tonos delicados reemplazaban a los animales anteriores. Naomi fue conducida a la habitación que habitualmente ocupaba. Las cajas y cestas que contenían su ropa y regalos para la señora Iida, así como túnicas nuevas y libros para Mariko, fueron transportadas al almacén; Sachie acompañó a los sirvientes para inspeccionar el desembalaje. A continuación, sirvieron el té a la señora Maruyama en elegantes cuencos de tono verde pálido.
Naomi bebió la infusión con gusto, pues la tarde se estaba volviendo calurosa. Luego permaneció sentada, tratando de tranquilizarse.
Sachie regresó con Mariko. La niña saludó a su madre como exigían las formas, con una profunda reverencia, y luego corrió a sus brazos. Como de costumbre, Naomi notó una oleada de alivio en el pecho, parecida a una subida de leche, al comprobar que su hija estaba viva, a salvo, lo bastante cerca como para abrazarla, para apartarle el cabello de la frente, mirarla a los ojos y oler su delicado aliento.
—¡Deja que te mire! —exclamó—. Estás creciendo muy deprisa. Te veo un poco pálida, ¿te encuentras bien?
—Sí, estoy bien. El mes pasado tuve un resfriado y estuve tosiendo mucho tiempo. Ahora que por fin ha terminado el invierno, me encuentro mejor. Pero mi madre también está pálida, ¿no habrás estado enferma?
—No, es sólo que estoy cansada por el viaje y, claro está, emocionada por verte.
Mariko sonrió en tanto que los ojos se le iluminaban a causa de las lágrimas.
—¿Cuánto tiempo se quedará mi madre?
—Esta vez, me temo que no mucho —Naomi percibió que su hija se esforzaba por ocultar la decepción que la embargaba—. Tengo asuntos que atender en Maruyama —explicó, y notó que la matriz se le encogía por el miedo.
—Confiaba en que te quedaras hasta que terminaran las lluvias de la ciruela. Es muy aburrido cuando llueve todos los días.
—Tengo que marcharme antes de que comiencen —repuso Naomi—; no puedo permitir que me detengan.
Las lluvias de la ciruela podían durar cinco o seis semanas, y Naomi tendría que pasar todo ese tiempo entre las mujeres de la residencia, quienes conocían al detalle sus respectivas vidas y sabían cuándo le llegaba a cada una el momento de recluirse a causa de la menstruación, costumbre practicada en el clan de los Tohan. Esas mujeres tenían tan poco que hacer que se pasarían día y noche examinándola, y Naomi temía su aburrimiento tanto como su malicia.
—Sachie te ha traído más libros —comentó con voz animada—. Tendrás mucho en lo que ocuparte mientras la lluvia te mantenga encerrada puertas adentro. Y ahora, cuéntame, ¿cómo está la señora Iida?
—Estuvo muy enferma durante el invierno, con una inflamación de los pulmones. Tuve miedo por ella —Mariko bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Sus acompañantes dicen que, si muriera, el señor Iida tendría que decidirse entre tú y yo.
—Gracias al Cielo sigue viva; confiemos en que le esperen muchos años de buena salud. ¿Cómo está su hijo? Imagino que el padre debe de sentirse muy orgulloso de él.
Mariko bajó los ojos.
—Por desgracia, es un niño delicado. No le atraen las espadas y los caballos le asustan. Ahora tiene seis años. Otros niños de su edad ya reciben el entrenamiento de los guerreros, pero éste se aferra a las faldas de su madre y de su niñera.
—Qué pena. Imagino que el señor Iida se impacienta con él.
—Sí; el niño teme a su padre por encima de todo.
Naomi conoció a Katsu —así se llamaba el hijo de Iida— más tarde, cuando se reunió con la señora Iida para cenar. La niñera apareció con el crío, que empezó a llorar y a gimotear, por lo que en seguida se le llevaron. No parecía muy despierto y era evidente que carecía de arrojo y seguridad en sí mismo.
Naomi sintió lástima por el niño y por la madre de éste. Los hombres en general daban por hecho que sus esposas les darían hijos varones, pero a menudo esos hijos suponían una desilusión, o incluso una amenaza, Iida convertiría la vida de ambos en un tormento. Naomi trató de no pensar en qué manera semejante circunstancia afectaría a su propia situación. Ojalá Iida estuviera felizmente casado y tuviera decenas de hijos varones. Ahora su descontento le conduciría a considerar un cambio de esposa y fijaría su atención en Naomi con más intensidad. Pero ella no deseaba pararse siquiera a considerar esos asuntos, no fuera a ser que sus temores pudieran influir en su compostura y dejar al descubierto sus sentimientos.
La mañana siguiente, la señora Maruyama fue convocada a la presencia de Iida. A las puertas de la residencia la esperaba un hombre que, según sabía Naomi, era uno de los lacayos favoritos de Sadamu.
—Señor Abe —le saludó; consideraba que llamarle "señor" era un halago excesivo, pero Iida honraba a aquel hombre muy por encima del rango que por familia le correspondía.
Abe hizo una reverencia desmañada; Naomi sospechó que, al igual que la mayoría de los guerreros del Este, no sentía gran respeto por la tradición de Maruyama y la contemplaba como una aberración que había de ser erradicada lo antes posible.