La Red del Cielo es Amplia (65 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Avéntura, Fantastico

BOOK: La Red del Cielo es Amplia
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Iida siempre se encargaba de recibir en persona a la señora Maruyama cuando ésta acudía a Inuyama. La trataba invariablemente con la máxima cortesía, la colmaba de regalos y aprovechaba cualquier ocasión para adularla y elogiarla. Ella consideraba de mal gusto semejantes atenciones, aunque no podía eludirlas sin insultarle. Cada vez que Naomi volvía a ver a su hija, Mariko había crecido. Se parecía a su padre; no podía decirse que fuera hermosa, pero había heredado la bondad y la inteligencia de su progenitor y hacía todo lo posible por evitar que su madre sufriera. En compañía, la niña se mostraba resignada a su destino; pero a solas lloraba en silencio, esforzándose por controlar sus sentimientos y suplicando que su madre fuera perdonada. Añoraba Maruyama, su clima benigno y la libertad que había conocido en su infancia. En Inuyama, aunque la señora Iida la trataba con amabilidad, Mariko, al igual que las mujeres que habitaban los aposentos más recónditos del castillo, se sentía atemorizada por los repentinos ataques de cólera del señor de la guerra y por la brutalidad de sus lacayos.

Naomi perfeccionó el arte de ocultar sus sentimientos, de dar una apariencia dócil y sumisa; mientras tanto, seguía conservando la independencia y la autonomía de su clan y su país. No estaba dispuesta a proporcionar excusas a persona alguna para que la matara o le arrebatara lo que sólo a ella pertenecía. Minuciosa y metódicamente, fue construyendo una red de aliados en su propio dominio y por todo el territorio del Oeste. Viajaba con gran frecuencia de un extremo a otro de los Tres Países, en primavera y en otoño, por lo general con cierta ceremonia y acompañada por su lacayo principal —Sugita Haruki—, veinte guerreros al menos y, además, su dama de compañía, Sachie, y otras mujeres. De vez en cuando se desplazaba con menos ostentación, tan sólo acompañada por Sachie y un puñado de hombres. A menudo las exigencias de gobierno implicaban que Sugita le ofreciera mejor servicio permaneciendo en Maruyama.

Ocasionalmente Naomi acudía a Shirakawa y Noguchi. La hermana de su madre estaba casada con el señor Shirakawa, y le unían fuertes vínculos de afecto hacia ella. Ambas tenían una hija retenida como rehén, pues Kaede, la hija mayor de Shirakawa, había sido enviada al castillo de los Noguchi al cumplir los siete años. Se temía que a la niña no la atendieran como era debido; los Noguchi, además de ser los traidores que habían provocado la caída de los Otori, eran conocidos por su crueldad.

Se decía que el señor Noguchi se afanaba en impresionar a Iida igualándole en cuanto a brutalidad. El año que Mariko cumplió los once y Kaede los trece (Tomasu, en Mino, contaba ya con quince), la señora Maruyama visitó el castillo y se desconcertó al comprobar que no había señal alguna de la hija de los Shirakawa entre las mujeres que habitaban en las profundidades de la residencia. Cuando formulaba preguntas, las respuestas eran evasivas, incluso despectivas, y sus temores fueron en aumento. Naomi se percató de que Arai Daiichi formaba parte de la guardia del castillo. A pesar de que el padre de Arai se encontraba enfermo en Kumamoto y que él mismo tenía tres hermanos menores dispuestos a disputarle el dominio, no le habían concedido permiso para regresar a casa. Daba la impresión de que perdería su herencia como castigo de Iida por los contactos que había mantenido con Otori Shigeru antes de Yaegahara, diez años atrás.

