La señora Maruyama esbozó una sonrisa.
—Me alegro; abrigaba la esperanza de oíroslo decir. Ése es también mi íntimo deseo. Trabajaremos juntos y compartiremos la información y los recursos con los que contemos.
—Aun así debemos mantener el secreto, tal vez durante años.
—Lo que se oculta a ojos del mundo aumenta en fortaleza y en valor —sentenció ella.
—Me ha llegado el rumor de que Iida tiene la intención de asegurarse el dominio de Maruyama casándose con vos —dijo Shigeru, confiando en no resultar excesivamente brusco.
—La familia de mi marido pretende obligarme a aceptar ese matrimonio. Ni la muerte de mi hijo ni las amenazas de acabar con la vida de mi hija lo conseguirán. Antes, preferiría estar muerta. —Aseguró, y tras una pausa, añadió:— Debería hablaros de mi vida para que me comprendáis mejor. Mi marido, Ueki Tadashi, pertenecía a un pequeño clan residente en la frontera entre el Este y el País Medio. Había estado casado con anterioridad, con una mujer del Este, y tenía tres hijos. La primogénita era mayor que yo; tenía dieciséis años y estaba casada con un primo de Sadamu, Iida Nariaki, a quien mi marido adoptó, aunque Nariaki conservó el apellido Iida.
—Sé que no es asunto mío —dijo Shigeru—; pero ¿quién concertó vuestra boda? ¿Elegisteis vos misma a vuestro marido?
—Yo mantenía ciertas objeciones, he de confesar. No me agradaba la idea de tener hijastros y me inquietaba una alianza tan estrecha con la familia Iida. Pero me dejé convencer y, en un primer momento, no me arrepentí. Mi marido era un hombre encantador, inteligente y bondadoso; además, me prestaba todo su apoyo.
Shigeru trató de reprimir una repentina punzada de un sentimiento que se asemejaba a los celos. Naomi prosiguió:
—Pero los hijos de mi marido eran una cuestión bien distinta, pues por culpa precisamente de la benevolencia que le caracterizaba no ejerció sobre ellos el control propio de un padre. Su hija se comportaba como si ella misma fuera la heredera de Maruyama. Cuando nació mi propia hija, no se molestó en ocultar su rabia y su decepción, y empezó a presionar para ser reconocida legalmente como sucesora. Mi marido nunca se lo negó abiertamente; se limitó a dar largas al asunto. Entonces, la salud de él empezó a flaquear. Cuando nació nuestro hijo, la alegría consiguió que se recuperara en cierta medida; pero esto duró tan sólo unas semanas. Había estado enfermo todo el invierno, y murió antes de que el niño cumpliera un mes de edad, se cree que a causa de un tumor.
—Os acompaño en el sentimiento —dijo Shigeru.
—Hasta que falleció, no había caído yo en la cuenta de lo mucho que me protegía —continuó Naomi—. Desde entonces, me han atacado por todos los frentes. No me tomé en serio las amenazas hasta que mi hijo murió. Carezco de pruebas de que fuera envenenado, pero sucumbió de repente, a pesar de lo sano y fuerte que siempre había sido. Se hizo caso omiso de mis acusaciones y mis sospechas; se decía que el sufrimiento me había enloquecido. Se expresaron opiniones acerca de que una mujer no podía dirigir un clan; un hombre jamás se habría debilitado de semejante manera.
Shigeru examinó el rostro de su interlocutora bajo la luz parpadeante. La expresión de Naomi denotaba tristeza; pero él estaba convencido de que el carácter de aquella mujer era tan firme que ninguna desdicha conseguiría conducirla a la locura. Shigeru la admiraba enormemente y sentía deseos de decirselo, pero al mismo tiempo temía dejar al descubierto la profundidad de un sentimiento que ni él mismo había llegado a admitir. Su conducta empezó a perder espontaneidad, pronunciaba frases breves y bruscas que sonaban falsas a sus propios oídos. Deseaba hablar a Naomi del sueño que había tenido sobre su hija muerta, a la que le crecían brotes de helecho, y lo mucho que el mensaje de ella había significado para él; pero se sentía reticente a desvelar sus propias emociones, por si pudieran ablandarle y entonces...
