* * *
Una tarde hacia finales del décimo mes, cuando se encontraban en el camino de regreso a Yamagata, Takeshi, que había estado cabalgando a la cabeza de la comitiva junto a Kiyoshige, regresó galopando hasta Shigeru.
—Pensé que te gustaría saberlo: el hombre que despedimos en Chigawa, el quemado, se encuentra en la carretera, más adelante. No entiendo cómo quieres hablar con él, pero... En fin, lamento haberle tratado tan mal entonces, ya que es tu protegido, y ahora trato de actuar en desagravio.
Shigeru iba a pedir a su hermano que enviara a un criado para interesarse por la salud del hombre y ofrecerle algo de comer, pero la belleza de aquel día de otoño y el buen estado de ánimo en el que se encontraba después de haber dejado a Moe en casa de sus padres, le animaron a responder:
—Nos detendremos un rato para descansar. Dile a la muchacha que me traiga a su tío.
Se organizó un campamento provisional bajo una pequeña arboleda: se extendieron esteras en el suelo y se cubrieron con almohadones de seda, se encendieron hogueras y se puso agua a hervir. Trajeron una silla de pequeño tamaño para Shigeru. Takeshi tomó asiento junto a él y ambos bebieron el té que los padres de Moe les habían regalado, recolectado en las laderas meridionales de Kushimoto, y comieron caquis frescos además de una pasta dulce elaborada con castañas.
El día era limpio y claro; el sol aún irradiaba un agradable calor. Los gingos de la arboleda esparcían sus hojas en remolinos dorados.
"No puede ver nada de esto", pensó Shigeru con lástima, mientras la chica conducía a Nesutoro hasta él.
—Tío, el señor Otori está aquí —escuchó susurrar a la joven al tiempo que ésta ayudaba a su pariente a arrodillarse.
—¿Señor Otori? —el hombre levantó el rostro, como si tratara de distinguirle con la poca vista que le quedaba.
—Nesutoro —Shigeru no deseaba insultar con su lástima a un hombre de tanto coraje—. Me alegra comprobar que tu viaje progresa bien.
—Gracias a vuestra misericordia, señor.
—Dadle té —ordenó Shigeru, y los criados se acercaron con un cuenco de madera. La muchacha lo cogió y colocó las manos de su tío alrededor. Nesutoro hizo una reverencia en señal de agradecimiento y bebió la infusión.
Los movimientos de la muchacha eran ágiles y elegantes. Shigeru era consciente de que Takeshi la observaba, y recordó cómo él mismo había empezado a fijarse en las mujeres. ¡Pero Takeshi era demasiado joven! ¿Sería tan precoz en este aspecto como en todos los demás? Tendría que hablar con su hermano, advertirle sobre los peligros de los amores pasajeros. Pero la joven era atractiva, le recordaba a Akane, y le hizo caer en la cuenta de lo mucho que añoraba a su amante.
—¿Qué harás cuando llegues a Maruyama? —preguntó.
—Creo que el Secreto tiene un plan para mí. Me ha salvado la vida, me ha traído hasta aquí —afirmó el hombre. Esbozó una sonrisa, y de pronto las cicatrices y la ceguera perdieron parte de su fealdad.
—Me alegro de haberte visto —dijo Shigeru, y ordenó a los criados que entregaran a la chica algunos pastelillos de arroz—. Cuida de él.
Ella asintió e hizo una reverencia a modo de agradecimiento, demasiado impresionada, al parecer, para articular palabra.
Nesutoro dijo:
—Que el Secreto te bendiga y te conserve para siempre.
—La bendición de su dios más bien parece una maldición —comentó Takeshi una vez que hubieron continuado el viaje.
Shigeru se giró en la silla de montar para mirar por última vez a la muchacha, que conducía al ciego a lo largo de la carretera. Iluminado por la luz del sol, el polvo del camino formaba un halo dorado alrededor de ambos.
—Confío en que tenga una vida segura y feliz a partir de ahora; pero ¿es posible recuperarse de semejante sufrimiento?
—Es mejor quitarse la propia vida, y mucho más honorable —respondió Takeshi.
—A los Ocultos se les prohibe darse muerte a sí mismos —explicó Kiyoshige—. Y también tienen prohibido matar.
Era exactamente lo contrario a las creencias en las que Takeshi había sido educado. Shigeru se daba cuenta de que la idea resultaba incomprensible para el muchacho; él mismo no estaba seguro de entenderla. Sin embargo, parecía impropio que aquellos que se negaban a matar fueran torturados y asesinados. Era como masacrar a mujeres y niños sin razón alguna, o dar muerte a un hombre desarmado. Shigeru había sido testigo de los resultados del ansia de matar y de la crueldad sin freno, y ahora se percataba de los sabios preceptos que Matsuda Shingen le había inculcado. Al guerrero se le había concedido el derecho a matar, su casta adoraba el manejo del sable; pero ese derecho exigía una cierta responsabilidad. El amor por el sable jamás debía transformarse en la pasión por matar sin justificación. Albergó la esperanza de que Takeshi también aprendiera estas ideas a lo largo del año próximo.
