* * *
Era inusual que llegaran hasta Mino desconocidos o viajeros. La aldea se hallaba escondida en las montañas; no existía ninguna carretera por los alrededores, tan sólo los senderos que atravesaban las cordilleras y discurrían a lo largo del río que cruzaba el valle. Ambas rutas eran poco menos que intransitables, pues estaban cubiertas de vegetación por la falta de uso. Varios años atrás, un corrimiento de tierras había bloqueado prácticamente la senda que discurría por el valle. De vez en cuando, algún que otro habitante de la aldea traspasaba el puerto de montaña que conducía a Hinode y regresaba con noticias y rumores. Habían pasado casi dieciséis años desde que llegara el desconocido y volviera a desaparecer; y más de catorce desde el nacimiento de su hijo. Tomasu se había convertido en un joven muy atractivo. Nadie se atrevía a burlarse de él y ya no se enzarzaba en peleas. Tanto los chicos como las chicas, según se percató Shimon, le perseguían, y ello hizo que su padrastro empezara a reflexionar sobre la cuestión del matrimonio. Proporcionó a Tomasu más tareas que llevar a cabo, exigiendo que pasara menos tiempo corriendo como un salvaje por la montaña y que trabajara junto con los hombres de la aldea y se preparase para la vida adulta.
Por lo general, Tomasu le obedecía; pero un atardecer a principios del séptimo mes desapareció en el bosque, tras explicar a su madre que iba a buscar setas. Shimon, que regresaba agotado de un lejano campo de cultivo donde habían estado recolectando la última cosecha de judías, escuchó la voz de su esposa, que hacía eco por el valle:
—¡Tomasu! ¡Vuelve a casa!
Shimon se sentó pesadamente sobre el peldaño de madera a la puerta de la vivienda. Tenía el cuerpo agarrotado y le dolían las articulaciones. El aire de la noche presagiaba escarcha; el invierno no tardaría en llegar.
—Juro que le descuartizaré en ocho pedazos —refunfuñó Sara mientras trasladaba agua para que su marido pudieran lavarse.
—
Ummm -
-gruñó él, divertido, a sabiendas de que su mujer jamás cumpliría la amenaza.
—Dijo que iba a buscar setas, pero no era más que una excusa.
La mayor de las dos hijas llegó corriendo a la casa. Los ojos le resplandecían de emoción y sus mejillas se veían de un rosa brillante a causa del aire helado.
—¡Padre! ¡Padre! Tomasu viene hacia aquí, y le acompaña un hombre.
Shimon se levantó, alarmado. Sara dirigió la vista a la montaña, protegiéndose los ojos con la mano.
La luz empezaba a dar paso al crepúsculo. Tomasu emergió de la oscuridad guiando a un hombre robusto y de corta estatura, que acarreaba una pesada carga en un armazón de bambú que llevaba a la espalda. A medida que cruzaban la última acequia, Tomasu gritó:
—¡Le encontré en la montaña! ¡Se había perdido!
—No hace falta que se entere el mundo entero —masculló Shimon, pero los aldeanos ya estaban saliendo de sus casas para quedarse mirando al recién llegado. Shimon paseó la vista a su alrededor. Toda su vida había convivido con aquellas personas; en realidad no conocía a nadie más, con la excepción del último forastero que había salido del bosque y tanto sufrimiento le había causado. Shimon sabía, por descontado, cuáles de las familias pertenecían a los Ocultos y cuáles no; pero para un extraño todos ellos eran indistinguibles.
Tomasu llevó al hombre hasta el escalón de la puerta de entrada.
—Le dije que le daríamos de comer. Puede pasar la noche con nosotros y mañana le enseñaré el sendero hacia Hinode. Viene de Inuyama.
El rostro del muchacho se veía radiante de pura emoción.
—También encontré setas —anunció, entregándoselas a su madre.
—Estoy agradecido a tu hijo —dijo el recién llegado, retirándose el fardo de la espalda y soltándolo sobre el escalón—. Me dirigía a un pueblo llamado Hinode, pero nunca había venido por estas tierras y perdí el rumbo por completo.
