Para cuando las lluvias de la ciruela hubieron terminado, Moe había concebido un hijo. Shigeru se debatía entre la alegría y los malos presagios. Cuando veía en sí mismo un sencillo guerrero y granjero —como de vez en cuando era capaz de hacer—, imaginaba la alegría que los hijos aportarían a su vida; pero cuando reflexionaba sobre su posición como heredero del clan desposeído de su rango, sabía que un hijo, sobre todo un varón, tan sólo aumentaría el peligro de su situación. ¿Cuánto tiempo permitirían vivir a Shigeru? Si el gobierno de sus tíos fuera justo, el clan de los Otori no tardaría en olvidarle. El clan se adaptaría pacíficamente a la nueva situación y la vida del antiguo heredero resultaría irrelevante; no llorarían su muerte. Pero si, como se temía Shigeru, Shoichi y Masahiro continuasen explotando los recursos del clan para beneficio propio y el malestar de la población fuera en aumento, la supervivencia de Shigeru sería aún más precaria. Se convertiría en el foco de las esperanzas del pueblo acerca de la reforma del mundo y del regreso a un gobierno honorable, lo que provocaría encendidas revueltas entre campesinos y granjeros. Sus tíos le verían como una incitación constante a la rebelión. Si quería vivir lo suficiente como para alcanzar la venganza, necesitaba transitar por un sutil camino intermedio entre hacerse excesivamente visible y ser olvidado por completo. Temía que un hijo varón supusiera un desafío excesivo para que sus tíos lo ignoraran; sin embargo, al mismo tiempo, anhelaba tener al que sería heredero de la sangre de su padre, el legítimo heredero del clan.
También temía por la salud de Moe. El embarazo le estaba resultando difícil. Apenas podía probar bocado y vomitaba con frecuencia. De vez en cuando, a Shigeru le cruzaba la mente el pensamiento de que la brutal manera de hacer el amor por parte de ambos sólo podía tener un engendro como resultado.
Moe ya no acudía a él por las noches; de hecho, apenas intercambiaban palabra. Ella se retiró a la zona de la vivienda donde residían las mujeres. Allí Chiyo la cuidaba, la convencía para que comiera, le daba masajes en las piernas y la espalda y le preparaba infusiones tranquilizantes para aliviar las náuseas.
La siguiente preocupación de Shigeru era el Festival de los Muertos, que estaba al llegar. En la época del festival tenía por costumbre, siempre que podía, acudir a Terayama, donde estaban enterrados muchos de sus antepasados. Sabía que las cenizas de su padre habían sido trasladadas al templo después de la batalla, pero no había asistido al entierro, y en la ciudad de Hagi no se había celebrado ceremonia funeraria alguna. Shigeru sólo había podido rezar brevemente por el alma de Shigemori en la aldea de la Tribu, y ahora consideraba que era su deber acudir a Terayama para ofrecer sus respetos a su padre y encargar que se rezara por él, por los antepasados de ambos y los difuntos en la batalla. Una vez finalizada la entrega de Yamagata tenía que acompañar a su hermano a casa, pues Takeshi aún se encontraba en el templo. También anhelaba ver a Matsuda Shingen y escuchar sus sabios consejos, que le enseñarían la forma de vivir el resto de sus días.
Comentó con Ichiro su deseo de viajar a Terayama y su antiguo preceptor respondió que hablaría con los señores de los Otori para averiguar si permitirían tal desplazamiento. Ante las implicaciones de la respuesta de Ichiro, la rabia le atacó las entrañas: Shigeru carecía de libertad para viajar por el País Medio; tenía que solicitar el permiso de sus tíos para cualquier cosa que quisiera hacer. Pero ahora era capaz de controlar su cólera en mayor medida, por lo que no dio a Ichiro muestras de contrariedad. Se limitó a pedirle que solicitase el permiso lo antes posible, pues había que hacer preparativos y deseaba enviar mensajes a Matsuda con antelación.
No recibió una negativa directa, pero las constantes respuestas evasivas le hicieron caer en la cuenta de que el permiso no sería concedido o bien se otorgaría demasiado tarde para que Shigeru pudiera llegar al templo antes del primer día del festival. Decidió actuar por su cuenta y se enfundó el atuendo que había vestido con Muto Kenji: la vieja túnica de viaje sin distintivos y el sombrero de juncia. Envolvió la empuñadura de
Jato
con piel de tiburón, cogió un pequeño saco con comida y una hilera de monedas, atravesó el río de noche, por la presa, y comenzó a caminar en dirección a las montañas.
Si alguien le interrogaba, diría que iba de peregrinaje a uno de los remotos santuarios de montaña emplazados al sur de Hagi; pero nadie pareció sospechar su identidad. Los meses posteriores a la batalla habían sacado a la luz numerosos guerreros sin amo, o despojados de su posición, que atravesaban los Tres Países camino a casa o buscando refugio en el bosque, y a menudo recurrían al delito en pequeña escala para sobrevivir. Shigeru se percató de que su propio rostro o su persona no eran conocidos: la gente no le identificaba. Cuando la población le había mirado con anterioridad no había visto al individuo, sino al heredero del clan. Ahora que ya no viajaba con la parafernalia propia de un señor Otori, resultaba invisible. Semejante circunstancia le produjo tanta sorpresa como alivio.
