Un joven que debe asumir el peso de la guerra. Una mujer que debe soportar el peso del deseo. Un país que empieza a arder por sus fronteras.
Llega por fin el episodio cero de la fabulosa saga Leyendas de los Otori. Después de El suelo del ruiseñor, Con la hierba de almohada, El brillo de la luna y El lamento de la garza, se descubre el origen de la leyenda.
Shigeru, heredero del clan de los Otori, se enfrenta a los ataques fronterizos de la ambiciosa familia lida y a la traición en el seno de su hogar por parte de sus propios tíos. Su educación como noble y su entrenamiento guerrero le han preparado para el liderazgo y el combate, pero el trágico destino y la impulsiva determinación del joven Shigeru lleva a los Tres Países a la guerra. Una guerra con brutales consecuencias. Es el principio de una gran saga.
Lian Hearn
La red del cielo es amplia
Leyendas de los Otori - 0
ePUB v1.1
OZN
26.05.12
2005,
Heaven's net is wide
Traducción: Mercedes Núñez
La red del Cielo es amplia,
pero estrecha su malla.
LAO TSEA
Los pasos eran tan ligeros que apenas se distinguían entre la infinidad de ruidos del bosque otoñal: el susurro de las hojas que se dispersaban bajo el viento del noroeste; el distante agitar de alas de los gansos que volaban hacia el sur; el eco de los sonidos de la aldea, allá lejos, a los pies de la montaña. Aun así, Isamu escuchó las pisadas y las reconoció. Colocó la herramienta para cavar sobre la hierba húmeda, junto con las raíces que había estado recogiendo, y se apartó. Su afilada hoja le hablaba, y él no deseaba ser tentado por herramienta o arma alguna. Se giró en la dirección por la que se aproximaba su primo y aguardó.
Kotaro se adentró en el claro del bosque en estado de invisibilidad, a la manera de la Tribu; pero Isamu no se molestó en ocultarse de la misma forma. Conocía bien las facultades de su primo, pues eran casi de la misma edad —Kotaro unos meses menor—; habían entrenado juntos, siempre esforzándose por aventajarse el uno al otro; y habían sido amigos, en cierta manera, así como rivales durante toda la vida.
Isamu creía haberse puesto a salvo en aquella remota aldea situada en la frontera oriental de los Tres Países, alejada de las grandes ciudades donde la Tribu prefería residir y ganarse la vida. En ellas, los miembros de la organización vendían sus poderes sobrenaturales al mejor postor y, en aquellos días de intrigas y contiendas entre guerreros, siempre encontraban trabajo en abundancia. Pero nadie escapa de la Tribu para siempre.
¿Cuántas veces había escuchado de niño aquella advertencia? En innumerables ocasiones se la había repetido a sí mismo, con el oscuro placer que las dotes ancestrales provocaban, mientras asestaba la puñalada silenciosa, efectuaba el giro del garrote o aplicaba su método preferido: el veneno que caía gota a gota en una boca dormida o un ojo desprotegido.
No dudaba de que el aviso resonaba en la mente de Kotaro en aquel preciso instante, a medida que la silueta de su primo surgía, trémula, ante la vista.
Durante unos instantes se contemplaron mutuamente sin pronunciar palabra. El propio bosque pareció quedarse mudo y, bajo el silencio, Isamu creyó escuchar la voz de su mujer, que llegaba desde la lejana aldea. Si él podía oírla, también lo haría Kotaro, pues los dos primos compartían el don de la agudeza extraordinaria de oído propio de los Kikuta, de la misma forma que ambos tenían la línea recta de la familia, que les atravesaba la palma de la mano.
—He tardado mucho tiempo en encontrarte —dijo Kotaro, por fin.
