A pesar de los esfuerzos por parte de Shigeru durante el verano anterior, la cosecha se había resentido por los contratiempos de la derrota y sus consecuencias. La comida se agotaba; los mendigos acudían en masa a la ciudad, donde morían en las calles a causa del frío o la inanición. Moe no se atrevía a salir de la casa, pues la muerte parecía acechar por todas partes, persiguiéndolos a ella y a su hijo. Rara vez se sentía a salvo, excepto en los aposentos más recónditos de la vivienda; allí Chiyo se sentaba a su lado, le daba masajes relajantes en los hombros y las piernas y, con objeto de aliviar sus temores, le narraba agradables historias sobre diminutos niños mágicos nacidos de huesos de melocotón o cañas de bambú.
Pero ni el entorno seguro de la vivienda ni la destreza de Chiyo pudieron protegerla en último término. La fecha del alumbramiento se rebasó ampliamente; el feto estaba mal colocado y el parto se prolongó inútilmente. Moe estuvo gritando un día entero con su noche; pero antes de que terminara la jornada siguiente se sumió en el silencio. La criatura, una niña, no llegó a llorar. Murió a la vez que su madre, y fue enterrada junto a ella.
El fallecimiento de la joven, por quien nadie sentía un especial afecto, sumió a los moradores de la vivienda en una profunda lástima. Las muertes en sí carecían de importancia —una mujer, una niña— comparadas con las pérdidas sufridas en la batalla; con todo, inspiraban un sufrimiento poco menos que inconsolable. Tal vez los habitantes de la casa del río habían abrigado la esperanza de que el recién nacido trajera consigo promesas de una nueva vida, un nuevo comienzo; y ahora, incluso tan pequeño consuelo les había sido negado. Quizá la propia familia de Otori Shigeru empezaba a pensar que éste sufría una maldición.
El sufrimiento del propio Shigeru, compuesto como estaba por una mezcla de remordimiento y pesar, era el más intenso y recalcitrante. Durante varias semanas estuvo encerrado sin salir, salvo para asistir a las ceremonias funerarias. No bebía vino y apenas probaba bocado; pasaba largas horas en silenciosa meditación, recordando hasta los mínimos detalles relativos a su esposa y al amor distorsionado que ambos habían fabricado a partir de su matrimonio. Evocó, no sin vergüenza, cómo había deseado la muerte de Moe; había querido apartarla de su vida como quien ahuyenta a un mosquito. Su mujer le suponía una fuente de irritación; es más, se habían odiado mutuamente, pero habían yacido juntos para concebir el hijo que había acabado con la vida de ella. Los dos se habían visto obligados a seguir aquel camino: eran marido y mujer; el matrimonio de ambos había sido designado con el fin de tener descendencia legítima. Nadie podía culpar a Shigeru por darle un hijo a su esposa: la función de las mujeres consistía en procrear.
Sin embargo, se trataba de la primera experiencia de Shigeru con respecto a los peligros y los dolores del parto. Sabía cuánto lo había temido Moe; aunque no le habían permitido el paso a la habitación donde su esposa estaba dando a luz, en todo momento fue consciente de su terror y agonía. Le asombraba y le apenaba en igual medida que las mujeres tuvieran que soportar semejante trance: llevaban en sus cuerpos el resultado del deseo de los hombres; se alejaban hasta el borde mismo del mundo y volvían con hijos e hijas. A menudo no regresaban, sino que eran arrastradas hasta las tinieblas, forcejeando en vano por vivir, con sus frágiles y jóvenes cuerpos rasgados inevitablemente.
Con frecuencia, Shigeru soñaba con su hija. En cierta ocasión tuvo un sueño de lo más vivido en el que la niña estaba enterrada bajo tierra; mientras la primavera le calentaba sus gélidas extremidades, plantas de tono verde pálido le iban brotando de los brazos y las piernas como si de helechos tiernos se tratara.
Tanto Akane como Moe le habían sido entregadas a Shigeru. Él mismo había solicitado a su amante, si bien su esposa le había sido impuesta. Ahora ambas estaban muertas, con poco más de veinte años de edad. A menudo reflexionaba sobre todo cuanto Akane le había enseñado; lamentó no haberle dicho que la amaba, no haber dejado florecer el amor por ella, haberlo negado. Lamentó no haber amado a Moe, quien se había entregado a él voluntaria y ardientemente, porque le amaba. Tal vez si ellas hubieran vivido... pero ambas habían desaparecido. Jamás volvería a ver a ninguna.
Entonces, su sufrimiento se veía intensificado por la añoranza. Pasadas unas semanas, Chiyo, con su habitual sentido práctico, organizaba que una u otra de las criadas se demorase después de extender los colchones; pero Shigeru no se sentía capaz de acercarse a ninguna de ellas, diciéndose a sí mismo que jamás volvería a yacer con una mujer.
