—¿Qué sabéis de mí, en realidad?
—En su carta, el señor Otori me decía que habías jurado ayudarle, que perteneces a la Tribu y que no debo decírselo a nadie. Sé que has vivido con Arai Daiichi durante años; da la impresión de que te aprecia mucho.
—Entonces, puedo continuar: a menos que mis parientes de la Tribu me den instrucciones diferentes. Por el momento, les parece bien que siga con Arai.
—Creía que eras libre para tomar tus propias decisiones —dijo Naomi.
—¿Acaso es libre para hacerlo alguna mujer? Vos y yo, por distintas razones, contamos con mayor libertad que la mayoría; sin embargo, no siempre podemos actuar como nos gustaría. Los hombres son brutales y despiadados; actúan como si nos amaran, pero nuestros sentimientos les son indiferentes. Como oísteis anoche, la esposa de Arai acaba de tener un hijo. Sabe de mi existencia, y de la de los niños. Arai ha convivido conmigo abiertamente desde que yo tenía quince años; aun así, no ha reconocido a mis hijos, aunque por lo que parece los quiere y se siente orgulloso de ellos. Diez años son muchos en la vida de un hombre. Me atrevo a decir que un día se cansará de mí y querrá quitarme de en medio. Os daréis cuenta de que no me hago ilusiones con respecto al mundo. Los niños sufren accidentes... —volvió la mirada al rostro de Naomi—. Perdonadme, no pretendía abrir viejas heridas. Pero no tengo la intención de dejar a mis hijos donde puedan sufrir daño. Además, llevan el apellido Muto, son niños de la Tribu. Ha llegado la hora de que empiecen su entrenamiento, como hice yo a su edad.
—¿En qué consiste ese entrenamiento? —preguntó Naomi con curiosidad—. ¿Para qué sirve?
—Señora Maruyama, seguro que habéis oído hablar de las actividades de la Tribu. Casi todos los gobernantes contratan sus servicios de vez en cuando.
—No conozco a los miembros de la Tribu que puedan residir en Maruyama, y jamás los he contratado —respondió Naomi, un tanto alarmada. Pasados unos instantes, añadió—: ¡Tal vez debería hacerlo!
—¿No os habló el señor Otori acerca de Bunta, el mozo de cuadra?
Naomi se giró hacia atrás sobre la silla de montar. Bunta cabalgaba a cierta distancia detrás de ellas, al lado de Sachie.
—¿Bunta pertenece a la Tribu?
—A través de él me enteré de vuestros encuentros con el señor Otori.
—¡Haré que le ejecuten! —replicó Naomi, indignada—. Sachie aseguró que Bunta guardaría mis secretos.
—Los guardó para con todo el mundo, excepto conmigo. Es una suerte que lo hiciera, pues así he podido protegeros al señor Otori y a vos. No se lo he contado a nadie más. No digáis nada, y no hagáis nada con respecto al chico. Puede mantenerme informada de vuestro paradero y vuestra seguridad. Si alguna vez necesitáis localizarme, hacedlo por medio de él.
Naomi se esforzó por poner freno a su estupor y su rabia. Shizuka había revelado todas aquellas cosas con absoluta calma, y ahora sonreía. Tratando de igualar su compostura, Naomi dijo:
—El señor Otori me contó que le habías jurado fidelidad. ¿Confía él en utilizar a la Tribu de alguna manera? Contra Iida, me refiero... ¿Podrías tú...?
Se detuvo, incapaz de mencionar la idea en voz alta, temerosa de que en aquel paisaje soleado donde aparentemente cabalgaban a solas pudiera haber espías escuchando la conversación.
—El señor Otori está esperando el momento oportuno —murmuró Shizuka, en un tono tan bajo que Naomi apenas alcanzaba a oírla—. Luego, pasará a la acción.