Naomi estaba alojada en una de las mansiones que, aunque pertenecían a los Noguchi, se encontraban fuera de las murallas del castillo. La brisa era cálida y suave, los cerezos de los jardines estaban a punto de florecer. Se sentía inquieta, casi febril. El comienzo de la primavera la había alterado; su propia existencia le resultaba intolerable. Apenas conciliaba el sueño, atormentada por el deseo, anhelando la presencia de Shigeru, sin saber cómo sería capaz de continuar con aquella vida que sólo era vida a medias. Le daba la impresión de haber pasado toda su existencia adulta en aquel estado de necesidad, ni casada ni libre, tan sólo sostenida por mínimos retazos de recuerdos. A veces, en sus momentos más bajos, contemplaba la posibilidad de sacrificar a su hija por la posibilidad de casarse con Shigeru; se retirarían a Maruyama y se prepararían para la guerra abierta. Entonces le venían a la memoria la dulzura y el coraje de Mariko, y se adueñaban de ella la vergüenza y el remordimiento. A estas emociones se añadía su preocupación por Shirakawa Kaede, no sólo por la joven en sí sino también porque, después de Mariko, Kaede era su pariente femenina más cercana, heredera de Maruyama en caso de que ella y su hija murieran.

Tal como Naomi había confiado, Arai acudió a verla aquel mismo día, al atardecer. La visita se produjo al descubierto, pues ambos pertenecían a los Seishuu y era de esperar que se reunieran. Le acompañaba Muto Shizuka, a quien Naomi saludó con sentimientos encontrados. Shizuka le había entregado en Maruyama la carta de despedida de Shigeru; el recuerdo de aquellos días volvía a provocarle el mismo desconsuelo, los mismos celos, igual desesperación. Habían transcurrido seis años, pero sus sentimientos hacia él no habían bajado en intensidad. Los caminos de ambas mujeres se habían cruzado de vez en cuando, y Shizuka le ofrecía alguna que otra noticia de Shigeru. Ahora Naomi aguardaba con la misma mezcla de emociones: escucharía noticias de su amado, pero Shizuka había estado con él, había oído su voz, conocía todos sus secretos, quizá había llegado a sentir su tacto. Este último pensamiento le resultaba insoportable. Shigeru le había prometido que no yacería con nadie más que con ella, pero seis años... Un hombre no podía reprimirse durante tanto tiempo. Además, Shizuka era muy atractiva...

Intercambiaron cortesías y Sachie les llevó té. Una vez que hubo servido la infusión a sus invitados, Naomi dijo:

—El señor Arai es ahora capitán de la guardia. Imagino que rara vez veréis a la hija del señor Shirakawa.

Arai bebió y, luego, respondió:

—Me gustaría verla sólo rara vez, pues significaría que la familia Noguchi la acoge y la trata como es debido. En cambio, la veo con excesiva frecuencia, igual que el resto de los guardias.

—Al menos sigue viva —repuso Naomi con alivio—. Temía que hubiera muerto y que los Noguchi me lo ocultaran.

—La tratan como a una sirvienta —prosiguió Arai, furioso—. Vive con las criadas y tiene que compartir sus tareas. Su padre carece de permiso para verla. Está a punto de convertirse en una mujer; es una joven muy hermosa. Los guardias hacen apuestas sobre quién será el primero en seducirla. Hago todo lo que puedo para protegerla; saben que mataré a cualquiera que le ponga la mano encima. ¡Es una vergüenza tratar así a una chica de una familia como la suya! —gritó, y luego se interrumpió bruscamente—. No puedo decir más. He jurado fidelidad a Noguchi, para bien o para mal, y he de cumplir con mi obligación.

—Pero no para siempre —repuso Naomi bajando la voz. Arai lanzó una mirada a Shizuka, quien pareció vacilar unos instantes antes de asentir levemente con la cabeza.

Entre susurros, Arai respondió:

—¿Conocéis las intenciones del señor Otori? Sabemos poco de él. Dicen que se ha ablandado y que ha abandonado el sentido del honor con tal de conservar la vida.

