—Pobre mujer —dijo Shigeru tras unos segundos de silencio. Se maravillaba ante la fortaleza de la señora Maruyama y, al mismo tiempo, se sentía agradecido a ella.
—Si fuera un hombre, habría pagado semejante rebeldía con su vida; pero como es una mujer, Sadamu no la toma en serio. Mi predicción es que se casará con Naomi o bien con la hija de ésta para reclamar el dominio.
—A su edad, debe de estar casado.
—Sí, lo está; pero existen muchas maneras de librarse de una esposa.
Shigeru no respondió, al volverle nítidamente a la memoria la fragilidad de las mujeres y las semanas de duelo por Moe.
—Perdóname —se disculpó Kenji, cambiando el tono de voz—. No debería haber hablado de esa manera, dadas las circunstancias.
—Es la realidad del mundo —dijo Shigeru—. Iida es experto en semejantes políticas matrimoniales. ¡Ojalá mi padre hubiera sido como él!
"La señora Maruyama jamás se casará con Iida", reflexionó.
Una vez que Kenji se hubo marchado a la mañana siguiente, Shigeru acudió a la habitación de Ichiro y sacó un pergamino en blanco. Seguía lloviendo, si bien con menor intensidad. El aire despedía olor a moho y a humedad. Escribió:
Muto Yuzuru. Destilería en Hagi.
Muto Kenji,
El Zorro,
fabricante de productos de soja en Yamagata.
Muto Shizuka, sobrina de Kenji, concubina y espía.
Zenko, hijo de Shizuka y Arai Daiichi.
Shigeru contempló un buen rato estos retazos de información. Luego, añadió:
Mujer Kikuta (nombre desconocido).
Hijo de esta mujer y Otori Shigemori (nombre desconocido).
Enrolló el pergamino en el interior de otro documento relativo a la rotación de cultivos y lo escondió al fondo de un arcón.
Las lluvias tocaron a su fin y el calor del verano hizo su entrada. Shigeru se levantaba temprano y pasaba el día en los campos de arroz, observando cómo los granjeros protegían la cosecha de insectos y pájaros. Nadie le habló nunca de Lealtad a la Garza, la sociedad que Kenji había mencionado; sin embargo, percibía que todos con quienes se encontraba entendían y respetaban su deseo de anonimato. Salvo en sus propias tierras, jamás se dirigían a él por su nombre. Fuera de la ciudad de Hagi pocos le conocían de vista y, si alguna vez le identificaban, no recibía ninguna indicación al respecto. Pasado un tiempo, el arroz se recolectó con hoces, el grano se separó con mayales y estacas y se dejó secar al sol, extendido sobre esteras. Los niños lo vigilaban constantemente, organizando una algarabía con campanas y gongs. En los campos de hortalizas los ahuyentadores de ciervos, accionados con agua, hacían sonar su errático ritmo. Se celebró el Festival de la Estrella Tejedora y, a continuación, el Festival de los Muertos. Shigeru no acudió a Terayama, como el año anterior, sino que asistió a la ceremonia celebrada en Daishoin, donde numerosos miembros de los Otori de su misma generación habían encontrado el descanso final, y donde Moe y su hija estaban enterradas. La tradición dictaba que sus tíos estuvieran presentes en la conmemoración, y Shigeru los saludó con deferencia y humildad, consciente de que, si quería sobrevivir, debía convencerlos de que había cambiado por completo. Apenas se dirigió a ellos directamente, pero habló con entusiasmo sobre la cosecha mientras Shoichi y Masahiro escuchaban. Unos días después, la madre de Shigeru —que aún seguía en contacto con los aposentos para mujeres, en la zona más recóndita de la residencia del castillo— habló con su hijo, tratando de ocultar su desagrado.
—Se refieren a ti como "El Granjero". ¿Es que ni siquiera puedes mantener un poco de dignidad, una mínima conciencia de quién eres?
Shigeru le brindó la sonrisa franca que empezaba a ser característica en él.
"El Granjero; me gusta. Eso es lo que soy; no es nada de lo que avergonzarse."