—Nadie viene nunca por aquí —respondió Shimon con cautela. El desconocido miró a su alrededor. Una reducida multitud se había congregado delante de la casa. Todos los presentes miraban con abierto interés, si bien mantenían sus distancias. De pronto Shimon los vio a través de los ojos de aquel hombre; se fijó en sus ropas viejas y remendadas, en sus piernas desnudas y sus pies descalzos, en sus rostros enjutos y cuerpos delgados—. Entenderás la razón; la vida por aquí no es fácil.
—Incluso la vida más difícil necesita un poco de desahogo, un poco de aderezo —dijo el hombre, en cuya voz se apreciaba ahora una nota zalamera—. Déjame que te enseñe lo que llevo en el fardo. Soy buhonero. Vendo agujas y cuchillos, hilos y cintas, incluso piezas de tela, nueva y no tan nueva. —Se giró e hizo una seña a los aldeanos—. ¡Venid a mirar!
Se puso a desenvolver los bultos que llenaban el armazón de bambú.
Shimon se echó a reír.
—¡No pierdas el tiempo! Supongo que no regalarás esas cosas, ¿verdad? No tenemos nada que darte a cambio.
—¿No tenéis monedas? —preguntó el hombre—. ¿Ni plata?
—Nunca hemos visto nada de eso —respondió Shimon.
—Bueno, aceptaré té o arroz.
—Nos alimentamos sobre todo de mijo y cebada; hacemos el té con ramitas del bosque.
El buhonero dejó de desenvolver.
—¿No tenéis nada para hacer trueque? ¿Qué tal alojamiento por una noche, un cuenco de mijo y una infusión de ramitas? —sugirió, riéndose entre dientes—. Suena como una fortuna para un hombre que se enfrentaba a una noche fría sobre el duro suelo.
—Pues claro que eres bienvenido a alojarte con nosotros, pero no esperamos nada a cambio —dijo Shimon. A continuación se dirigió a su hija, que había estado observando al buhonero sin moverse—. Maruta, trae agua para nuestro invitado. Tomasu, lleva sus pertenencias dentro de la casa. Esposa, seremos uno más para la cena.
Shimon sintió una punzada de lástima a medida que su estómago le recordaba lo que significaba una boca más que alimentar, pero en seguida apartó a un lado aquel sentimiento. ¿No decía una de las antiguas enseñanzas que había que dar la bienvenida a los desconocidos, pues podían ser ángeles disfrazados?
Ahuyentó al resto de los aldeanos fingiendo hacer caso omiso de las súplicas de éstos para que, al menos, les permitiera mirar las agujas, las telas y los cuchillos, artículos preciosos para ellos; pero en su fuero interno se preguntaba si quizá podría conseguir unas cuantas agujas para las mujeres, algo bonito para las niñas...
Su esposa añadió las setas a la sopa. El interior de la casa estaba humeante y cálido. Fuera, el frío aumentaba por momentos. De nuevo pensó que aquella noche tendrían la primera escarcha.
—En efecto, habrías pasado frío durmiendo al raso —comentó Shimon mientras Sara servía la sopa en los viejos cuencos de madera.
Madaren, la niña más pequeña, empezó inocentemente a pronunciar la primera oración antes de la cena. Su madre levantó una mano para silenciarla; pero el buhonero, en voz muy baja, terminó la plegaria y acto seguido inició la segunda oración.
Se produjo un momento de silencio y, luego, Shimon susurró:
—¿Eres de los nuestros?
El buhonero asintió.
—No sabía que hubiera de los nuestros por aquí; nunca había oído hablar de esta aldea. —Se bebió la sopa ruidosamente—. Dad gracias para que nadie sepa de vuestra existencia, porque Iida Sadamu nos odia y son muchos los que han muerto en Inuyama. La persecución llega ya hasta Yamagata, en el País Medio, y Noguchi, en la frontera con el Oeste. Si alguna vez Iida consigue conquistar los Tres Países, nos borrará de la faz de la tierra.