El resultado de la conversación entre ambos parecía insuficiente y decepcionante. Shigeru no estaba en disposición de ofrecer ayuda alguna a la señora Maruyama en el terreno político o militar, tan sólo les vinculaba el deseo compartido de la muerte de Iida. La brecha entre el deseo y la realidad parecía insuperable. Lo único que podía ofrecerle a ella era su respaldo silencioso, así como años de espera y confidencialidad. Ni siquiera merecía la pena expresarlo con palabras. Finalmente, la inconexa conversación entre ambos fracasó por completo y se mantuvieron sentados en silencio durante un prolongado espacio de tiempo. El viento aullaba en el exterior; zarandeaba el tejado, arrojaba la lluvia contra los muros e introducía por las rendijas gélidas corrientes de aire.
—Supongo que podremos escribirnos el uno al otro —dijo Shigeru por fin. Ella hizo un gesto de asentimiento, pero no volvió a pronunciar palabra salvo para desearle buenas noches. Él se despidió en respuesta y se dirigió a la sala de trabajo, donde se tumbó en el suelo y se pasó tiritando casi toda la noche, ataviado con la ligera túnica que le quedaba pequeña, tratando de apartar el pensamiento de que Naomi dormía a menos de veinte pasos de distancia y de que tal vez le hubiera citado a aquel encuentro con otras razones en mente, ahora que ambos habían enviudado.
Resultaba imposible no sentir admiración por ella. Era hermosa, inteligente, valiente y capaz de albergar profundos sentimientos; tenía todo lo que podía desearse en una mujer. Había hablado con mucho afecto de su marido: era indiscutible que le había amado y que aún le añoraba. Por su parte, Shigeru no deseaba involucrarse con ninguna mujer, y mucho menos con una dama de tan alto rango con quien jamás se le permitiría casarse y en la que Iida, su más acérrimo enemigo, había puesto sus miras.
Cuando Shigeru se despertó había dejado de llover, aunque el cielo de primera hora de la mañana seguía cubierto. Sus propias ropas continuaban húmedas, pero se las volvió a poner y dejó la túnica prestada sobre el suelo, doblada. Sachie y Bunta habían acudido a la aldea más cercana a comprar comida para el viaje de vuelta a Maruyama, pues deseaban aprovechar el cambio en el estado del tiempo. Naomi invitó a Shigeru a quedarse en el templo hasta que regresaran, pues así podría llevarse consigo algo de comida; pero él estaba ansioso por atravesar el primer puerto de montaña antes del anochecer.
—No me parece correcto dejaros sola —indicó.
Ella pareció molestarse un tanto por el comentario.
—Si queréis marcharos, hacedlo ahora. No corro peligro y, aunque así fuera, soy perfectamente capaz de defenderme —aseguró al tiempo que señalaba la espada que tenía junto a sí—. También tengo una lanza afuera. Os aseguro que sé luchar con ambas.
Se despidieron con frases formales y con un cierto sentimiento de desencanto por ambas partes.
"Un viaje desperdiciado —se lamentó Shigeru—. Los dos hemos sido debilitados sin remedio". No veía él cómo podían ayudarse mutuamente; aun así, no creía que pudiera alcanzar algún logro sin ella. Era el único aliado con que contaba.
Cuanto más se alejaba del templo, peor se sentía por haberla dejado. Deseaba conversar con ella; sentía que no le había expresado su gratitud por apoyarle en contra de Iida, por entender su sufrimiento, por realizar el viaje para reunirse con él. Podrían pasar meses hasta que volvieran a encontrarse; de pronto, la idea misma le resultó insoportable. Llevaba caminando apenas dos horas cuando empezó a llover de nuevo, con más intensidad que nunca. Enfrentado a la perspectiva de pasar la noche a la intemperie, se dijo a sí mismo que lo más sensato sería regresar. En cuanto se dio la vuelta, su estado de ánimo cambió. Comenzó a andar a toda velocidad; a menudo echaba a correr, sin apenas darse cuenta de que la lluvia le azotaba por todo el cuerpo y le calaba hasta los huesos. El corazón le golpeaba en el pecho a causa del cansancio y la emoción.
