Justo antes del crepúsculo detectó un olor a humo y, luego, otro aroma provocó que la boca se le hiciera agua y el estómago le empezara a gruñir; siguió ambos olores con suma cautela hasta llegar a una choza fabricada con corteza de árbol y ramas toscamente cortadas.
Dos hombres estaban asando aves de caza en una hoguera cuyas llamas resplandecían bajo la luz moribunda. Shigeru los saludó, tomándoles por sorpresa. Se llevaron las manos a sus respectivos puñales y, por un momento, al recién llegado le dio la impresión de que tendría que luchar contra ellos. El sentido de culpabilidad les hacía ser susceptibles y desconfiados, pero al reparar en
Jato
se sintieron más inclinados a apaciguar al guerrero solitario.
Shigeru les preguntó si conocían el templo de Seisenji, y le indicaron la dirección.
—¿No estarás pensando en caminar durante la noche? —preguntó el hombre de más edad.
—Me temo que el tiempo está cambiando —respondió Shigeru.
—Es verdad. Mañana lloverá, probablemente después del mediodía —lanzó una mirada a su compañero, más joven. Shigeru pensó que podrían ser padre e hijo—. Quédate con nosotros. Puedes compartir nuestra captura; esta semana hemos tenido suerte.
Habían cazado gran cantidad de aves; de las vigas de la choza colgaban por el cuello codornices, pichones y faisanes. Solían vender las codornices a un viajante, que las transportaba hasta Kibi y las entregaba a un comerciante. En cuanto al resto de las piezas, las dejaban secar y las conservaban en salazón para el consumo de sus propias familias. Se mostraron reticentes a la hora de dar explicaciones sobre las cacerías que llevaban a cabo, y Shigeru llegó a la conclusión de que no estaban permitidas, pero que el señor de aquellas tierras las pasaba por alto cuando le convenía.
La carne de pichón era oscura y de fuerte sabor. Mientras chupaba los huesos, Shigeru preguntó a los hombres si habían oído hablar de la batalla de Yaegahara. Negaron con la cabeza: las gentes de la zona habitaban en aldeas aisladas o en plena montaña, donde llegaban pocas noticias del mundo exterior.
Shigeru durmió interrumpidamente, pues no acababa de fiarse de aquellos desconocidos. La noche era fría, y el hombre más joven se levantó en varias ocasiones para añadir leña al fuego. Cada una de las veces, Shigeru se despertaba y luego reflexionaba sobre aquel encuentro casual y sobre cómo sería su vida en adelante. Necesitaría ayuda y respaldo, como cualquier otra persona, si bien nunca podría confiar en nadie. Tendría que depender de su propia capacidad y discernimiento para percibir las amenazas y defenderse contra ellas; pero evitaría vivir sumido en el miedo y la sospecha constantes, pues ello acabaría por destruirle como la hoja de un sable. Más lentamente, quizá, pero de una manera igualmente efectiva.
Se levantaron bajo la luz gris del amanecer; los hombres estaban deseosos de regresar a casa antes de que comenzara la lluvia. Se colgaron las ristras de aves del cuello y la cintura, ocultándolas bajo los calzones y las polainas, y bajo una amplia capa que les cubría la parte superior del cuerpo.
—¡Así no se pasa frío! —soltó entre risas el más joven de los hombres—. Es como si mi mujer me agarrara de mis partes.
Shigeru imaginaba la suave caricia del plumaje contra la piel.
Caminaron en compañía varias horas hasta que el sendero se bifurcó en la cabecera de dos estrechos valles, donde se despidieron. Los cazadores tomaron rumbo al norte y Shigeru, al sur. Este último les dio las gracias y les deseó suerte, y ellos respondieron animadamente y con brevedad, sin apenas detener el paso, sin hacer reverencia alguna ni utilizar un lenguaje respetuoso. No parecían sentir la más mínima curiosidad por Shigeru, quien se alegró de que no les importara el mundo más allá de las montañas, de que no se preguntaran quién podía ser él.