—No somos una amenaza para el señor Iida, ni para nadie —intervino Sara—. Además, aquí estamos a salvo. Mi marido e Isao, nuestro líder, son respetados; ayudan a todo el mundo. La población entera nos aprecia; nadie nos hará daño.
—Rezo para que Él os proteja —dijo el buhonero.
Shimon notó una expresión de desconcierto en los ojos de su hija.
—Estamos a salvo bajo Su protección —añadió con cierta precipitación, al temer que el desconcierto de la pequeña pudiera dar paso al miedo—. Como los polluelos bajo el ala de la gallina.
Cuando la frugal cena hubo concluido, el invitado insistió en mostrarles su mercancía.
—Tenéis que elegir algo en pago por vuestra hospitalidad, como os he dicho.
—No es necesario —respondió educadamente Shimon; pero sentía curiosidad por ver qué otras cosas llevaba aquel hombre. Además, seguía pensando en las agujas, que tan útiles resultaban; se rompían y se extraviaban con facilidad, y costaba mucho reemplazarlas.
Sara fue a buscar una de las lámparas. Apenas las encendían, pues solían irse a dormir en cuanto oscurecía. La desacostumbrada luz y los preciosos objetos provocaron que un ambiente de expectación inundara la casa. Las niñas clavaban sus ojos brillantes en el buhonero en tanto que éste desenvolvía piezas cuadradas de tela con hermosos motivos, agujas, una pequeña muñeca tallada en madera, cucharas fabricadas con laca roja, madejas de hilo de colores, una pieza de tejido de cáñamo teñido de añil y varios cuchillos, uno de los cuales más bien parecía una espada corta, aunque la empuñadura era lisa y la hoja carecía de vaina.
Shimon se dio cuenta de que los ojos de Tomasu se clavaban en la espada y de que, cuando el muchacho se inclinó hacia delante para mirarla más de cerca, su mano derecha pareció curvarse como si ya estuviera colocando el arma junto a la línea que le cruzaba la palma.
El buhonero, que le observaba, frunció las cejas ligeramente.
—¿Te gusta? ¡Pues no está bien!
—¿Por qué llevas instrumentos para matar? —preguntó Sara con voz serena.
—La gente me ofrece cosas a cambio —respondió el hombre, levantando la espada con cuidado y volviendo a envolverla—. La venderé en algún sitio.
—¿Por qué nosotros no tenemos armas? —preguntó Tomasu entre susurros—. Si así fuera, no estaríamos tan indefensos ante los que nos quieren matar.
—El Secreto es nuestra defensa —repuso Shimon.
—Es mejor morir que quitar la vida a otros —añadió Sara—. Es lo que te hemos enseñado desde que naciste.
El muchacho se ruborizó levemente a causa de los reproches por parte de sus padres y no respondió.
—¿Mató ese cuchillo a alguien? —preguntó Maruta, dando un ligero respingo hacia atrás como si se hallara en presencia de una serpiente.
—Para eso se ha fabricado —respondió Shimon.
—También para darse muerte a uno mismo —añadió el buhonero quien, al percatarse de las miradas atónitas de los niños, no pudo resistirse a adornar su comentario—. Los guerreros consideran que, bajo ciertas circunstancias, es honorable quitarse la vida. Se atraviesan el vientre con una espada como ésta.
—Es un pecado terrible —murmuró Sara y, tomando la mano de Maruta, trazó en ella el signo de los Ocultos—. Que el Secreto nos proteja no sólo de la muerte, sino también del pecado de matar.
Los dos hombres expresaron su asentimiento entre susurros, pero Tomasu argumentó:
—No es probable que nosotros matemos a nadie; no tenemos enemigos, ni tampoco armas. —Luego, pareció darse cuenta de la desaprobación por parte de su madre, y añadió con tono serio:— Yo también rezo para que nunca los tengamos.
Sara sirvió té a todos los presentes y terminaron la velada con una última oración para la llegada del reino de la paz. El buhonero entregó la muñeca a Madaren y unas cintas de color rojo para el cabello a Maruta. Shimon pidió agujas y recibió cinco de ellas.