—Tengo entendido que es muy paciente, como debemos ser todos; pero no estoy en contacto con él —afirmó Naomi. Miró a Shizuka, pensando que ésta podría intervenir; pero se mantuvo en silencio.

—Aquí he tenido que aprender lo que es la paciencia —respondió Arai con amargura—. Estamos divididos, han conseguido anularnos. Nos adentramos por separado en la oscuridad lamentando lo que podría haber sido y no fue. ¿Cambiarán las cosas alguna vez? Perderé Kumamoto si mi padre muere y yo sigo pudriéndome en este castillo. Más vale pasar a la acción y fracasar, que seguir como hasta ahora.

A Naomi no se le ocurría nada en respuesta, salvo apremiarle a que siguiera siendo paciente; pero antes de que tuviera oportunidad de tomar la palabra, Shizuka hizo una seña a Arai y éste empezó de repente a hablar sobre el estado del tiempo. A continuación, Naomi se interesó por la salud de su esposa.

—Acaba de tener su primer hijo, un varón —respondió Arai con brusquedad.

Naomi lanzó una fugaz mirada a Shizuka, si bien el rostro de la joven no delataba nada. Con frecuencia Naomi había reflexionado con cierta envidia sobre lo afortunada que Shizuka era, al poder vivir abiertamente con el hombre que amaba y dar a luz a los hijos de éste. Aun así, ahora debía de sentirse celosa de la esposa y el hijo legítimo de su amante. ¿Qué pasaría con los dos hijos mayores?

Sus pensamientos quedaron interrumpidos por una voz que llegaba del exterior. La criada abrió la puerta corredera y dejó al descubierto a uno de los guardias de Arai, arrodillado ante el umbral. Traía el mensaje de que en el castillo se requería la presencia del capitán.

Arai pronunció las expresiones protocolarias de despedida y se marchó sin decir más. Naomi se alegró al pensar que cuidaría de Kaede, aunque la actitud de Daiichi le preocupaba. Era demasiado impaciente; un acontecimiento sin importancia le haría explotar, y entonces la propia Naomi y su hija caerían bajo sospecha y los años de paciente espera por parte de Shigeru habrían sido inútiles. Shizuka se quedó un rato más, pero ahora que las criadas empezaban a preparar los baños y la cena la residencia estaba más concurrida, por lo que se limitaron a conversar sobre asuntos intrascendentes. Sin embargo, antes de despedirse, Shizuka dijo:

—Mañana salgo hacia Yamagata. Voy a llevar a mis hijos para que se alojen con mi familia, en las montañas. Tal vez podríamos acompañarnos mutuamente por la carretera.

De inmediato, Naomi sintió el imperioso deseo de acudir a Terayama y pasear por los apacibles jardines en los que había conocido a Shigeru. Al mismo tiempo sintió una cierta conmoción al entender, de pronto, que a ambos los unía un vínculo de una vida anterior. Había planeado viajar a la ciudad portuaria de Hofu y desplazarse en barco hasta la desembocadura del Inugawa y desde allí, corriente arriba, hasta Inuyama; pero la expectativa de una travesía por mar la alteraba. No había razón para no cambiar de planes y tomar la carretera hacia Yamagata, junto a Shizuka.

* * *

Había pedido el palanquín para el viaje, pero tan pronto como se encontraron a las afueras de la ciudad se desmontó y subió a lomos de su caballo, que uno de los hombres llevaba de las riendas junto al suyo propio. Shizuka también cabalgaba. Su hijo menor, que rondaba los siete años, se sentaba a la grupa; pero el mayor disponía de su propia montura de pequeño tamaño, que manejaba con destreza y seguridad.

La visión de los niños llenaba a Naomi de lástima por su propio hijo, quien ahora tendría la misma edad que Zenko; y por los hijos de Shigeru, niños no nacidos que ya no existirían jamás. Deseó poderles otorgar vida con tan sólo su anhelo y su voluntad. Serían como los hijos de Shizuka, con extremidades fornidas, cabello denso y brillante e intrépidos ojos negros.