A las afueras de Yamagata fueron recibidos por Nagai Tadayoshi, quien dos años atrás había enseñado a Shigeru gran parte de la ciudad, los territorios de los alrededores y los archivos administrativos de ambos. Nagai era un hombre austero y poco expresivo, si bien no consiguió ocultar el placer que el encuentro le producía. Shigeru también se alegró de volver a verle, pues sentía que podía confiar plenamente en él, y se sintió encantado de regresar a Yamagata, la ciudad con cuyos habitantes había formado lazos tan estrechos.
Los asuntos de gobierno, que se revisaban anualmente, les ocupaban muchas horas del día. Shigeru se dedicó con paciencia a tales cuestiones, decidido a no marcharse de Yamagata antes de tener noticias de Eijiro, los hijos de éste y Harada acerca de la marcha de las negociaciones. Al principio Takeshi también asistía a las reuniones, pero al darse cuenta del aburrimiento de su hermano y temiendo que se cansara demasiado pronto de la concentración y la disciplina que necesitaría durante su estancia en Terayama, Shigeru le permitió marcharse con Kiyoshige y los demás capitanes a comprobar las capacidades y la disponibilidad de los guerreros de Yamagata, tarea a la que Takeshi se aplicó con presteza.
Se reunían al atardecer para bañarse y cenar. Kiyoshige, por lo general, aprovechaba entonces para tomar el pulso de la ciudad, según sus propias palabras. Shigeru no permitía que Takeshi le acompañara, a sabiendas de que "el pulso de la ciudad" solía encontrarse en las casas de placer, entre las hermosas mujeres de Yamagata; pero la información que Kiyoshige conseguía en tales incursiones le resultaba de utilidad a Shigeru. Nagai había planteado, si bien con cierta reticencia, que tal vez Shigeru deseara conocer a algunas bellas mujeres, pero éste declinó la invitación. Parecía un insulto innecesario hacia su esposa y no deseaba herir a Akane rompiendo la promesa de no provocarle celos. Además, su negativa agradó a Nagai hasta tal punto que, sólo por eso, mereció la pena.
De modo que cuando Kiyoshige envió un mensaje cierto día, a media tarde, anunciando que le acompañaba una mujer que quería presentar a Shigeru, éste se sintió inclinado a rehusar en un primer momento. Las reuniones del día habían sido prolongadas y tediosas; le dolía la cabeza y estaba hambriento. No tenía intención alguna de acostarse con la mujer que traía Kiyoshige, por muy atractiva que fuera, así que no tenía sentido conocerla. Envió una respuesta a tal efecto; pero una hora después, mientras terminaba de cenar y conversaba con Nagai acerca de las disposiciones para el día siguiente, el propio Kiyoshige acudió a la sala y compartió con ellos unos tragos de vino.
—Señor Shigeru, cuando hayas terminado dedícame unos minutos de tu compañía. La muchacha te complacerá, te lo prometo. Procede de Kumamoto; toca el laúd y canta. Creo que te gustarán sus canciones.
"Kumamoto, residencia de los Arai."
—Tal vez os acompañe durante un rato —respondió Shigeru.
—Estaremos en el Todoya —repuso Kiyoshige—. Ven en cualquier momento; te esperaremos toda la noche.
Nagai permaneció sentado sin pronunciar palabra, con un gesto de desaprobación en el rostro. Shigeru lamentó que su brillante reputación quedase un tanto deslustrada, pero el hecho de mantener en secreto sus negociaciones con los Seishuu resultaba de mayor importancia. No se marchó de inmediato, pues no deseaba ofender a Nagai. Continuaron conversando alrededor de una hora; al principio, sobre asuntos administrativos y luego, después de la tercera garrafa de vino, sobre la pasión de Nagai por la jardinería. Por fin Shigeru se levantó y dio las buenas noches a su acompañante. Se dirigió a las letrinas para orinar y luego, tras llamar a dos guardias para que le acompañaran, se alejó caminando desde la residencia hasta las puertas del castillo cruzando el patio interior.
Apenas podía considerarse un castillo como tal, aunque los cimientos y los muros del foso estaban construidos de piedra. Emplazada en pleno corazón del País Medio, la ciudad de Yamagata nunca había sufrido ataque alguno y no estaba edificada para la defensa. Shigeru meditaba sobre esta circunstancia mientras atravesaba el puente que cruzaba el foso. Los edificios destinados al alojamiento eran todos de madera; aunque estaban protegidos por tapias y portones resistentes, podían ser atacados con facilidad. Se decía que Iida Sadamu se estaba construyendo un poderoso castillo en Inuyama. ¿Deberían los Otori fortificar sus ciudades de la misma manera? Se trataba de otro asunto más que debía discutir con Nagai.
Rondaba la segunda mitad de la hora del Jabalí. No había luna, pero las constelaciones de estrellas relucían en la noche fría y clara. En el aire se apreciaba un indicio de escarcha y el aliento blanco de los hombres se hacía visible a medida que una ligera bruma se elevaba desde la superficie del agua. En la orilla, los juncos emergían como lanzas y las ramas alargadas de los sauces, ahora casi desnudas, se veían envueltas en el pálido vapor.