La señora Otori lloraba en privado y espoleaba a su hijo cuando conversaba con él. Shigeru no le desvelaba sus verdaderas intenciones ni tampoco se las comentaba a ninguna otra persona, aunque de vez en cuando se daba cuenta de que Ichiro le observaba con curiosidad, y se preguntaba hasta qué punto su astuto preceptor albergaría sospechas.
Takeshi no ocultaba el hecho de que la actitud de Shigeru le desconcertaba y le avergonzaba. El apodo de El Granjero se fue extendiendo, y Takeshi lo detestaba; a menudo se enzarzaba en peleas por esa causa, y por otros insultos hacia su hermano o hacia él mismo. Se encontraba en una edad en la que la turbulencia propia del paso de la adolescencia a la madurez incrementaba en diez veces su imprudencia innata. Adoraba a las mujeres, y aunque se consideraba completamente natural que los jóvenes de su edad acudieran a las casas de placer, Takeshi no mostraba en modo alguno la reserva o el comedimiento propios de Shigeru. Al contrario, la gente empezaba a rumorear que se volvería tan lascivo como su tío Masahiro.
Chiyo informó a Shigeru sobre tales rumores, y éste habló a Takeshi con severidad, lo que condujo a violentas escenas que sorprendieron en la misma medida que consternaron al antiguo heredero de los Otori. Había dado por hecho que su hermano siempre le obedecería y escucharía sus consejos. Trató de recordar a Takeshi su determinación de buscar venganza, pero no contaba con planes concretos y su hermano se mostraba impaciente y despreciativo. Shigeru entendía hasta qué punto el sufrimiento, la humillación y la pérdida de estatus habían minado la fidelidad de Takeshi y aflojado los lazos que le unían a su hermano mayor. Por parte de Shigeru semejantes lazos seguían siendo tan estrechos como siempre; su afecto e interés por Takeshi eran más fuertes que nunca. Aun así, no por entender la situación de su hermano estaba dispuesto a consentirle todos los caprichos. Shigeru era obstinado y Takeshi, testarudo; las confrontaciones entre ambos fueron en aumento. En el noveno mes, intensas lluvias y ráfagas de viento asolaron el país a medida que los primeros tifones barrían la costa desde el sur; pero cuando las tormentas remitieron había llegado el otoño, con cielos azules y aire fresco, cristalino. El mismo estado del tiempo era una invitación para viajar. Shigeru cayó en la cuenta de que anhelaba escapar del incómodo ambiente de la casa, el confinamiento en la ciudad, la continua tensión de fingir ser quien no era. Sentía que Takeshi y él necesitaban distanciarse durante una temporada, pero temía dejar al muchacho bajo la única supervisión de Ichiro.
Takeshi cumpliría la mayoría de edad en el Año Nuevo; sin embargo, a ojos de Shigeru era inmaduro y aún le quedaba mucho que aprender. Shigeru se ocupó de incrementar el tiempo que pasaban juntos, dedicando largas horas al estudio de los clásicos y a la estrategia bélica y, en la orilla del río, al manejo del sable.
Un cálido atardecer en el que había acordado encontrarse con su hermano, éste le hizo esperar. Varios jóvenes habían acudido a observar la sesión de entrenamiento; entre ellos, Miyoshi Kahei. Shigeru estuvo practicando un rato con Kahei y se percató de la destreza y fortaleza del joven, al tiempo que su inquietud por la tardanza de Takeshi iba en aumento. Cuando por fin llegó su hermano, éste no se disculpó. Observó el último asalto contra Kahei con rostro inexpresivo y, cuando terminó, no hizo movimiento alguno para coger el palo que el joven le entregaba.
—Takeshi, empieza los ejercicios de calentamiento y luego haremos unas cuantas fintas —dijo Shigeru.
—Creo que me has enseñado todo lo que puedes —respondió el muchacho sin dar un paso—. He prometido encontrarme con alguien dentro de un rato.
—Seguro que aún puedes aprender algo de mí —replicó Shigeru con tono amable—. Y a mí me hiciste la primera promesa, era la primera condición para tu entrenamiento.