A la mañana siguiente, antes de partir, el buhonero insistió en dejarles el tejido de cáñamo.
—Dile a tu mujer que te confeccione un manto nuevo.
—Es un tejido muy valioso —replicó Shimon—, y no hemos hecho casi nada por ti.
—Pesa demasiado —explicó el buhonero—. Me evitarás tener que acarrearlo. Estoy agradecido a vosotros; además, seguimos la misma doctrina, somos hermanos.
—Gracias —dijo Shimon, cogiendo la tela con alegría. Nunca había poseído nada tan costoso—. ¿Regresarás algún día? Serás bienvenido a nuestra casa siempre que quieras.
—Procuraré volver, pero pasarán meses. Tal vez el año próximo, o el siguiente.
—¿Adónde te diriges? —preguntó Shimon.
—Me disponía a ir a Hinode, pero me parece que voy a cambiar de planes. Quiero estar en el Oeste el año que viene. Si tu hijo me enseña el camino hacia el río Inugawa, puedo llegar a Hofu en barco antes del invierno.
—¿Viajas por todo el territorio de los Tres Países?
—He estado en todas partes, incluso en Hagi.
El buhonero recogió el armazón y Shimon le ayudó a ajustárselo a la espalda.
—Nunca he oído hablar de Hagi —admitió Shimon.
—Es la ciudad principal de los Otori, quienes fueron derrotados por Iida en la batalla de Yaegahara. ¡Tienes que haberte enterado de eso!
—Sí, nos enteramos —respondió Shimon—. ¡Qué terribles son las luchas entre clanes!
—Que Él nos proteja de ellas —dijo el buhonero. Se quedó en silencio unos segundos y luego sacudió la cabeza—. Bueno, tengo que marcharme. Gracias otra vez y cuidaos mucho.
Los dos hombres miraron a su alrededor en busca de Tomasu. Shimon se percató con aprobación de que el joven ya se encontraba manos a la obra, recopilando hojas caídas para extenderlas sobre los campos de cultivo vacíos, que se veían blancos a causa de la escarcha. Estaba a punto de llamarle cuando el buhonero comentó:
—No se parece a ti. ¿Es hijo tuyo?
—Sí —se escuchó decir Shimon, quien incluso añadió—: Ha salido al padre de mi mujer. —De pronto, la curiosidad y locuacidad de aquel hombre le inquietaron—. Yo mismo te enseñaré el camino —decidió. Temía que si Tomasu se marchaba con el buhonero, no volviera a regresar.
Una vez que su hija Mariko se hubo instalado en Inuyama a la edad de siete años en calidad de rehén, Maruyama Naomi se desplazaba dos veces al año a la ciudad de Iida Sadamu, ahora reconocida como la capital de los Tres Países. A veces, cuando el estado del tiempo era favorable, se sobreponía a su pánico al mar y tomaba un barco en Hofu; pero por lo general viajaba hasta Yamagata —donde a menudo se detenía varios días para visitar el templo de Terayama—, y tomaba la carretera que conducía a Inuyama. Atravesaba su propio dominio hasta la frontera con el País Medio a lomos de un caballo; a partir de allí, continuaba el viaje en palanquín con objeto de presentarse como una mujer frágil que no suponía amenaza alguna al señor de la guerra que retenía a su propia hija y que la utilizaría de cualquier manera posible con tal de tomar el control del dominio de Maruyama y del resto del Oeste, Iida estaba armando y entrenando a un gran número de hombres, y forzaba en mayor medida a las familias menos importantes a someterse a él con la amenaza de aniquilarlas. Casi todas cedían a la presión, si bien a regañadientes. A menudo entre los guerreros y los campesinos estallaban levantamientos contra Iida que conducían a un aumento de la represión y las persecuciones, y a los Seishuu les preocupaba cada vez más la posibilidad de que tomara por la fuerza lo que no conseguiría obtener a través del matrimonio.