La ciudad estaba tranquila, pues casi todos sus habitantes ya dormían. Sólo unas cuantas posadas y casas de placer mantenían a sus puertas lámparas encendidas, que emitían un resplandor anaranjado. Desde el interior llegaban sonidos de música, de mujeres que cantaban y hombres que reían con voces estridentes a causa del vino.
El Todoya estaba situado a la orilla del río, y sus verandas se extendían por encima del agua. Bajo ellas había amarradas largas barcas, y de las esquinas de los aleros y los extremos de las embarcaciones colgaban linternas. Sobre las verandas se habían colocado braseros y varias personas se sentaban en el exterior, arropadas con pieles de animales, y disfrutaban del resplandor de la noche otoñal. Dos de los hombres de Kiyoshige estaban apostados junto a la entrada principal. Reconocieron a Shigeru, y uno de ellos llamó a una criada para que fuera a avisar a Kiyoshige en tanto que el otro se arrodilló para desabrochar las sandalias del recién llegado.
Kiyoshige apareció, brindó a su amigo una sonrisa de complicidad y le condujo a una sala en la parte posterior del edificio. Se trataba de una estancia privada, reservada para invitados especiales. Era espaciosa, confortable y caldeada por dos braseros de carbón, aunque las puertas —que daban al jardín— se hallaban abiertas. No corría una brizna de viento. El agua goteaba de una fuente y resonaba levemente, como un cascabel. De vez en cuando se escuchaba el murmullo de una hoja al caer.
Una joven de unos diecisiete años se encontraba arrodillada junto a uno de los braseros. Era menuda, pero no endeble o frágil como la esposa de Shigeru. Sus extremidades se veían fuertes, casi musculosas, y bajo la túnica se adivinaba un cuerpo firme y compacto. Hizo una reverencia hasta tocar el suelo con la frente cuando Shigeru entró en la habitación, y se incorporó cuando Kiyoshige se lo indicó. Mantuvo la mirada baja, y su conducta en general indicaba modestia y refinamiento; pero Shigeru receló que era, en parte, fingida. Sus sospechas se confirmaron cuando la joven levantó la vista, se encontró con la mirada de él y la sostuvo. Sus ojos reflejaban una agudeza e inteligencia extraordinarias. "Es más de lo que aparenta —pensó de pronto Shigeru—. Debo ser cauteloso en extremo con mis palabras".
—Señor Otori. Es un gran honor —dijo ella. Su voz resultaba suave, y también refinada; su manera de hablar era formal y cortés. Aun así, se encontraba en una casa de placer. Shigeru no conseguía situarla—. Me llamo Shizuka.
De nuevo, él percibió otra señal más de ocultación. El nombre significaba "serenidad", y aquella mujer no parecía serena en absoluto. Shizuka sirvió vino a sus dos acompañantes.
—Tengo entendido que vienes de Kumamoto —comentó Shigeru, como queriendo iniciar una conversación trivial.
—Mi madre vive allí, pero tengo muchos parientes en Yamagata. Me apellido Muto. El señor Otori debe haber oído hablar de nosotros.
Shigeru recordó, de los archivos de Nagai, un comerciante con ese apellido, un fabricante de productos de soja; incluso podría localizar la casa en la que vivía.
—Entonces, ¿estás de visita con tus familiares?
—Con frecuencia vengo a Yamagata con ese propósito. —Lanzó una mirada a Kiyoshige y bajó el tono de voz—. Perdonadme que me acerque, señor Otori. No quiero que nos escuche quien no debe.
La mujer fue arrastrándose hacia él hasta que ambos estuvieron sentados rodilla con rodilla. Shigeru olía la fragancia de la joven y no pudo evitar pensar en lo atractiva que era. Cuando hablaba, su voz no perdía la nota femenina, pero se expresaba de manera directa y sin rodeos, como un hombre.
—Vuestro pariente, Otori Danjo, fue a Kumamoto hace dos semanas —dijo Shizuka—. Tiene la misma edad que el hijo mayor del señor Arai, llamado Daiichi. Se conocieron en Maruyama cuando eran niños; ambos se entrenaron con Sugita Haruki. Aunque supongo que el señor Otori está al tanto de todo esto.
—Sabía que la madre de Danjo pertenece a la familia Sugita, claro está; pero no tenía noticia de que él conociera a Arai Daiichi.
—Él y Danjo se alegraron de volver a verse, y el señor Arai se sintió complacido al enterarse de la buena salud del señor Otori. Yo mantengo un estrecha relación con el señor Arai —prosiguió Shizuka—, por eso estoy aquí. He venido a petición suya.
¿Estrecha relación? ¿A qué se refería? ¿Acaso eran amantes? ¿Sería ella la amante oficial de Arai, de la misma forma que Akane era la suya propia? ¿O sería tal vez una espía, enviada por Iida para tenderle una trampa y que Shigeru le revelara sus planes?
—Confío en tener el placer de conocer al señor Arai en persona —respondió él sin comprometerse. Por un momento se sintió como la garza del blasón de los Otori, observando el agua opaca, aguardando a que algún animalillo se moviera para atraparlo con el pico.