Esa noche, Shigeru decidió confiar la vigilancia de la frontera durante el resto del año al señor Kitano y a la familia política de éste, los Yanagi de Kushimoto. Desde el año anterior ambas familias habían estado suministrando hombres y caballos. Convocó a los capitanes y les comunicó que regresaba a Hagi. Les dejó minuciosas instrucciones sobre la frecuencia y la dimensión de las patrullas y ordenó que enviaran mensajeros a la ciudad una vez a la semana para mantenerle informado de cualquier eventualidad.
La aparente falta de actividad por parte de los Tohan al otro lado de la frontera le inquietaba. Se lamentaba de no contar con una red de espías, como la de los propios Tohan, que pudiera transmitir noticias fiables desde Inuyama. Se guardó de informar a nadie más sobre su plan, aún por desarrollar, acerca de viajar al Oeste y comprobar qué alianzas podía establecer con los Seishuu, pues temía que semejante paso fuera visto como una agresión innecesaria y provocara a Iida a declarar la guerra abierta.
Dos días más tarde cabalgaron hacia el norte, en dirección al mar, y luego giraron hacia el oeste y siguieron la carretera de la costa que conducía a Hagi. La estación de los tifones había sido suave, y terminó antes de lo esperado. El tiempo despejado propio del otoño hacía que el trayecto resultase agradable, y los hombres se mostraban alegres ante la perspectiva de regresar a casa.
Al llegar a campo abierto, Shigeru se adelantó a la comitiva junto a Irie para hablarle de sus planes. Desde que viajaran juntos hasta Terayama, su antiguo preceptor se había convertido en su consejero de mayor confianza. Ascético y taciturno por naturaleza, también era un hombre perseverante y juicioso. Tenía el cabello teñido de gris a causa de la edad, pero conservaba la fortaleza de un joven de veinte años. Era de carácter realista, si bien carecía del feroz pragmatismo de Kitano o Noguchi, por ejemplo. Profesaba una lealtad absoluta hacia Shigeru y el clan Otori, y jamás se dejaba llevar por el oportunismo o el propio interés. Además, entendía a la perfección la compleja situación a la que los Tres Países se enfrentaban. No confiaba en augurios o talismanes, sino que poseía un carácter cauteloso y no era partidario de tomar medida alguna que pudiera lanzar a la guerra a los Tres Países, aunque Shigeru bien sabía que eso era precisamente lo que los hombres más jóvenes —Kiyoshige, Miyoshi Kahei y su propio hermano— deseaban, y el desenlace por el que él mismo se inclinaba. Shigeru necesitaba a Irie para que pusiera freno a su propia impulsividad, para que le ayudara a ser contundente pero no temerario.
Los caballos aminoraron la marcha y se pusieron al paso. A lo lejos, a la izquierda, la meseta de Yaegahara adquiría un color tostado bajo el sol otoñal. Las espigas de la hierba emitían un pálido resplandor y mariposas de tono naranja y marrón aleteaban alrededor de los cascos de los caballos. La milenrama y la lespedeza lucían sus flores blancas y púrpuras. Hacia el este se sucedían las cadenas de montañas. La brisa ya empezaba a oler a mar.
—Será bueno llegar a casa —comentó Irie—. Mi primer nieto nació hace un mes. Mi hijo me escribió para decirme que se parece a su abuelo. Estoy deseando conocerle.
—Lo lamento, pero cuento contigo para que vuelvas a acompañarme en un viaje. Estoy pensando en ir al Oeste, y posiblemente entablar negociaciones con los Seishuu.
—¿Le has hablado de tu plan a alguna otra persona? —preguntó Irie.
—No, sólo a mi hermano Takeshi. Me ha contado algunos rumores que ha escuchado. Dice que la población teme que seamos aplastados por Iida, quien utilizará el matrimonio de Maruyama Naomi a modo de alianza. Estoy convencido de que el desastre podría evitarse si actuamos cuanto antes.
—Te acompañaré, por descontado, en el momento mismo que decidas ir. En mi opinión, tu proyecto resulta muy ambicioso. Tengo entendido que Iida también ha intentado aproximarse a los Arai, aunque éstos han sido adversarios de los Tohan desde hace generaciones y nunca han establecido alianzas con ellos a través del matrimonio. Es una lástima que no tengas hermanas, ya que los Arai cuentan con cuatro o cinco hijos varones y ninguno de ellos se ha casado todavía. No hay duda de que Iida debe estar reuniendo esposas para ellos.
Lanzó una mirada a Shigeru y añadió:
—¿No ha concebido aún tu mujer?
Shigeru negó con la cabeza.
—Confío en que no haya problemas. Tus tíos tienen muchos hijos varones, al contrario que tu padre y tú mismo. Es verdad que te casaste hace poco, aún tienes tiempo por delante. Pero deberías pasar más tiempo con tu mujer; ésa es mi única reserva a la hora de emprender viaje con tanta precipitación. No creo que te resulte muy sacrificado quedarte con ella el tiempo suficiente para que conciba un hijo. —Irie se rió por lo bajo.