—Ésa era mi intención —replicó Isamu. La compasión era un sentimiento que aún le resultaba poco familiar, e Isamu notó la punzada de dolor que le causaba en su recién nacido corazón. Con pesar, volvió el pensamiento a la delicadeza de su joven esposa, a su alegría, a su bondad. Lamentó no poder evitarle el sufrimiento y se preguntó si durante el breve período de matrimonio ya habría plantado en ella una semilla de vida. También se cuestionó qué haría la muchacha tras la muerte de él. Encontraría consuelo en la gente de su aldea, y en el Secreto. Su fortaleza interior la sustentaría. Lloraría y rezaría por él; nadie en la Tribu haría algo semejante.
Siguiendo un instinto que apenas comprendía, como los pájaros de aquel agreste lugar a los que había llegado a conocer y a amar, Isamu decidió que retrasaría su propia muerte y adentraría a Kotaro en lo profundo del bosque. Acaso ninguno de los dos regresaría de sus inmensidades.
Se dividió en dos y envió su segundo cuerpo hacia su primo, en tanto que él salió corriendo a toda velocidad y en absoluto silencio. Sin apenas tocar el suelo con los pies, se desplazó entre los esbeltos troncos de los cedros jóvenes, saltó por encima de las rocas despeñadas y cruzó las cascadas, desapareciendo y volviendo a aparecer bajo la espuma, rozando ligeramente las piedras negras y resbaladizas que atravesaban los arroyos. Era consciente de todo cuanto le rodeaba: el cielo gris y el aire húmedo del décimo mes; el frío viento que anunciaba el invierno, recordándole que jamás volvería a ver la nieve; el distante y gutural bramido de un ciervo; el batir de alas y los ásperos graznidos de una bandada de cuervos a los que había perturbado durante su huida. Continuó corriendo, y Kotaro le seguía, hasta que horas más tarde y a kilómetros de distancia de la aldea que había convertido en su hogar, Isamu aminoró el ritmo para permitir que su primo le atrapase.
Se había adentrado en el bosque más que nunca; hasta allí no llegaban los rayos del sol. No tenía la menor idea de dónde se encontraba y abrigó la esperanza de que Kotaro se hubiera perdido. Confió en que su primo encontrase la muerte en aquellas montañas, en esa solitaria pendiente que asomaba a un profundo barranco. Pero no le mataría. Él, que tantas veces había matado, no volvería a dar muerte a nadie nunca más, ni siquiera para salvar su propia vida. Había formulado un juramento y sabía que no iba a romperlo.
El viento había cambiado la dirección hacia el este y se había tornado más frío, pero la persecución había hecho sudar a Kotaro; Isamu percibía las brillantes gotas de sudor a medida que su primo se aproximaba. Ninguno de los dos respiraba con dificultad, a pesar del gran esfuerzo. Bajo la engañosa constitución ligera de ambos se ocultaban músculos de hierro y años de entrenamiento.
Kotaro se detuvo y sacó una brizna de paja de su casaca. La colocó frente a sí y dijo:
—No es nada personal, primo mío; quiero que quede bien claro. La decisión ha sido tomada por la familia Kikuta. Lo echamos a suertes y yo saqué la paja más corta. Pero dime, ¿cómo se te ha ocurrido abandonar la Tribu?
Al ver que Isamu no contestaba, Kotaro prosiguió:
—Doy por hecho que eso es lo que tratabas de hacer. Es la conclusión a la que llegó toda la familia cuando no tuvimos noticias de ti durante más de un año, cuando no regresaste a Inuyama o al País Medio, cuando no llevaste a cabo los trabajos que se te habían encomendado, encargados (y pagados, podría añadir) por el mismísimo Iida Sadayoshi. Algunos argumentaron que habías muerto, pero nadie dio cuenta de tu muerte y a mí, en particular, me costaba creerlo. ¿Quién podría matarte, Isamu? Nadie sería capaz de acercarse lo suficiente para asesinarte con un puñal o un garrote. Nunca te quedas dormido, nunca te emborrachas; te has hecho inmune a los venenos, y tu cuerpo se cura solo de todas las enfermedades. Jamás ha existido un asesino como tú en la historia de la Tribu. Incluso yo he de admitir tu superioridad, aunque al decirlo se me queme la lengua. Y ahora te encuentro aquí, sano y salvo, a una enorme distancia de donde tendrías que estar. Tengo que admitir que has escapado de la Tribu, para lo que existe únicamente un castigo.