La compañía de Shizuka animaba a Naomi y le hacía concebir esperanzas; su alegre estado de ánimo continuó una vez que se hubieron despedido en Yamagata. Shizuka se dirigió, según dijo, a casa de su tío, y Naomi pasó la noche en una posada antes de partir al día siguiente hacia Terayama con Sachie, Bunta y dos guardias. Los hombres se quedaron con los caballos en la posada situada a los pies del templo; Naomi y Sachie ascendieron solas por el empinado sendero.
Partieron a primera hora de la mañana. El rocío ribeteaba los brotes de bambú y convertía en joyas las telarañas. Como de costumbre, Naomi notó que la paz espiritual del templo la iba envolviendo y, a medida que las dos mujeres caminaban en silencio, notó que se adueñaba de ella la familiar sensación de temeroso respeto. Llevaba la cabeza cubierta con un amplio chal y vestía ropas sencillas, como un peregrino corriente. No había enviado mensajes con antelación, por lo que no se esperaba su llegada.
En el patio principal y en los alrededores de los aposentos para mujeres, los cerezos en flor habían pasado su momento álgido y el suelo estaba tapizado de pétalos blancos y rosas. Las azaleas de tono escarlata y las peonías, blancas con bordes rojos, empezaban a florecer.
Naomi se dirigió a los jardines y pasó un largo rato sentada junto al estanque, observando cómo las carpas doradas se arremolinaban bajo la superficie del agua. Había empezado a creer que, en efecto, era una viajera más, despojada de todas las preocupaciones y ansiedades de su vida, cuando su ensoñación fue interrumpida por la aparición del abad, Matsuda Shingen, quien se aproximó a ella a toda prisa.
—¡Señora Maruyama! No tenía la menor noticia de que estabais aquí. Perdonadme por no haberos dado la bienvenida antes.
—Señor abad —Naomi hizo una reverencia hasta el suelo.
—No esperábamos vuestra llegada; pero, claro está, siempre nos sentimos honrados con vuestra presencia...
El final de la frase tenía una nota de interrogación. Al ver que ella no respondía, en voz muy baja Matsuda anunció:
—El señor Shigeru se encuentra en los alrededores del templo.
La sangre recorrió a toda velocidad el cuerpo de Naomi, como si fuera a estallar. Notó que los ojos se le abrían de par en par, como si fuera una demente, y tuvo que hacer un esfuerzo ímprobo para controlarse.
—No lo sabía —respondió con calma—. Confío en que el señor Otori se encuentre bien de salud.
Fue todo lo que consiguió decir. "No debería haber venido; su presencia debió de atraerme hasta aquí. Tengo que marcharme inmediatamente; pero si no le veo, moriré."
—Está de retiro espiritual en las montañas. Viene al templo de vez en cuando, aunque hace meses que no le vemos. Pensé que tal vez se había concertado una cita, como la vez anterior.
—No —respondió ella con precipitación—. Ha sido una coincidencia.
—Entonces, ¿no hace falta que envíe un mensaje al señor Shigeru?
—Os ruego que no lo hagáis. No quiero interrumpir su meditación y, en cualquier caso, es más conveniente que no nos encontremos.
Dio la impresión de que Matsuda la miraba inquisitivamente, pero que no deseaba insistir en el asunto.
Continuaron conversando sobre otras cuestiones: la situación en Maruyama, la hija de Naomi, la belleza del tiempo primaveral... Luego el abad presentó sus excusas y Naomi se quedó sola. Mientras tanto, el día llegó a su fin y una luna plateada con forma de hoz se elevó por encima de las montañas, acompañada por la estrella vespertina.