Se dio cuenta de inmediato de que Sachie y el mozo no habían regresado. Sólo un caballo, la hermosa yegua, permanecía bajo el cobertizo. Al escuchar que se aproximaba, la criatura giró la cabeza y soltó un suave relincho. Shigeru avanzó pisando los charcos, se desabrochó las sandalias y, de un salto, se subió al entarimado de la veranda.
Escuchó el sonido de un arma blanca saliendo de su vaina y colocó la mano en la empuñadura de
Jato
al tiempo que anunciaba su llegada, si bien sin mencionar su propio nombre o el de ella. Cuando entró en la sala de oración, la puerta corredera situada a su izquierda se abrió y Naomi dio un paso adelante, blandiendo la espada. Durante unos instantes, se contemplaron el uno al otro sin mediar palabra. El cutis de ella, por lo general pálido, denotaba un cierto rubor, y los ojos le brillaban de entusiasmo.
—Yo... he vuelto —dijo Shigeru.
—No esperaba que fuerais vos. —Naomi miró la espada, y luego la bajó—. Estáis empapado.
—Sí. La lluvia —contestó haciendo un gesto hacia la puerta, donde el agua caía en una cortina compacta.
—Sachie y Bunta deben de haberse quedado en la aldea —murmuró ella—. Dejadme que os quite la ropa mojada.
La vestimenta de Shigeru soltaba tanta agua que se estaban formando charcos en el suelo, a su alrededor. Se sacó el sable del fajín y lo colocó al otro lado de la puerta de la habitación cubierta de estera. Naomi situó su espada junto al sable y luego se acercó a Shigeru con movimientos deliberados y semblante inexpresivo. Shigeru olió su perfume, su cabello y, después, su aliento. Ella, muy próxima a él, empezó a deshacerle el nudo del fajín. Se lo quitó cuidadosamente y luego levantó la vista para mirarle a la cara en tanto que le apartaba la túnica hacia atrás, a la altura de los hombros. Con las manos, rozó la fría piel del cuello de Shigeru y éste se acordó del plumaje de las aves. Naomi le condujo hasta la habitación interior, se desató su propio fajín y tiró de Shigeru hacia abajo, hasta tumbarle sobre los almohadones de color púrpura. "No debo hacerlo", pensó él, mas no tenía elección. Al momento, reflexionó: "Todo lo demás se me niega; este deseo mío se cumplirá". Le vino a la memoria lo mucho que había sufrido a causa de la fragilidad y la debilidad de las mujeres; pero Naomi no le recibió con pasividad o indiferencia, sino que se entregó a él con una fortaleza y empuje que se correspondían con la fuerza y la necesidad de Shigeru. Bajo la ropa interior de seda, Naomi era esbelta y musculosa. Deseaba el cuerpo de Shigeru en la misma medida que éste deseaba el de ella, lo que a él le asombraba y deleitaba al mismo tiempo.
En el templo desierto, se aferraron el uno al otro como fugitivos. Mientras cayera la lluvia, estarían a salvo; nadie se acercaría hasta que amainara. Eran los emperadores de un palacio por encima de las nubes, en un mundo más allá del tiempo donde todo era posible.
"Ahora sé lo que es enamorarse", reflexionó Shigeru un tanto maravillado, pues nunca antes había experimentado el amor. Siempre se había mantenido alejado de él por consejo de su padre. Ahora, al darse cuenta de la imposibilidad de resistirse, soltó una carcajada.
Naomi también se echó a reír y empezó a comportarse de manera traviesa, como si fuera una niña. Trajo té y lo sirvió no como una gran dama, sino como una criada.