Zenko cabalgaba por delante, junto a los hombres, quienes si bien le trataban con respeto se burlaban de él afectuosamente. Las risas y las bromas provocaban los celos del menor de los hermanos, y en el primer alto para descansar suplicó que le permitieran cabalgar con su hermano. Uno de los guardias le sentó, de buen grado, a la grupa de su caballo, con lo que las dos mujeres se encontraron prácticamente a solas en la carretera, la cual iba haciendo curvas junto a la orilla del río que marcaba la frontera occidental del País Medio. En los recodos del río se cultivaban campos de arroz, y la siembra se estaba llevando a cabo bajo el acompañamiento de cánticos y el redoblar de tambores. Garzas y garcetas caminaban con paso majestuoso por el agua poco profunda, y el canto de la curruca resonaba desde el bosque.

Naomi no pudo controlar su impaciencia por más tiempo.

—¿Has visto al señor Otori? —preguntó.

—Le veo de vez en cuando —respondió Shizuka—, pero este año no he estado en Hagi. El año pasado le visité en primavera y en otoño.

Los ojos de Naomi se cuajaron de lágrimas, para su propio asombro. No articuló palabra, pues no se fiaba de su propia voz. Aunque había girado la cabeza a un lado como si estuviera contemplando el hermoso panorama, Shizuka debió de darse cuenta de la agonía de su acompañante, ya que prosiguió:

—Señora, lamento ver al señor Otori mientras que vos no lo hacéis. No os olvida. Piensa en vos continuamente y os añora.

—¿Te habla de esas cosas? —preguntó Naomi, indignada por que Shigeru compartiera con Shizuka los secretos de ambos, amargamente celosa de aquella mujer que le veía, mientras que a ella, Naomi, le estaba prohibido.

—No es necesario. Hablamos de otros asuntos que, por seguridad, es mejor no divulgar. Teníais razón al decirle a Arai que el señor Otori es paciente. Más aún, es un actor excelente que esconde su auténtica personalidad de los ojos del mundo; pero jamás olvida su ambición oculta: ver muerto a Iida y casarse con vos.

La emoción embargaba a Naomi al escuchar a otra persona hablar de ello tan abiertamente. Miró a Shizuka de hito en hito y preguntó:

—¿Ocurrirá algún día?

—Confío en que así sea, con todo mi corazón —respondió Shizuka.

—¿Se encuentra bien el señor Otori?

Naomi deseaba seguir pronunciando su nombre, continuar hablando de él.

—Sí, muy bien. Conserva sus tierras en perfecto estado y viaja con mucha frecuencia, a veces con mi tío Kenji. Se han hecho buenos amigos. El señor Takeshi también mantiene una estrecha relación con su hermano, y se ha convertido en un joven muy apuesto. Todo el mundo siente admiración por el señor Otori.

—No existe nadie como él —repuso Naomi con voz serena.

—No, seguro que no —convino Shizuka.

Cabalgaron en silencio durante un rato. Naomi meditaba sobre Shigeru. Habían pasado ocho años desde que se encontraran en Seisenji y seis desde la última vez que le había visto. A pesar del paso del tiempo, en aquel viaje, en plena primavera, volvió a sentirse de nuevo como una muchacha joven. Su cuerpo entero vibraba con el deseo de ser acariciado, anhelaba formar parte del paisaje fértil y exuberante que latía con la energía de una nueva vida.

Por fin, dijo:

—¿Pasaréis el verano con tus familiares?

—Sólo los niños —respondió Shizuka—. Yo regresaré a Noguchi, a menos...

—A menos, ¿qué? —apremió Naomi.

Shizuka no contestó, sino que siguió cabalgando en silencio durante un rato. Luego, en voz baja, preguntó:

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