—¿Para qué me entreno, si no luchamos? —preguntó Takeshi elevando la voz—. ¿Por qué no les enseñas a los hijos de los granjeros a usar el azadón?
Shigeru se daba cuenta del intento de Kahei por refrenarse y del sobresalto de los demás jóvenes, seguido de un atento interés por cómo respondería el propio Shigeru. La reacción inmediata de este último fue de cólera por el hecho de que su hermano le desafiase en público. Todas las preocupaciones y disgustos que Takeshi le había causado en los últimos meses afloraron a la superficie. Le quitó el palo a Kahei y se lo lanzó a su hermano.
—Cógelo y lucha, o te pondré fuera de combate.
Takeshi apenas se había preparado cuando el palo de su hermano mayor le alcanzó en el hombro derecho. Shigeru le golpeó con más fuerza que nunca, incapaz de reprimir el pensamiento de: "Así aprenderá". Takeshi respondió con semejante furia, contraatacando con tal ferocidad que su hermano se quedó atónito ante la intensidad del embate. Shigeru se apartó a un lado y esquivó los golpes, cada uno de los cuales era asestado con mayor rapidez y fortaleza, y cada contraataque por parte de Shigeru sólo conseguía incrementar la rabia de Takeshi.
Se negaba a creer que su hermano menor trataba seriamente de dañarle, hasta que un golpe le cogió con la guardia baja. Consiguió agacharse a tiempo, pero sabía que Takeshi había apuntado con todas sus fuerzas a la sien de su hermano, la cual se habría fracturado como una pieza de cerámica. En respuesta, la cólera del propio Shigeru se encendió; su siguiente golpe alcanzó a Takeshi con fuerza en el esternón, dejándole sin aliento. Mientras el joven se doblaba hacia delante, falto de respiración, el palo de Shigeru volvió a golpearle a un lado del cuello. Takeshi cayó de rodillas; el palo le resbaló de las manos.
—Me rindo —anunció, con la voz amortiguada por la rabia.
—Cuando consigas aventajarme, podrás elegir si continúas o no con tu entrenamiento —respondió Shigeru—. Hasta entonces, me obedecerás.
Pero Shigeru pensaba: "No podemos seguir así; acabaremos matándonos el uno al otro".
Kahei ofreció ayuda a Takeshi para volver a casa, donde los hermanos no se dirigieron la palabra durante varios días. La señora Otori quedó consternada por las magulladuras de Takeshi y se disgustó con Shigeru por haber sido el causante. Takeshi había mejorado en cuanto a carácter mientras había vivido apartado de su madre, pero ahora que ambos residían bajo el mismo techo la indulgencia de ella hacia su hijo menor y su desaprobación hacia el mayor minaban la autoridad de Shigeru y alentaban el resentimiento de Takeshi.
Shigeru no veía más solución que continuar insistiendo en imponer su propia voluntad, pero sabía que su camuflaje como simple granjero había provocado que su hermano menor y su madre le perdieran el respeto.
Unos días después del enfrentamiento que estuvo a punto de causar una desgracia, Miyoshi Satoru, el padre de Kahei, llegó de visita, supuestamente para consultarle a Ichiro si se dignaría a tomar como pupilos a Kahei y a Gemba. La conversación derivó de manera indirecta y sutil a la sugerencia de que tal vez a Takeshi le agradaría pasar más tiempo con los hijos de Satoru; quizá, incluso, le gustaría alojarse con la familia Miyoshi durante unas semanas.
Shigeru se encontraba dividido entre el agradecimiento hacia Satoru y el temor de que éste pensara que sus propios esfuerzos por educar a su hermano menor estaban fracasando, que Takeshi escapaba a todo control y que la población de Hagi estaba al tanto. Satoru, con notable destreza, se las arregló para dar la impresión de que Kahei, su hijo mayor, se beneficiaría en gran medida tanto de las enseñanzas de Ichiro como de la compañía de Takeshi, lo que permitió a Shigeru acceder a su petición sin perder prestigio. Aun así, le disgustaba trasladar sus problemas personales a otra familia. Dio las gracias al señor Miyoshi por la oferta y prometió considerarla y discutirla con su madre y con Ichiro.