Había avanzado una corta distancia sendero abajo cuando empezó a llover. Al principio fue una ligera llovizna, suficiente para hacer que el terreno resultara resbaladizo; luego, a medida que el viento adquiría velocidad, el agua empezó a caer a raudales. El sombrero de juncia, amplio y en forma de cono, le protegía la cabeza y los hombros; pero tenía las piernas empapadas y las sandalias, llenas de barro, se caían a pedazos. Trató de acelerar el paso, ansioso por llegar a Seisenji antes del anochecer, pero el sendero se tornó más traicionero —en algunos puntos, el agua lo atravesaba como un río— y temió que el diluvio pudiera obligarle a pasar la noche en el bosque. Mientras la lluvia le caía a chorros del sombrero y los pies perdían toda sensibilidad empezó a cuestionarse qué estaba haciendo. ¿Qué esperaba del encuentro con la señora Maruyama, si es que llegaba a producirse? ¿Por qué había emprendido él aquel viaje tan ingrato y peligroso? ¿Acudiría ella a la cita? ¿Lo haría acaso con el único fin de traicionarle?
Recordó con nitidez el momento en el que había deseado introducir las manos bajo la cabellera de Naomi y palpar su nuca; de inmediato, trató de apartar de la mente tal pensamiento.
Ella le había reprendido por contemplarla como una simple mujer, por no tomarla en serio como gobernante. Shigeru no volvería a cometer el mismo error, si es que ella aparecía en el templo... En cualquier caso, Shigeru no deseaba volver a involucrarse con las mujeres, al recelar del dolor y la decepción que la pasión traía consigo. ¡Pero qué hermoso cabello!
Casi había oscurecido cuando el sendero de montaña, que ahora más bien parecía una catarata, descendía bruscamente y se unía a una carretera que conducía ladera arriba, en suave pendiente. En lo alto de la ladera, casi oculto por la lluvia torrencial y los oscuros cedros, se hallaba un edificio de pequeñas dimensiones con tejado curvo y amplios aleros. Cuatro caballos, uno de ellos una hermosa yegua, estaban amarrados de espaldas al viento, bajo un endeble cobertizo techado con paja que se estremecía con las ráfagas de viento, soltando briznas y ramitas como si de enormes gotas de lluvia se tratara.
Shigeru se detuvo junto a los escalones del edificio y se quitó el calzado y el sombrero, ambos empapados. A pesar de la lluvia, todas las puertas estaban abiertas. Subió hasta la veranda y miró hacia adentro.
El agua corría a raudales por los aleros y salpicaba al chocar contra el suelo, rodeando el templo como una cortina viviente. Había lámparas encendidas en el interior; pero la sala principal del templo, en cuyo suelo sólo se veían tablones desnudos, se hallaba desierta. Daba la impresión de que apenas se utilizaba. Sobre una pequeña plataforma descansaba una estatua del Iluminado; frente a ésta había varios jarrones con flores frescas: polemonio de capullos amarillos y tallos de bambú sagrado con bayas rojas. Pocos objetos más completaban la decoración: únicamente figuras votivas de bueyes y caballos que colgaban de las vigas.
Shigeru anunció su presencia con voz suave y escuchó cómo la señora Maruyama le decía algo a Sachie, su dama de compañía, quien se levantó y se aproximó a la puerta. Luego Sachie se giró y, en dirección a la habitación interior, susurró:
—Es él.
Shigeru le hizo un gesto, temiendo que pronunciara su nombre; pero ella se limitó a decir con una leve inclinación de cabeza:
—Entrad. Os estábamos esperando.
Shigeru recordaba a Sachie como una mujer de alto rango, elegante y exquisita. Ahora parecía más joven y menos refinada; las ropas que vestía eran sencillas y tenían la hechura de las de un hombre. El suelo de la habitación interior estaba cubierto de estera y Shigeru vaciló en el umbral, pues no deseaba tomar asiento con su atuendo empapado y manchado de barro.