El fresco aire de la noche acabó por conducirla al interior. Sachie se mostraba más atenta que nunca. Naomi se percató de la preocupación de su dama de compañía y anhelaba hablar con ella, pero no se atrevía. Una vez que empezara a desahogarse, temía perder todo control. Se bañó en los manantiales de agua caliente bajo la luna y las estrellas, consciente de la palidez de su piel a través del vapor y el agua; después tomó algo de comer y se retiró temprano, antes de que el astro nocturno hubiera llegado a medio camino en su trayectoria a través del firmamento. Yació despierta buena parte de la noche, pensando en la luna y en cómo su propio cuerpo seguía los ciclos de aquélla. Cuando la luna empezaba a crecer, se encontraba Naomi en su momento más fértil; razón de más para no verle, pues el hecho de concebir un hijo ahora sería un auténtico desastre. Aun así su cuerpo, ignorante de semejantes temores, anhelaba a Shigeru con toda su inocencia animal.
Hacia el amanecer concilio el sueño durante un rato, pero se despertó con los insistentes gritos de las golondrinas congregadas bajo los aleros, a las que la primavera impulsaba a aparearse y anidar. Se levantó y se enfundó una túnica procurando no hacer ruido; pero Sachie se despertó y dijo:
—Señora, ¿necesitáis que vaya a buscaros algo?
—No, pasearé un rato antes de que salga el sol. Luego regresaremos a Yamagata.
—Os acompañaré —resolvió Sachie, apartando a un lado la colcha.
Naomi se escuchó decir a sí misma:
—No me alejaré. Prefiero estar sola.
—Muy bien —respondió Sachie pasados unos segundos.
"Estoy poseída", pensó Naomi. En efecto, parecía moverse de manera ajena a su voluntad, como si los espíritus la arrastraran a través del jardín empapado de rocío en dirección a lo alto de la montaña.
La bruma que rodeaba las cumbres iba desapareciendo y la luz pasaba del gris al dorado; el mundo nunca había parecido tan hermoso. Naomi había tenido la intención de regresar una vez que el sol hubiera iluminado la empinada cordillera situada hacia el este; pero después, cuando el aire se tornó más cálido, encontró motivos para seguir caminando —sólo la siguiente curva, únicamente para contemplar las vistas del valle—, hasta que el sendero desembocó en un pequeño claro donde un roble gigantesco se elevaba sobre la hierba de primavera.
Shigeru estaba tumbado de espaldas, con la cabeza apoyada en los brazos. En un primer momento Naomi pensó que estaba dormido; pero, al aproximarse, cayó en la cuenta de que tenía los ojos completamente abiertos.
"Debe de ser un sueño —pensó—. En seguida me despertaré". Entonces, actuó como lo habría hecho en el sueño: se tumbó junto a él, le rodeó con sus brazos y apoyó la cabeza sobre su pecho, sin mencionar palabra.
Notaba el latido del corazón de Shigeru en la carne y los huesos de su rostro, y comenzó a respirar al mismo ritmo que él. Shigeru se giró ligeramente y la abrazó, ocultando la cara en el cabello de ella.
El dolor de la separación se esfumó. Naomi percibió que la tensión y el miedo de los últimos años la abandonaban. Sólo podía pensar en la respiración de Shigeru, en el latido de su corazón, en la premura y la turgencia de su cuerpo, en el abrumador deseo que sentía por él y en el de él por ella.
Más tarde, Naomi pensó: "Ahora, me despertaré". Pero la escena no cambió de repente. El aire cálido le acariciaba el semblante, los pájaros cantaban en el bosque, el suelo bajo su cuerpo resultaba duro y la hierba, húmeda.
Shigeru preguntó:
—¿Cómo es que has venido?
—Voy camino de Inuyama. Sentí el deseo de pasear por los jardines. No sabía que estabas por los alrededores, Matsuda me lo dijo anoche. Iba a marcharme inmediatamente; pero esta mañana, algo me empujó a caminar hasta aquí —se detuvo y un escalofrío le recorrió el cuerpo—. Era como si estuviera bajo un hechizo. Me has embrujado.
