Eriko respondió:
—Él conoce todo lo que guardas en tu corazón. Su primer mandamiento es amarle; el segundo, amar a todos los hombres y perdonar a quienes nos odian. Es por el amor por lo que no matamos; se trata de una decisión que sólo el Secreto puede tomar. Pero vivimos en este mundo; en mi opinión, si nos arrepentimos nos comprenderá y nos ofrecerá su perdón.
—Y te perdonará a ti —añadió Sachie, tomando a Naomi de la mano.
Eriko la agarró de la otra mano y ambas hermanas permanecieron sentadas con la cabeza agachada. Naomi sabía que estaban rezando, y trató de apaciguar sus propios sentimientos y el latido de su corazón.
"Se engañan a sí mismas —pensó—. No existe nada de lo que ellas creen, y de existir yo no podría escuchar su voz, puesto que soy gobernante y debo gobernar imponiendo mi poder".
Aun así, a medida que el silencio se intensificaba, cayó en la cuenta de algo más allá de sí misma, de una presencia superior que se alzaba sobre ella y, al mismo tiempo, aguardaba humildemente a que Naomi la aceptara. De pronto entendió que podía tratarse; del más sagrado voto de fidelidad que nadie pudiera ofrecer; resultaba posible arrodillarse ante aquella presencia y someterse a ella genuinamente, en cuerpo y alma. Era lo contrario al poder terrenal de señores de la guerra como Iida, y quizá se trataba del único poder capaz de poner freno a semejantes hombres.
Se dirigió a aquella fuerza invisible y susurró:
—Lo lamento.
Entonces percibió un ligero roce, como una mano curativa en el corazón.
A lo largo del invierno Naomi conversó a menudo con Eriko y Sachie, y rezaba junto a ellas. Antes del comienzo del nuevo año fue aceptada en la comunidad de los Ocultos.
Se dio cuenta de que existían diferentes niveles de creencia, y de que mucha gente de la que ella no había sospechado abrazaba la doctrina. Se despertó a la realidad de la red que los Ocultos habían tejido por todo el dominio de Maruyama y por el resto de territorios del Oeste; de hecho, por la totalidad de los Tres Países, aunque en las tierras de los Tohan seguían siendo perseguidos. Se comentaba entre susurros que el propio Iida tomaba parte activa en las persecuciones, debido al placer que la matanza le proporcionaba.
Por diferentes motivos, Naomi luchaba contra la misma doctrina que acababa de adoptar. No era una decisión sencilla. El orgullo que sentía por su propia posición, por su familia, le hacía retraerse a la hora de colocarse al mismo nivel de la gente corriente. Consideraba que siempre había tratado con justicia a las personas bajo su mando, pero verlas como iguales le resultaba extraño y, hasta cierto punto, insultante. Con todo, el hecho de tener fe le aportaba un sentimiento de perdón, y el perdón le otorgaba la paz.
Existían otros conflictos en su interior cuya solución parecía imposible. La doctrina de los Ocultos prohibía matar; sin embargo, la muerte de Iida era la única manera de liberar a su hija y de que no sólo la propia Naomi consiguiera la felicidad, sino también que en los Tres Países reinara la concordia. Le vinieron a la mente las conversaciones que había mantenido con Shigeru acerca del asesinato. ¿Debía ahora ella abandonar todos esos planes y dejar el castigo de Iida en manos del Secreto, quien todo lo veía y de todos se encargaba después de la muerte?
"La red del Cielo es amplia, pero estrecha es su malla", se recordó a sí misma.
Pensaba en Shigeru constantemente, aunque abrigaba pocas esperanzas de volver a verle o tener noticias de él. El hecho de que hubieran estado a punto de descubrirlos la alarmaba y le producía angustia; no podía soportar la idea de volver a correr semejante riesgo. Aun así, le añoraba con todas sus fuerzas, le seguía amando profundamente y ahora deseaba hablarle del hijo de ambos y solicitar su perdón. Durante el invierno le escribió cartas que confiaba en enviarle a través de Shizuka, pero luego las rompía en pedazos y las quemaba.
Llegó la primavera. Las nieves se habían derretido y, de nuevo, mensajeros, viajeros y vendedores ambulantes comenzaron sus desplazamientos de un lado a otro de los Tres Países. Por fortuna, Naomi no disponía de mucho tiempo para sumirse en sus pensamientos, pues siempre estaba atareada. Tuvo que volver a hacerse con el control y el liderazgo de su clan, que se le había escapado en cierta forma mientras estuvo indispuesta. Incluso cuando el estado del tiempo se estropeaba y no era posible salir a cabalgar, se celebraban numerosas reuniones con los notables del clan, ya que habían de tomarse muchas decisiones acerca del comercio, la industria, la minería y la agricultura, los asuntos militares y la diplomacia.
Cuando disponía de tiempo le gustaba retirarse a media tarde, junto a Sachie y Eriko, al pabellón del té construido por su abuela; allí servía la infusión a sus damas de compañía. El ritual guardaba ciertas similitudes con el alimento compartido de los Ocultos. Mari, la criada, solía asistirlas; les llevaba agua caliente y pastelillos de castañas dulces o de pasta de soja, y con frecuencia Harada Tomasu se unía a las señoras para rezar con ellas.