La señora Maruyama se hallaba sentada, pero el ambiente resultaba demasiado oscuro como para distinguir su rostro. Se levantó y se acercó al recién llegado. Ella también vestía ropas de hombre, confeccionadas con tela oscura, y llevaba el cabello recogido hacia atrás, con cordones. En contraste con Sachie, su indumentaria le hacía parecer mayor, más alta y fuerte; pero no conseguía disimular su hermosa cabellera ni la nueva delgadez que el sufrimiento había aportado a su rostro, dejando al descubierto la belleza de los huesos bajo el blanco cutis. Su expresión era sincera y su mirada, directa y franca.
—Me alegro mucho de veros. Os doy las gracias por haber recorrido un camino tan largo. Debéis de encontraros cansado, y estáis empapado. Sachie, ¿podemos proporcionarle algo seco que ponerse?
—Se lo preguntaré al mozo de cuadra —respondió la mujer. Abandonó la estancia en silencio y, atravesando la sala de oración, se encaminó a la veranda. Pasados unos momentos regresó con una túnica seca que despedía un leve olor a caballo, como si acabara de salir de las alforjas de una montura.
Shigeru se dirigió junto a Sachie al otro extremo de la sala principal, donde había un espacio de similar tamaño, cubierto de estera y dividido en varios cuartos de almacenaje y una sala de trabajo. Los archivos del templo se encontraban apilados en montones enmohecidos, y un bloque de tinta seco y agrietado yacía abandonado sobre una mesa de escritorio de baja altura.
—¿No vive nadie aquí? —preguntó.
—La gente de los alrededores cree que el templo está encantado —respondió Sachie—. No se atreven a acercarse. Los sacerdotes que se instalan en el santuario acaban por enloquecer; se quitan la vida o salen huyendo. Nadie nos molestará y, si alguien nos viera, pensaría que somos fantasmas.
Sachie llevó un cuenco con agua fría a la veranda y Shigeru se lavó la cara, las manos y los pies.
—Prepararé algo de comer —dijo ella entre susurros. Una vez que se hubo marchado, Shigeru se quitó la ropa, se secó y se enfundó la túnica prestada. Había sido confeccionada para un hombre de menor tamaño. Shigeru se la ató lo mejor que pudo, colocó a
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en el fajín e introdujo el puñal en el interior de la pechera. El frío era ahora más intenso y, a pesar de la ropa seca, empezaba a sentir escalofríos.
Shigeru regresó a la habitación interior, donde la señora Maruyama le indicó que se sentara. Debía de haber traído algunos enseres consigo, en el caballo de carga, pues en el suelo se veían almohadones de seda que no podían pertenecer al templo; junto a ella, había una espada.
—Gracias por vuestro mensaje —dijo Shigeru—. Lamento mucho la muerte de vuestro hijo, tan seguida de la de vuestro marido.
—Os hablaré de ello más tarde. También vos habéis sufrido terribles pérdidas.
—Sentí que me entendíais mejor que nadie.
La señora Maruyama esbozó una sonrisa.
—Confío en que no hayáis perdido a todos cuantos amabais.
—No —respondió Shigeru tras meditar unos segundos—. Mi hermano sigue con vida, así como mi madre y mi preceptor. Me queda, al menos, un amigo. Tengo mucho que agradeceros —añadió—. Si os hubierais unido a Iida el año pasado, los Otori habríamos sido aniquilados por completo.
—Teníamos un compromiso, os di mi palabra. Jamás estableceré una alianza con los Tohan.
—Aun así, Arai Daiichi, conocido vuestro, sirve ahora a Noguchi, cuyo nombre se ha convertido en sinónimo de traidor por todo el País Medio.