* * *
La primavera llegó con retraso, si bien con más intensidad que de costumbre. Las brisas procedentes del sur, cálidas y suaves, nunca se habían acogido con tanto entusiasmo. El cielo jamás había parecido de un azul tan intenso, ni las hojas nuevas, de un verde tan brillante. A medida que los días se iban alargando, Shigeru fue ejerciendo control sobre su propia desdicha, al darse cuenta de que, si bien ya no contaba con una posición definida en el seno del clan, aún tenía que planear la recuperación del mismo. Si fuera capaz de dar una nueva forma a su vida, lo mismo sucedería con el clan de los Otori.
Durante sus días de meditación había reflexionado ampliamente acerca de su futuro. Nunca abandonaría la intención de enfrentarse a Sadamu y matarle, de vengar la muerte de su padre y la derrota del clan; pero era consciente de que para conseguirlo debía mantener sus planes en absoluto secreto. Haría pensar al mundo que, en efecto, se había retirado, que no era más que un granjero. Mantendría un comportamiento inofensivo e intachable y aguardaría con paciencia el tiempo necesario, confiando en que se presentara una oportunidad y rezando para que así fuera.
Empezó a representar su nuevo papel en la casa junto al río. Abandonó toda formalidad en la vida diaria, para desagrado de la señora Otori; adquirió la costumbre de vestirse con ropas sencillas y desgastadas, y se dedicó a velar por el cuidado del jardín y de las tierras de su madre. Con todo aquél dispuesto a escucharle hablaba sobre la agricultura experimental, la época en la que llegarían las lluvias y la mejor manera para evitar las orugas, polillas y plagas de langosta. Semejante tarea era, desde luego, necesaria, pues el país al completo había sufrido las consecuencias del invierno anterior y las reservas de alimento estaban casi por completo agotadas. No pasó inadvertido el hecho de que mientras Shigeru se preocupaba de restaurar las tierras de cultivo para que la población pudiera alimentarse, Shoichi y Masahiro gozaban de toda clase de lujos en el castillo, ampliaban y redecoraban la residencia y no hacían concesión alguna en cuanto a los impuestos exigidos por ellos mismos. Los artesanos y los artistas utilizaban pan de oro, ébano y madreperla en los trabajos de restauración, mientras que en una sola semana quinientas personas murieron en las calles de Hagi.
—Ni que decir tiene, supuso un gran alivio para Sadamu —comentó Kikuta Kotaro a Muto Kenji. Había transcurrido más de un año desde la batalla de Yaegahara y los dos maestros de la Tribu se habían reunido, por acuerdo previo, en la ciudad portuaria de Hofu, ahora cedida al traidor Noguchi, anterior vasallo de los Otori—. Si Shigeru hubiera tenido un varón, seguido de otros hijos sanos, la preocupación de Sadamu se habría incrementado considerablemente. Así me informaron en Inuyama.
Shizuka volvió a llenar los cuencos de vino y los dos hombres bebieron con avidez. Ambos eran tíos suyos: Kotaro, por la rama materna, y Kenji, por la paterna. La joven escuchaba la conversación atentamente, ocultando sus sentimientos hacia el señor Shigeru, los cuales no resultaban fáciles de explicar. Nunca había llegado a perdonarse a sí misma la manera en que le había traicionado. Ahora, sintió una punzada de lástima por él y se preguntó si estaría sufriendo por la muerte de su esposa; seguro que también lamentaba la del recién nacido, aunque hubiera sido niña. Shizuka pensó con orgullo en su propio hijo, de seis meses de edad, un varón fuerte y precoz que era la viva imagen de Arai Daiichi, su padre. El niño se encontraba durmiendo en otra habitación, pero ella apenas soportaba tenerle alejado de la vista, y su orgullo se mezclaba con una ansiedad que provocaba que los pechos le escocieran y la leche empezara a brotar.
En cierta manera, semejantes sentimientos avergonzaban a la joven, ya que siempre la habían alabado por su falta de compasión y su carencia de emociones, ambas características tan valoradas en el seno de la Tribu. Se ciñó los brazos al pecho con la esperanza de que la leche no produjera una mancha o desprendiera olor, a sabiendas de que los dos hombres presentes en la habitación notarían cualquier cambio en ella.
De hecho, Kenji lanzó una mirada a su sobrina con su habitual talante humorístico y cínico. Mientras tanto, Kotaro prosiguió:
—Pero la posibilidad de hijos futuros ha convencido a Sadamu de que cometió un error el año pasado, al no insistir en que Shigeru muriera. Se ha obsesionado aún más con él; sólo su muerte le liberará y le procurará la paz.
—¿Por qué le perdonó la vida? —preguntó Shizuka. Ninguno de los tres era confidente de Iida, pero Kotaro residía en Inuyama, tenía en la ciudad sus propios espías y se relacionaba con Ando y Abe, ambos lacayos de Sadamu. El maestro de los Kikuta conocía los pensamientos e intenciones del poderoso señor de la guerra mejor que sus dos acompañantes.
—Sadamu tenía la curiosa idea de que estaba actuando de manera honorable. Su vanidad quedaba minada por el hecho de que había vencido en la batalla gracias a la traición, y Shigeru le había salvado la vida dos años antes, en las cuevas subterráneas. Creyó que así cancelaba una deuda pendiente.