Cierto día del quinto mes, para deleite de Naomi, se anunció la llegada de Shizuka y Mari condujo a la recién llegada hasta el jardín.
Shizuka entró en el pabellón del té y se arrodilló delante de Naomi; luego se incorporó y le examinó el rostro.
—La señora Maruyama se ha recuperado —dijo en voz baja—, y ha recobrado toda su belleza.
—Y tú, Shizuka, ¿qué tal estás? ¿Dónde has pasado el invierno? —preguntó Naomi; le daba la impresión de que Shizuka se mostraba inusualmente pálida y taciturna.
—He pasado todo el invierno en Noguchi, con el señor Arai. Pensé que ahora podría desplazarme a Hagi; pero ha sucedido algo aquí, en Maruyama, que me ha alarmado.
—¿Puedes decirme de qué se trata? —preguntó Naomi.
—Quizá no sea nada de importancia; tal vez se trate de imaginaciones mías. Me pareció ver a mi tío Kenji por la calle. Bueno, en realidad no le vi, más bien le olí (tiene un olor muy característico), y me di cuenta de que había utilizado uno de los poderes de la Tribu para ocultar su presencia. Avanzaba por delante de mí, contra el viento, de modo que no creo que me viera. Pero el hecho me preocupó. ¿Qué hace en Maruyama? Rara vez llega tan lejos en el Oeste. Temo que me esté espiando. He debido de despertar sus sospechas de alguna manera. No puedo acudir a Hagi, pues mi amistad con el señor Shigeru quedaría al descubierto, y si la Tribu llegara a enterarse...
—¡Ve, te lo ruego! —suplicó Naomi—. Le escribiré ahora mismo; me daré prisa, no te detendré.
—No creo que deba transportar cartas —razonó Shizuka—. Es demasiado peligroso. Decidme vuestro mensaje. Si considero que resulta seguro, no sólo para mí sino para todos, intentaré visitar al señor Shigeru antes del verano.
—Sachie, prepara té para Shizuka mientras yo me concentro unos momentos y pienso qué decir —indicó Naomi, pero antes de que Sachie pudiera hacer movimiento alguno, Mari llamó en voz baja desde el umbral.
—Señora Maruyama, Harada Tomasu tiene algo que deciros. ¿Puede pasar?
Shizuka se quedó quieta.
—¿Quién es Harada? —preguntó entre susurros.
—Era lacayo de Shigeru —respondió Naomi—. No tienes nada que temer. —Harada era el antiguo guerrero Otori que tiempo atrás había entregado a Shigeru un mensaje de Naomi y había organizado el primer encuentro de ambos. Naomi le tenía en gran estima por esa razón, y también porque había hablado con él en numerosas ocasiones acerca de las creencias de los Ocultos—. ¿Traerá quizá un mensaje de Hagi?
Naomi sintió que sus manos, con las que rodeaba el delicado cuenco de porcelana, le empezaron a temblar provocando ondas diminutas en la superficie del té. Se dirigió a Mari:
—Sí, que venga inmediatamente.
La criada hizo una reverencia y se marchó. Al cabo de unos momentos regresó con Harada.
Naomi saludó con afecto al hombre tuerto. Se le veía más delgado y enjuto, como si el fuego de sus convicciones le estuviera consumiendo por dentro.
—Señora Maruyama, siento que debo acudir a Hagi a ver al señor Otori.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Naomi un tanto alarmada.
—No he tenido noticias del señor Otori desde hace meses —respondió Harada—. Por lo que sé, se encuentra bien. Pero considero que debo comunicarle cierta información de la que me he enterado recientemente.
—¿Puedes decirme de qué se trata?
—Hay un buhonero que viaja desde Inuyama; también ha estado en Hagi con frecuencia. Es uno de los nuestros, y nos trae noticias de nuestra gente en el Este y en el País Medio. El año antepasado, por primera vez, viajó más allá de la capital y se adentró en las montañas; regresará a aquel lugar este verano. Se le escapó que allí vive un chico que se parece a los Otori.
Naomi se quedó mirándole, confundida.
—¿Qué quieres decir?
—Puede que no sea nada importante. Acaso sea un hijo ilegítimo...
—¿De Shigeru? —preguntó Naomi con voz forzada.
—No, no me refiero a eso. El muchacho debe de tener unos quince o dieciséis años, es casi un hombre; pero, sin lugar a dudas, pertenece a los Otori —la voz se le iba apagando—. Puede que esté yo exagerando, pero tengo el palpito de que al señor Shigeru le gustaría enterarse.
Shizuka estaba arrodillada a un lado, en silencio. Ahora, tomó la palabra:
—Señora Maruyama, ¿puedo hacerle una pregunta a este hombre?
Naomi asintió, agradecida por la interrupción.
"Es demasiado mayor para ser hijo de Shigeru", pensaba con una mezcla de alivio y decepción. "Aunque quizá estén emparentados de alguna manera."