Muchos viajeros se desplazaban con el rostro oculto, envuelto en pañuelos o escondido bajo gorros en forma de cono, como el del propio Shigeru. Éste caminaba aparentemente sumido en sus pensamientos, tan impenetrable como una coraza negra, pero examinaba con detenimiento la tierra a medida que la atravesaba. Se fijaba en el estado de los arrozales, en la administración de los bosques y en los campos de cultivo de las laderas, dispuestos en terrazas y que los aldeanos cultivaban con verduras y cercaban con estacas como protección contra los jabalíes. Era pleno verano y los arrozales ostentaban un verde brillante. En los bosques, espesos y umbríos, el aire resultaba denso y húmedo; resonaba el estridente canto de las cigarras, así como el piar de los pájaros y, por las noches, el croar de las ranas llegaba desde los diques y las charcas.
Se mantenía alejado de las carreteras principales y seguía senderos estrechos y empinados; de vez en cuando se perdía, pero siempre continuaba hacia el sur, hasta que llegó a la choza donde había permanecido un verano con Matsuda. Llegó al atardecer y sobresaltó al
tanuki,
que huyó a esconderse bajo la veranda. Pasó la noche en la choza. Parecía llevar tiempo cerrada: el aire estaba cargado y los rescoldos cubiertos de fina ceniza gris estaban fríos desde mucho tiempo atrás. El lugar le traía numerosos recuerdos de las enseñanzas de Matsuda, de la muerte de Miura, del espíritu del zorro que se había convertido en un amigo llamado Muto Kenji. Terminó los restos de comida que llevaba consigo y luego se sentó a meditar en la veranda, mientras la bóveda estrellada del cielo giraba en las alturas y el
tanuki
salía a iniciar su ronda nocturna. Cuando el animal regresó, poco antes del amanecer, Shigeru también se retiró al interior de la choza y durmió unas cuantas horas. Se despertó despejado, sintiéndose mejor que desde hacía meses, y tras beber agua del manantial por todo desayuno continuó la última etapa de su viaje.
Al mediodía se tomó un breve descanso bajo el enorme roble donde había visto al
houou.
Recordaba la pluma blanca bordeada de rojo con absoluta nitidez. Aquel día, Matsuda le había hablado de la muerte, de la necesidad de elegir el camino adecuado para que su hora suprema tuviera un significado; pero ahora Shigeru seguía vivo cuando muchos otros habían muerto. ¿Había elegido realmente el camino adecuado? ¿O acaso el resultado de sus acciones tan sólo ahuyentaría al
houou
del País Medio, adonde jamás regresaría?
No había señal alguna de los guerreros que, según Kitano, rodeaban el templo; tal vez, una vez firmado el tratado de rendición habían regresado a Yamagata, con sus numerosas posadas y hermosas mujeres, o quizá habían vuelto a casa, a Tsuwano, con el fin de prepararse para la cosecha. No obstante, a pesar de la aparente paz y tranquilidad del templo, de la serena curva de los tejados cuya silueta se recortaba en el verde oscuro del bosque y de las palomas blancas que revoloteaban alrededor de los aleros, zureando sin cesar, Matsuda Shingen no pudo ocultar su preocupación ante la llegada de Shigeru. Éste había entrado en el patio principal y había hablado con uno de los monjes que rastrillaban la grava y barrían los senderos —en aquel tiempo el templo no estaba fortificado, y el portón principal permanecía abierto desde el amanecer hasta la medianoche—. El monje, tomándole por un viajero corriente, le indicó el camino a los aposentos para invitados. Cuando Shigeru se quitó el sombrero y pidió hablar con el abad, le reconocieron y le llevaron de inmediato a la presencia de Matsuda Shingen. Se arrodilló frente al anciano, pero Matsuda se levantó, se acercó a él con presteza y le abrazó.
—¿Has viajado solo, así vestido? Es peligroso. Debes de conocer el riesgo que corres.
—Tenía que celebrar el Festival de los Muertos en el templo —respondió Shigeru—. Por encima de todo, este año tengo que honrar el espíritu de mi padre y el de los demás caídos.
—Te enseñaré el lugar donde están enterradas las cenizas del señor Shigemori; pero antes, déjame que llame a tu hermano. Estarás deseando verle.
Matsuda batió las palmas y, cuando el monje que había acompañado a Shigeru reapareció, le pidió que fuera a buscar a Takeshi.
—¿Se encuentra bien mi hermano? —preguntó Shigeru.
—Desde el punto de vista físico, su salud es excelente. Pero desde que se enteró de la derrota y de la muerte de vuestro padre, ha estado muy alterado; furioso y desafiante. Ha amenazado con huir en varias ocasiones. Por su propia seguridad intento vigilarle de cerca, pero la supervisión constante le exaspera.
—En otras palabras, se ha convertido en una carga —concluyó Shigeru—. Os quitaré el peso de encima. Tiene que regresar a Hagi.