—Es tan imposible que Sadamu actúe con honor como que Shigeru actúe sin él —sentenció Kenji, y acto seguido se echó a reír, como si estuviera contando un chiste.
—Eso es lo que muchos comentan —convino Kotaro—, aunque no al alcance del oído de los Tohan, si es que valoran sus lenguas y sus orejas. —Soltó una carcajada y, sin apartar la mirada del rostro de Kenji, continuó:— Pero he recibido una solicitud (aunque en realidad no me lo expresaron con tanta delicadeza) por parte de Ando, según la cual hay que quitar de en medio a Shigeru antes de que termine el año.
Kenji hizo un gesto a Shizuka para que volviera a llenar el cuenco y bebió un trago de vino antes de responder. Los tres se encontraban sentados en la trastienda de la casa de un comerciante; al fondo de la estancia había una pequeña veranda y detrás, un patio sin pavimentar. Alguien había colocado unos cuantos recipientes de bambú sagrado y hoja de plata al borde de la veranda, pero el patio estaba atestado de plataformas de almacenaje, cajas y cestas; junto a la cancela, dos caballos de labor y varios porteadores aguardaban pacientemente a recibir sus respectivas cargas. Desde detrás de la tapia de la vivienda llegaban los sonidos de la ciudad portuaria. En Hofu, el ritmo de vida seguía los vientos y las mareas. Era mediodía; la marea alta y el repentino cambio de dirección del viento habían traído consigo una frenética actividad que enmascaraba el prolongado silencio por parte de Kenji.
Por fin, con voz suave, dijo:
—Creía que el año pasado habíamos llegado a un acuerdo por el que era preferible mantener a Iida intranquilo, y que Shigeru debería permanecer con vida.
Shizuka reflexionó que nunca había visto perder los nervios a ninguno de sus dos tíos. Cuanto más se enfadaban, con mayor gentileza se expresaban, sin prescindir en ningún momento del férreo control que ejercían sobre sí mismos. Había visto a ambos matar con la misma calculada precisión e igual carencia de sentimientos. Tuvo una repentina visión de Shigeru bajo los cuchillos de los maestros de la Tribu y se sorprendió en gran medida al comprobar que la mera idea le causaba dolor, así como un sentido de culpabilidad nada característico en ella.
El viento sacudió estrepitosamente las frágiles mamparas.
—Viene del este —observó Kotaro con cierta irritación.
—Te retendrá en Hofu varios días —comentó Kenji, pues Kotaro se encontraba de regreso a Inuyama tras partir del Oeste—. Tendremos tiempo para unas cuantas partidas más —los dos hombres habían estado jugando al
go
y la bandeja con el tablero y las piezas se encontraba sobre la estera, entre ambos—. En todo caso, ¿qué te llevó a Maruyama?
—Otra misión para el señor Iida, excelentemente remunerada —respondió Kotaro—. No debe salir de estas paredes, pero no me importa contarte de qué se trata. Sadamu está furioso porque los clanes del Oeste no se unieron a él en el ataque contra los Otori. Perdió demasiados hombres en Yaegahara como para acometer otras campañas militares, aunque desea castigar a los Seishuu, en particular a la señora Maruyama. Confía en persuadirla de que obedezca a la familia de su marido, como es propio de una buena esposa.
Lanzó una mirada a Shizuka.
—A tu guerrero le han recortado las alas, ¿no es verdad? ¿Se muestra avergonzado y arrepentido, tal como se espera de él?
—Intenta fingirlo —respondió Shizuka—; su vida depende de ello. Pero, en su fuero interno, Arai está indignado. Le enfurece que le hayan obligado a servir a un traidor y teme que sus hermanos le usurpen su posición de primogénito si su padre llegase a morir mientras él se encuentra con los Noguchi, lejos del dominio familiar.
—¡Se lo tiene merecido! —replicó Kotaro, echándose a reír otra vez—. Vigílale de cerca, igual que el año pasado, sobre todo por si estuviera contemplando la posibilidad de otras reuniones imprudentes, y comunícanoslo de inmediato. Estás en la situación perfecta para juzgar por ti misma, y así me ahorraré otro viaje largo y aburrido. —Se inclinó hacia delante y, bajando la voz, le dijo a Kenji:— No tenía ni idea de que hubiera tan pocas familias de la Tribu en Maruyama; no hay ningún miembro de los Kikuta, por eso tuve que acudir personalmente. ¿Acaso nos estamos extinguiendo? ¿Por qué nacen tan pocos niños entre nosotros? —Se giró hacia Shizuka y, con brusquedad, preguntó:— ¿Cómo es tu hijo? ¿Tiene las manos de los Kikuta?
Lo primero que hizo Shizuka cuando el niño nació fue buscarle en la palma de la mano la línea recta característica de la familia Kikuta; ella misma la había heredado de su madre. Negó con la cabeza.
—Ha salido a su padre.
—Por lo general, la mezcla de sangre suele disminuir las dotes extraordinarias —gruñó Kotaro—. Por eso, la Tribu siempre se ha mostrado en contra. De todas formas es una lástima, pues se han dado algunas excepciones en las que los poderes han aumentado. Confiaba en que pudiera ser el caso de tu hijo.