Shigeru no respondió, ni tampoco forzó una risa. Para él, la situación no resultaba graciosa en lo más mínimo. Añoraba a Akane y estaba deseando reunirse con ella, pero temía volver a encontrarse con Moe y tener que seguir intentando vencer sus miedos y su frigidez. A veces, sin apenas darse cuenta, deseaba que ella muriese y desapareciera de su vida, aunque luego le asaltaban los remordimientos y sentía una cierta lástima.
—Tal vez deberías llevarla contigo —prosiguió Irie—. Aún no ha realizado el regreso formal a su casa familiar, ¿no es verdad? Podría ser una buena oportunidad. Además, la libertad propia del viaje, los placeres del trayecto, podrían ser de ayuda a la hora de traer un hijo al mundo. He visto cómo sucedía en otras ocasiones.
—He estado dudando si viajar con la ceremonia habitual o tal vez desplazarme con ropas sin identificación, contigo y unos cuantos ayudantes. Si el propósito de mi viaje fuera escoltar a mi mujer hasta la casa de sus padres y llevar a Takeshi a Terayama, podría transitar abiertamente sin despertar en los Tohan sospechas innecesarias.
—Podríamos organizar una fiesta e invitar a las familias de los Seishuu —sugirió Irie.
—¿Aceptarían la invitación?
—Siempre que utilicemos el lenguaje apropiado, creo que sí.
—Si Iida Sadamu se llega a enterar, ¿sospechará que estamos tramando en su contra?
—Ya lo sospecha —replicó Irie sin rodeos.
—De todas formas, opino que deberíamos enviar mensajeros en secreto —indicó Shigeru—. ¿Crees que puede hacerse sin que se entere todo el mundo en Hagi? ¿Conoces a alguien en quien podamos confiar? —Shigeru recordó una conversación anterior que había mantenido con Irie—. A veces desearía que pudiéramos contratar los servicios de la Tribu.
—No es necesario. Muchos mercaderes de Hagi comercian con los Seishuu; existen lazos familiares, hay varias líneas en las que podemos indagar.
—¡Pues claro! —exclamó Shigeru—. Mi primo, Otori Eijiro, está casado con una mujer de los Seishuu. Sería un buen intermediario. Le enviaré mensajes en cuanto lleguemos a casa.
* * *
La madre de Shigeru, la señora Otori, estaba tan preocupada como el señor Irie por el hecho de que su nuera no fuera capaz de concebir un hijo, sobre todo porque ella misma había elegido a la joven y sentía que convertirla en una perfecta esposa y madre era su responsabilidad. Moe estaba perdiendo SU atractivo físico, cada vez se la veía más pálida y delgada, y la Señora Otori temía que la evidente infelicidad de la muchacha empujara a Shigeru con más fuerza a los brazos de Akane, quien parecía volverse más atractiva y seductora con el paso de los días. El escándalo de la trágica muerte de Hayato, al parecer, no había afectado negativamente a su reputación; la gente decidió que era señal de lo codiciada que Akane resultaba y de su devoción hacia Shigeru. La misericordia que los hijos de Hayato recibieron se tomó como resultado de la compasiva intercesión por parte de ella, y semejante cumplimiento de obligaciones para con un antiguo amante era enteramente aprobado por la población. Este aumento de popularidad enfurecía a la señora Otori. Por encima de todo, temía que Akane concibiera un hijo de Shigeru y que éste le reconociera. Semejante desastre tenía que evitarse consiguiendo que Moe diera a luz a un heredero legítimo.
Aconsejó a Moe sobre cómo seducir a su marido, le proporcionó libros con ilustraciones que mostraban una interesante y variada gama de técnicas y posturas, e hizo que Chiyo acudiera a atender a la joven, al recordar la señora Otori su propia incapacidad para concebir hijos y las soluciones de la anciana criada.
Moe contemplaba las ilustraciones con repugnancia, pues mostraban exactamente lo que ella tanto temía: las incómodas y vergonzantes posturas, la posesión, la intrusión. Y también temía el resultado, aunque sabía que era lo que todos esperaban de ella; lo único que esperaban, en realidad. El parto la asustaba profundamente, y tenía la premonición de que moriría al traer un hijo al mundo.
Chiyo tenía sus propias ideas acerca de dónde podía encontrarse el problema. Veía en Moe a una mujer aún por despertar, ignorante de los centros de placer de su propio cuerpo, demasiado inhibida y demasiado egoísta para descubrir los de su marido. La situación la afligía personalmente a cuenta del joven que ella había criado de niño, y al mismo tiempo era consciente de las implicaciones políticas que el asunto conllevaba, que podían resultar desastrosas para la totalidad del clan.
Preparó una infusión con un potente efecto narcótico, que provocaba sopor y alucinaciones. Convenció a Moe para bebería y cuando la joven estaba casi dormida, le metió los dedos con fuerza entre las piernas y descubrió que el himen estaba aún intacto. Incluso en aquel estado, el tacto de Chiyo fue suficiente para que el pánico embargara a Moe. Sus músculos se contrajeron y se volvieron rígidos. Emitió un grito de terror.