—Debería servirte yo a ti —dijo Shigeru—. Eres líder de tu clan, y a mí me han despojado de mi posición; no soy nadie.
Ella negó con la cabeza.
—Siempre serás el señor del clan Otori, pero nos serviremos mutuamente. A ver —comenzó a utilizar un lenguaje coloquial—. Toma. Bebe.
Las bruscas palabras que salían de la boca de ella hicieron que Shigeru volviera a echarse a reír.
—Te amo —dijo él.
—Lo sé. Y yo te amo a ti. Existe un vínculo entre nosotros de una vida anterior; de muchas vidas, tal vez. Lo hemos sido todo con respecto al otro: padre e hija, madre e hijo, hermano y hermana, amigos íntimos.
—Y seremos marido y mujer —añadió él.
—Nada podrá impedirlo —respondió ella. Luego, acariciándole, añadió:— Es lo que ya somos. Supe que te amaba en el momento que te vi en Terayama. De alguna manera te reconocí, como si te hubiera conocido antes íntimamente pero se me hubiera olvidado. Mi marido aún vivía y yo era consciente de que nunca podría admitir mi nuevo amor. Pero no dejé de pensar en ti ni de rezar por tu seguridad. Cuando mi esposo y mi hijo murieron, sólo pensar en ti me sostuvo. Entonces tomé una decisión: me habían sido arrebatadas tantas cosas que me aferraría a lo único que realmente deseaba.
—Es lo mismo que yo siento —repuso Shigeru—. ¿Pero qué futuro nos aguarda? Antes eras un sueño, una posibilidad remota. Ahora, te has convertido en mi realidad. ¿Qué sentido tendrán nuestras vidas, si vamos a estar separados?
—¿Por qué no nos casamos? Acompáñame a Maruyama. Allí celebraremos la boda —sugirió. Su voz era cálida y despreocupada, y su optimismo trasladó a Shigeru a una ensoñación donde todo era posible: se casaría con aquella mujer y viviría con ella; establecerían la paz en las tierras del Oeste, tendrían hijos...
—¿Nos lo permitirían alguna vez? —preguntó él—. Mis tíos son ahora los dirigentes del clan Otori. Mi matrimonio les afectaría directamente; jamás aprobarían una unión que aumentase hasta tal punto mi estatus y mi poder. Además, está la cuestión de Iida Sadamu.
—Los Tohan eligieron mi primer marido. ¿Por qué han de seguir opinando sobre mi vida? Soy dirigente por derecho propio. No permitiré que se tomen decisiones por mi cuenta.
El tono autoritario de Naomi hizo sonreír a Shigeru, a pesar de los negros presagios que este último albergaba. Se daba cuenta de la seguridad que tenía de sí misma, la seguridad de una mujer consciente de ser amada por el hombre al que ella ama. A pesar de las pérdidas que Naomi había sufrido el año anterior, aún conservaba un aspecto de juventud. El sufrimiento había dejado su huella, pero no le había mellado el espíritu.
—Trabajemos para conseguirlo —repuso él—. ¿Pero conseguiremos mantener nuestra relación en secreto? Puede que logremos encontrarnos una o dos veces sin que nos descubran, aunque...
—No hablemos ahora de peligros —interrumpió ella con suavidad—. Los dos sabemos que existen; tenemos que convivir con ellos a diario. Si no podemos vernos al menos nos escribiremos, como dijiste anoche. Te enviaré mis cartas, como la otra vez, a través de la hermana de Sachie.
A Shigeru le vino a la mente el anterior mensaje, que le había entregado su antiguo lacayo.
—Conociste a Harada, uno de mis guerreros. Cuando me dijo que se había unido a los Ocultos, me quedé sin palabras —Shigeru había bajado el tono aunque no existía posibilidad de que nadie le escuchara a través del chaparrón. Su voz también denotaba cierta indecisión, pues no estaba seguro de hasta qué punto Naomi estaba dispuesta a hablarle del asunto.