—No le quedó alternativa; tuvo la suerte de que no le obligaran a quitarse la vida. En mi opinión, Arai está esperando el momento de resarcirse, al igual que vos. Nos mantenemos en contacto siempre que podemos, a través de Muto Shizuka.
—Fue ella quien nos traicionó a Iida —replicó Shigeru—. Imagino que Arai lo desconoce, ya que siguen juntos y ella espera un hijo suyo.
—Veo que el asunto os molesta.
—Me molestan muchas cosas —respondió Shigeru—. Estoy aprendiendo a ser paciente; pero es probable que la mujer de los Muto vuelva a traicionarnos. Os pido que no le habléis a Arai de este encuentro.
Sachie entró silenciosamente en la estancia, portando una bandeja con dos cuencos llenos de un guiso elaborado en su mayor parte con verduras y mezclado con huevo. Al cabo de unos instantes, regresó con una tetera y tazones.
—La comida es muy sencilla —se disculpó—. Tuvimos que traer de todo, con los caballos. Si mañana deja de llover, Bunta irá a buscar más alimento.
—Yo tendría que volver a Misumi mañana mismo —indicó Shigeru.
—En ese caso, comamos deprisa —repuso Naomi—. Tenemos mucho de que hablar.
Shigeru cayó en la cuenta de que estaba hambriento, y le costaba comer con moderación. Ella apenas probó bocado, como si no tuviera apetito, y en ningún momento dejó de observarle.
Una vez que hubieron terminado, Sachie se llevó los cuencos; el joven Bunta llegó con un brasero con carbones encendidos y luego se retiró también. La lluvia seguía cayendo a raudales; el viento silbaba entre los cedros. La noche se les vino encima. El viejo edificio estaba repleto de sonidos extraños, como si numerosos fantasmas conversaran con voces chirriantes, con la boca llena de polvo.
La señora Maruyama dijo:
—Estoy convencida de que mi hijo fue asesinado.
—¿Qué edad tenía?
—Ocho meses.
—Los recién nacidos pueden morir por muchas causas —respondió Shigeru. De hecho, muchos niños no recibían nombre hasta cumplir los dos años, cuando sus probabilidades de sobrevivir eran más fundadas.
—Era un niño excepcionalmente robusto, jamás enfermaba. Aparte de eso, me habían advertido de que si no accedía a los deseos de la familia de mi difunto marido, me castigarían de una u otra forma.
Los ojos de Naomi habían adquirido un nuevo brillo bajo la luz de la lámpara; pero ella hablaba con serenidad, desapasionadamente.
—Os preguntaría cómo alguien puede atreverse a daros órdenes —dijo Shigeru—, pero lo cierto es que yo me encuentro en la misma situación. Mi vida depende de la voluntad de mis tíos.
—Ambos somos traicionados por nuestros parientes más próximos. Vuestros tíos, al igual que la familia de mi marido, están dispuestos, deseosos diría yo, a apaciguar a Iida Sadamu y a los Tohan, a acomodarse a sus deseos. No puede esperarse lo contrario, pues a corto plazo sacarán provecho de semejante actitud. Pero con el paso del tiempo, esa conducta interesada sólo puede conducir a la caída de los clanes del Oeste y a la de los Otori. Los Tohan gobernarán los Tres Países de costa a costa, con la crueldad que los caracteriza. La sucesión de Maruyama a través de la línea femenina terminará.
Shigeru se inclinó hacia delante y bajó un poco más el tono de voz.
—Voy a confiaros algo, aunque nunca he hablado abiertamente sobre ello. Tengo la intención de vengarme de Iida y destruirle, no importa el tiempo que tarde. Incluso un hombre como él ha de tener algún punto débil. Antes mencioné que estoy aprendiendo a ser paciente; pues bien, permanezco a la espera de encontrar la estrategia adecuada, espero a que Iida baje la guardia o cometa alguna equivocación. Ésa es la única razón por la que aún sigo con vida. Primero, le veré muerto a él.