—El señor Kitano se ha ofrecido a enviar escoltas —dijo Matsuda—, pero Takeshi se niega a viajar con él, alegando que no frecuenta la compañía de traidores.
—Me preocupa la posibilidad de que Kitano trate de retenerle en Tsuwano, convirtiéndole así en un rehén —señaló Shigeru—. Preferiría llevármele de vuelta conmigo.
—En ese caso, tu viaje quedaría al descubierto —le advirtió Matsuda.
—Aunque mi viaje no ha sido autorizado por mis tíos, es perfectamente justificable. Tengo que llevar a cabo la ceremonia funeraria por mi padre aquí, en el templo, donde están enterradas sus cenizas, y ahora, durante el Festival de los Muertos.
—Iida se aferrará al pretexto más insignificante para demostrar que has quebrantado los términos de la rendición. No creo que te permita seguir con vida. Hará que te asesinen en secreto o te ejecutará públicamente. Sólo estarás a salvo si permaneces en lo único que queda del País Medio, es decir, en Hagi.
—No tengo la intención de pasar los días que me quedan en lo que viene a ser una prisión.
—Entonces, ¿cómo los pasarás? —preguntó. El abad no daba señal alguna de compasión, de lamento por la derrota ni de recriminación hacia Shigeru. Éste había actuado con sensatez y conocimiento; le habían derrotado, pero la acción había sido la correcta. La actitud de Matsuda le fortaleció y reconfortó mucho más de lo que pudiera haber hecho la lástima.
—Me convertiré en granjero, entre otras cosas; me retiraré del mundo. Y esperaré —semejantes respuestas se le ocurrían ahora, de repente, en la quietud del templo—. Necesito conocer las tierras. Tengo la intención de recorrerlas, de descubrirlas. Ni siquiera Iida podrá tomarlo como una provocación. El arma que usaré contra él será mi propia persona. Me convertiré en todo aquello que Iida no es. Tengo que seguir vivo para desafiarle, para derrotarle, incluso aunque él me sobreviva. Si logro provocarle para que me asesine, mi muerte conseguirá lo que mi vida no puede. Y acudiré a Terayama todos los años, mientras me sea posible; confío en que sigáis aconsejándome e instruyéndome.
—Será un placer, naturalmente, siempre que yo no ponga tu vida en mayor peligro.
—Me habría dado muerte en el campo de batalla —Shigeru se sintió obligado a dar una explicación—. Pero
Jato,
el sable de mi padre, llegó a mis manos y lo tomé como una orden de seguir viviendo.
—Si el sable llegó hasta ti, tuvo que ser con un propósito —observó Matsuda—. Tu vida no se ha completado todavía; pero de ahora en adelante el camino será mucho más difícil que el que has recorrido hasta el momento.
—Ya no sé quién soy —confesó Shigeru—. ¿Quién soy yo, ahora que me han arrebatado el liderazgo del clan?
—Eso es precisamente lo que aprenderás. Llegarás a entender qué es aquello que te convierte en un hombre. Será una batalla más dura que la de Yaegahara.
Shigeru se quedó en silencio unos instantes.
—Mi esposa está embarazada —soltó de improviso.
—Confío en que nazca niña —respondió Matsuda—. Tus tíos se inquietarán en gran medida si tienes un varón.
Los interrumpió una llamada en la mampara, y la puerta corredera se abrió. Takeshi entró corriendo y se arrojó sobre su hermano mientras éste se levantaba para abrazarle. Shigeru notó que los ojos se le cuajaban de lágrimas. Agarró a Takeshi por los hombros y le miró. Había crecido y ensanchado; su rostro mostraba rasgos más pronunciados, más maduros, y dejaba al descubierto la nariz aguileña y los pómulos altos característicos de los Otori. Los ojos de Takeshi brillaban; aunque inhaló con fuerza por la nariz en varias ocasiones, consiguió contener el llanto.
—¿Has venido al templo para quitarte la vida? Tienes que dejarme que me mate contigo. El señor Matsuda nos ayudará.
—No, vamos a seguir viviendo —respondió Shigeru—. Por expreso deseo de nuestro padre, no nos daremos muerte.
—¡Entonces, tendremos que acudir a las montañas y enfrentarnos a los Tohan! —exclamó Takeshi—. Reuniremos lo que queda del ejército Otori...
Shigeru le interrumpió.
—Sólo podemos hacer lo que resulta factible. He firmado el tratado de rendición y he accedido a retirarme de la vida política. Tú tienes que hacer lo mismo, a menos que prefieras servir a nuestros tíos, jurar fidelidad a los Tohan y luchar en su bando.
Shigeru recordó sus anteriores preocupaciones por el futuro de su hermano. Había confiado en otorgarle un dominio del que sería propietario. Ahora, jamás sucedería. ¿Qué haría Takeshi durante el resto de su vida?
—¿Jurar fidelidad a los Tohan? —repitió el muchacho con incredulidad—. Si no fueras mi hermano, pensaría que me estás insultando. Debemos actuar con honor: es lo único que nos queda. Me quitaría la vida antes de servir a mis tíos.