Isamu esbozó una leve sonrisa, si bien no pronunció palabra. Kotaro volvió a guardar la brizna de paja en un pliegue de la pechera de su casaca.
—No deseo matarte —añadió con voz queda—. Es la sentencia de la familia Kikuta, a menos que regreses conmigo. Como te he dicho, lo echamos a suertes.
Mientras hablaba, su postura era de alerta. Sus ojos se veían inquietos, su cuerpo entero se tensaba a la espera del inminente combate.
Isamu respondió:
—Yo tampoco deseo matarte, pero no regresaré contigo. Tienes razón al decir que abandoné la Tribu. La he dejado para siempre. Jamás volveré.
—En ese caso, cumpliendo órdenes, me veo en la obligación de ejecutarte —repuso Kotaro, empleando el lenguaje formal de quien comunica una sentencia de muerte—, por desobediencia a tu familia y a la Tribu.
—Lo asumo —respondió Isamu, también con extrema formalidad.
Ninguno se movió. A pesar del viento gélido, Kotaro seguía sudando profusamente. Los ojos de ambos se encontraron e Isamu notó la intensidad de la mirada de su primo. Ambos poseían la capacidad de provocar el sueño a sus adversarios, y ambos eran expertos en resistirla. El silencioso forcejeo se prolongó durante un buen rato, hasta que Kotaro puso fin al extraer su puñal. Sus movimientos resultaban torpes y desmañados, carentes por completo de su destreza habitual.
—Debes cumplir con tu obligación —dijo Isamu—. Te perdono, y rezo para que el Cielo te perdone también.
Sus palabras parecieron enervar a Kotaro todavía en mayor medida.
—¿Me perdonas? ¿Qué lenguaje es ése? ¿Quién de la Tribu perdona a nadie? Entre nosotros sólo existe la obediencia absoluta o bien el castigo. Si se te ha olvidado, es que te has convertido en un loco o en un necio. En cualquiera de los casos, la única cura es la muerte.
—Sé todo eso tan bien como tú. De la misma forma que sé que no puedo escapar de ti o de esta sentencia. De modo que llévala a cabo sabiendo que te absuelvo de toda culpa. No dejo detrás a nadie que pueda clamar mi venganza. Tú habrás obedecido a la Tribu y yo, a mi Señor.
—¿Acaso no vas a defenderte? ¿Ni siquiera tratarás de luchar contra mí? —exigió Kotaro.
—Si tratase de luchar contra ti, casi con seguridad te mataría. Tú y yo lo sabemos.
Isamu se echó a reír. Durante todos los años que él y Kotaro habían competido entre sí, jamás había sentido tanto poder sobre su primo. Abrió los brazos de par en par, dejando el pecho al descubierto, indefenso. Aún se estaba riendo cuando el puñal le atravesó el corazón. El dolor le inundó las entrañas, el cielo se oscureció, sus labios pronunciaron una despedida. Comenzó el viaje al que él mismo, en sus tiempos, había enviado a tantos otros. Su último pensamiento fue para la joven y para el cálido cuerpo en el que —aunque Isamu lo ignoraba— había dejado una parte de sí mismo.
Corrían los años en los que Iida Sadayoshi, el señor de la guerra que empleaba los servicios de numerosos miembros de la Tribu —entre ellos Kikuta Kotaro—, se hallaba embarcado en la misión de unificar el Este de los Tres Países y obligar a los clanes y las familias menos importantes a que se sometieran a la triple hoja de roble de los Tohan. El País Medio había estado bajo el control de los Otori durante cientos de años y el actual jefe del clan, el señor Shigemori, tenía dos hijos jóvenes, Shigeru y Takeshi, y dos hermanastros ambiciosos y siempre descontentos, Shoichi y Masahiro.