—¿Se fijó el buhonero en alguna otra cosa? —preguntó Shizuka con voz apremiante—. Por lo que dices, habla de un parecido en la cara. ¿Llegó a ver las manos del chico?
Harada se quedó mirándola.
—Pues sí, así fue —lanzó una fugaz mirada a Naomi y solicitó:— ¿Señora Maruyama?
—Puedes hablar —respondió Naomi.
—Se fijó en las manos porque el muchacho es uno de los nuestros, uno de los Ocultos —dijo Harada en voz baja—. Quiso agarrar el sable y el buhonero se percató de que una línea le atravesaba las palmas.
—¿Como la mía? —preguntó Shizuka, mostrando sus manos hacia arriba.
—Imagino que sí. El buhonero tomó cariño a la familia, y ahora está preocupado por ella. Muchos de nuestros hermanos están muriendo en el Este.
Todos los presentes se quedaron mirando las manos de Shizuka, observando la línea recta que parecía cortar las palmas en dos.
—¿Qué significa? —preguntó Naomi.
—Significa que tengo que acudir a Hagi de inmediato, por peligroso que sea —repuso Shizuka—, e informar al señor Shigeru. No hace falta que vayas —le dijo a Harada—. Tengo que ir yo en persona. ¡Tengo que contárselo!
Naomi pensó que aquel muchacho sería como un obsequio que Shizuka le ofrecería a Shigeru; como un regalo que reemplazaría al niño que había tenido que matar. Naomi vio en el asunto la mano del Secreto. Ése era el mensaje que Shizuka debía llevarle de parte de Naomi. Sorprendida y agradecida a un tiempo, se levantó.
—Sí, acude a Hagi y comunícaselo al señor Otori. Tienes que ponerte en marcha cuanto antes.
Shigeru pasaba los días supervisando sus tierras —la cosecha de sésamo había resultado ser un éxito— y las noches, organizando la información acerca de la Tribu que Shizuka le proporcionaba. Desde hacía tiempo, Chiyo había decidido que Shizuka era una mujer del barrio de las licencias y aprobaba con entusiasmo su presencia en la casa, si bien se daba cuenta de la necesidad de mantener las visitas en secreto y evitar que llegaran a oídos de la madre de Shigeru. La anciana sirvienta siempre se aseguraba de que no los molestaran.
Durante años Shigeru había llevado muchas vidas diferentes, independientes unas de otras, secretas entre sí. Con el paso del tiempo fue adquiriendo un agrado por el fingimiento y convirtió su existencia entera en una serie de simulaciones, pasatiempo que desarrollaba con elegancia y talento innatos. Las tragedias de su vida le habían curtido; no le hacían sentir menos compasión hacia los demás, pero sí hacia él mismo, lo que le conducía a un distanciamiento de su propio yo que le aportaba un sentimiento de libertad. No había rastro de autocompasión en su naturaleza. Mucha gente deseaba su muerte, pero él no estaba dispuesto a sucumbir a la malevolencia de sus enemigos, ni a cargar con su odio. Abrazaba la vida si acaso con mayor entusiasmo y se deleitaba con los placeres que ofrecía. Cierto era que el destino le había tratado con dureza, pero no se consideraba una víctima de semejante destino. Al contrario, se sentía agradecido por su vida y todo lo que había aprendido de ella. Recordaba lo que Matsuda le había dicho: "Aprenderás aquello que te convierte en un hombre".
La batalla había sido más dura que la de Yaegahara, pero no había terminado en derrota.
* * *
—He localizado a tu sobrino Kikuta —espetó Shizuka sin esperar apenas a que Shigeru la saludara o la condujera al interior de la casa, más seguro, antes de anunciar la noticia entre susurros.
Era el final del sexto mes; Shigeru no había contado con recibir visitas durante las lluvias de la ciruela, pero ahora que estaban a punto de terminar, a diario confiaba en la llegada de Shizuka.
—¡Cuánto tiempo ha pasado! —exclamó, sorprendido por el placer que le proporcionaba verla y atónito por lo que acababa de comunicarle. La propia Shizuka temblaba de emoción—. Estaba preocupado por ti —prosiguió Shigeru—. Hacía mucho que no tenía noticias tuyas, y este año no he visto a Kenji.
—Señor Shigeru, no podré volver más. Me temo que me espían. Estoy aquí únicamente por la importancia de la noticia, y porque he estado en Maruyama.
—¿Está ella bien?
—Ahora, sí; pero el año pasado... después de vuestro encuentro en Terayama...
No hizo falta que diera más explicaciones; era lo que Shigeru había temido cada vez que se encontraban.
—¡No! —exclamó él, al tiempo que notaba cómo el sudor le brotaba de la frente y pequeñas manchas danzaban ante sus ojos. Escuchó a Shizuka como si ésta le hablara desde una gran distancia.
—Solicita que la perdones.
—Soy yo quien debería pedirle perdón. Ha sido ella quien ha pasado por el trance de tomar la decisión, ella quien ha soportado todo el sufrimiento. ¡Yo ni siquiera estaba enterado! —notó que la furia le recorría el cuerpo de una manera que no recordaba desde hacía años—. Tengo que matar a Iida. O darme muerte. No podemos seguir viviendo así.