Aquella noche estaba Shigeru en la habitación de Ichiro, conversando con el anciano, cuando su mirada recayó sobre una nueva caja situada entre los arcones con pergaminos que forraban las paredes. Momentos antes, para su sorpresa, Ichiro se había mostrado a favor de la sugerencia del señor Miyoshi. La señora Otori había argumentado en contra, pero más por la fuerza de la costumbre que por ninguna disconformidad importante.
—¿Qué hay en esa caja? —preguntó Shigeru.
—La trajeron hace unos días; se me olvidó comentártelo. Nada más abrirla hay una carta. Es de la viuda de Otori Eijiro. Sus tierras han sido cedidas a Tsuwano. Ella y sus hijas regresan al Oeste. Te envía los últimos escritos que su marido redactó antes de morir; quiere que tú los conserves.
—Muy bien; los examinaré.
Parecía una buena forma de apartar de la mente la decisión que tenía que tomar con respecto a Takeshi, aunque la idea también le resultaba un tanto dolorosa, pues le traería recuerdos de la familia de Eijiro y la felicidad que reinaba en aquella casa. Se descubrió rememorando la semana que había pasado con ellos, y lo mucho que le habían impresionado. "Es la influencia de los Maruyama", había dicho Eijiro.
La esposa de Eijiro pertenecía a la familia Sugita y era hermana de Sachie, la dama de compañía de la señora Maruyama. Shigeru se acordó de Maruyama Naomi mientras sacaba la carta y desenrollaba el pergamino. La caligrafía de la viuda de Eijiro era potente y resuelta y el lenguaje, contenido; Shigeru podía apreciar en ambos el valor y el sufrimiento de aquella mujer. Colocando a un lado la carta, sacó el siguiente pergamino. Al desplegarlo, encontró en su interior un pedazo de papel de menor tamaño. La caligrafía era diferente, no pertenecía a Eijiro ni a la esposa de éste; resultaba más fluida y elegante. El papel no contenía una carta, ni ninguna información sobre asuntos agrícolas.
Era la noche de luna llena del noveno mes y todas las ventanas estaban abiertas, dejando al descubierto el jardín bañado por la luz. No corría una gota de aire; las hojas se veían inmóviles y las sombras, oscuras y alargadas. En el arbusto más cercano, una araña dorada tejía su red; el oro y la plata relucían al unísono bajo la luz de la luna. Shigeru leyó:
Como brotes de helecho tiernos se enroscaron los dedos de mi hijo.
No esperaba yo la escarcha en el quinto mes.
¿Era un mensaje para él, o se había incluido por error entre el resto de los documentos? La señora Maruyama había dicho que le escribiría a través de la familia de Eijiro. En su nota no mencionaba alianzas o intrigas; ni siquiera se dirigía a él por su nombre. No había nada que pudiera vincularlos en caso de que se sospechara de ellos y fueran sometidos a un minucioso escrutinio. Hablaba ella del sufrimiento por la muerte de su hijo; la imagen que utilizaba se le clavó a Shigeru en el corazón como una puñalada. Naomi debía de haberse enterado de la pérdida que aquél había sufrido; la desgracia de ella había sido la misma. Shigeru había perdido a su esposa y a su hija; la señora Maruyama, a su marido y a su hijo. Podría haber escrito una nota diferente, con expresiones de conmiseración o garantías de apoyo; pero aquellas breves líneas le convencieron más que ninguna otra cosa de que podía confiar en ella, y de que ella formaría parte del futuro que aguardaba a Shigeru. Reflexionó éste sobre el juego del
go:
un jugador podía parecer totalmente acorralado, carente de poder y derrotado, pero un movimiento imprevisto era capaz de romper el estrecho cerco y dar la vuelta a la situación. De pronto, semejante movimiento había llegado hasta él. Por primera vez desde la batalla, su incansable paciencia, pertinaz y de tono grisáceo, se coloreó con un leve tinte de esperanza.