—Yo podría decir lo mismo. Anoche no pude dormir. Hoy iba a visitar a Matsuda antes de regresar a Hagi. Pensé acercarme al templo temprano y, luego, dirigirme a mi choza en la montaña. Pasé allí algún tiempo a los quince años, con Matsuda; era su pupilo. No sé por qué, decidí descansar bajo este árbol. Tiene para mí un significado especial, porque en una ocasión vi entre sus ramas a un
houou,
el pájaro sagrado de la paz y la justicia. Confiaba en verlo de nuevo, pero me temo que no volverá a los Tres Países mientras Iida Sadamu siga con vida.
La mención del nombre de Iida recordó a Naomi el miedo que se palpaba por todas partes; pero en aquel lugar, junto a Shigeru, se encontraba protegida, a salvo.
—Me siento como una muchacha de aldea —comentó con cierta nostalgia—, escabulléndome con mi joven amado.
—Iré a comunicar a tus padres que estamos prometidos —dijo él—. Nos casaremos en el santuario, y la aldea al completo celebrará la boda y se excederá con la bebida.
—¿Tendré que abandonar a mi familia y trasladarme a la casa de tu padre?
—Sí, desde luego. Mi madre te dará órdenes sin cesar y te hará llorar, y yo no podré salir en tu defensa. Además, todos los hombres de la aldea se reirán de mí, por estar embelesado con mi mujer. Pero por las noches te haré feliz, te diré lo mucho que te amo y tendremos un montón de hijos.
Naomi lamentó que Shigeru hubiera hablado de aquella manera, aunque fuera en broma. Era como si tentara al destino. Trató de apartar a un lado los temores que empezaban a acecharla.
—Viajé con Muto Shizuka hasta Yamagata. Antes de eso, estuve en Noguchi, donde me reuní con Arai Daiichi. Me preguntó acerca de tus intenciones, al haberse enterado de tu interés por la agricultura.
—¿Qué le dijiste?
—Sólo que tenías paciencia, de la que Arai carece. Me dio la impresión de que está al borde de la rebelión. Un incidente, una ofensa sin importancia, le hará explotar.
—No debe actuar solo, ni con precipitación. A Iida le sería demasiado fácil aplastarle y borrarle del mapa.
—Shizuka y yo estuvimos conversando sobre la Tribu. Se me ocurrió que podríamos contratar los servicios de la organización. Señor Shigeru, no podemos seguir así. Tenemos que pasar a la acción. Tenemos que matar a Iida. Aunque no podamos enfrentarnos a él en la batalla, seguro que encontramos a alguien para que le asesine.
—Ya lo había pensado; incluso he hablado con Shizuka sobre el asunto. Me ha dado a entender que estaría dispuesta a hacerlo, pero me resisto a encargarle algo así. Es mujer, tiene hijos. Ojalá pudiera yo enfrentarme a Iida cara a cara, pero me temo que si voy a Inuyama lo único que conseguiré será ponerme en sus manos.
Ambos se quedaron en silencio unos instantes pensando en el joven guerrero Yanagi, que había muerto en los muros del castillo.
Shigeru prosiguió:
—Los miembros de la Tribu no quieren eliminar a Iida, ya que éste contrata sus servicios continuamente. Por lo tanto, sólo podríamos trabajar con alguien que nos inspire una confianza total; de otro modo corremos el riesgo de dejar al descubierto nuestros planes ante la Tribu, y ante los Tohan. A mi entender, no hay nadie más que Shizuka.
Naomi susurró:
—Pasaré varias semanas en Inuyama. Estaré en presencia de Iida...
—¡Ni se te ocurra! —exclamó Shigeru, alarmado—. Sean cuales fueren tus dotes para luchar, jamás estarías a su altura. Además, siempre está rodeado de guerreros, guardias ocultos y miembros de la Tribu. Tú y tu hija moriríais y, si mueres, mi vida carecerá de sentido. Debemos continuar disimulando, sin dar paso alguno que pudiera levantar sus sospechas; es necesario esperar a que se presente el momento oportuno.