—No me hagas daño, te lo suplico. ¡No me hagas daño!
Chiyo trató de calmarla acariciándola con insistencia; sin embargo, no se produjo el flujo de humedad que hubiera sido natural. Se le pasó por la mente romperle el himen ella misma, pero la membrana parecía más resistente de lo normal y ni siquiera consiguió penetrarla con un pene de madera pulida untado de aceite.
Más tarde, Moe no tuvo recuerdos nítidos, tan sólo una oscura sensación de abuso y violación. Comenzó a creer que un demonio había acudido por la noche para yacer con ella, y sus temores fueron en aumento. La asustaba haber sido infiel a su marido y, como resultado, concebir un duende; todo el mundo sería testigo de su vergüenza. Temblaba cuando Chiyo se acercaba a ella y se mostraba reticente a tomar la comida y bebida que la anciana le preparaba. La señora Otori despreciaba a su nuera cada vez más, y también la amedrentaba con mayor insistencia.
Moe esperaba el inminente regreso de Shigeru con sentimientos encontrados. Había disfrutado del respiro que suponía la ausencia de su esposo, sobre todo al saber que también se encontraba alejado de Akane; pero se sentía profundamente infeliz, y era lo bastante inteligente para darse cuenta de que su única esperanza de alcanzar la felicidad pasaba por la reconciliación con su marido.
Su suegra vino a visitarla aquella tarde con la misma idea en mente.
—Debes arreglarte lo más posible para él. Acudirá directamente a verte. Tienes que hacer todo lo que te pida y, sobre todo, darle satisfacción.
Chiyo llevó a Moe al pabellón del baño y la restregó con salvado. Una vez fuera del agua, le frotó lociones por todo el cuerpo. El aroma a jazmín envolvía a la joven y provocaba que la cabeza le diese vueltas. Le cepillaron la cabellera cuidadosamente y se la dejaron suelta de modo que le cayera alrededor de los hombros. La vistieron con túnicas de dormir de seda. Semejante atención halagaba a Moe en gran medida, y mientras permanecía sentada esperando a Shigeru, notó por primera vez un agradable cosquilleo entre las piernas, así como un aleteo de excitación en el vientre. Bebió un poco de vino y sintió el pulso de la sangre en las venas.
"Todo va a salir bien —resolvió—. No me asustaré de él. Dejaré de odiarle. Tengo que amarle. Tengo que desearle".
Cayó la noche. Las horas fueron pasando y Shigeru no llegó. Por fin, Moe dijo a Chiyo:
—Debe de haberse retrasado en la carretera.
En ese momento, desde la habitación contigua, oyeron la voz de Takeshi saludando a su madre.
Moe se mantuvo inmóvil unos instantes. Luego agarró la garrafa de vino y la arrojó a través de la habitación. Se estampó contra un biombo pintado y, aunque no llegó a romperse, el vino se esparció dejando una desagradable salpicadura sobre las flores de tono rosa oscuro.
—Ha ido a ver a Akane —concluyó.
* * *
Cuando Akane cayó en la cuenta de que Shigeru había acudido a verla antes de dirigirse al castillo, sintió una inmensa alegría. Al ver el aspecto de su amante —polvoriento y manchado a causa del viaje— y su sonrisa al saludarla, sus propias inquietudes se evaporaron. Hizo grandes aspavientos con él, fingiendo estar horrorizada por lo sucio que se encontraba, regañándole y bromeando. Luego, se dirigió al pabellón del baño para ayudar a la criada a restregarle la espalda. Lavó cada parte del cuerpo de Shigeru, ilusionada ante la expectativa de que pronto lo sentiría junto a sí. Pero no pensaba precipitarse. Deseaba retrasar el momento, notar el cosquilleo de su propia piel y la relajación de los músculos que la languidez del deseo trae consigo. Había pasado poco más de un año desde que hicieran el amor por primera vez, cuando él había regresado, como aquella misma noche, de la frontera con el Este. Ordenó que preparasen los mismos platos fríos, viscosos y jugosos. Cayó la noche, y Akane dio orden para que encendieran las lámparas sin apartar apenas los ojos de Shigeru mientras comían y bebían. Durante ese año, él había alcanzado la madurez. "Le he cambiado. Le he convertido en un hombre", pensó ella.
Una vez que hubieron satisfecho su deseo de forma apasionada, Akane se apretó contra él.
—Ahora, te quedarás en Hagi hasta la primavera —comentó con tono optimista.
—Pasaré aquí el invierno; pero antes tengo que hacer otro viaje.
—¡Qué cruel eres! —exclamó Akane, fingiendo sólo a medias—. ¿Dónde piensas ir?
—Llevaré a Takeshi a Terayama. Puede que se quede un año en el templo; quiere entrenarse en el manejo de la espada con Matsuda, y la disciplina le sentará bien.
—Es muy joven. Tú tenías quince años, ¿no es verdad?
—Takeshi cumple los catorce el año que viene. También tengo otras razones. Creo que habrá una guerra de aquí a unos meses. Si mi hermano está en el templo, no podrá escaparse y combatir.