—Y yo te lo prohibo. Aún no eres adulto; estás obligado a obedecerme.
—Ya no eres el heredero del clan —replicó Takeshi. Su voz tenía un matiz de amargura; estaba claro que perseguía herir a Shigeru.
—Pero sigo siendo tu hermano mayor.
Shigeru entendía el desengaño del joven con respecto a su propia actitud; aun así, le resultaba doloroso.
—El señor Shigeru tiene razón —intervino Matsuda—. Tienes que obedecerle. Quiere que regreses a Hagi con él.
—Supongo que cualquier cosa es preferible a quedarse aquí —masculló Takeshi—. ¿Pero qué voy a hacer en Hagi?
—Estarás muy ocupado: podrás seguir con tus estudios, ayudarme... —"y aprender lo que yo mismo tengo que aprender: a ser un hombre", pensó Shigeru—. Mañana nos despediremos de nuestro padre —añadió—. En cuanto termine el festival, regresaremos a casa.
* * *
Takeshi no derramó lágrimas durante la breve ceremonia. El joven Otori obedeció a Shigeru sin discutir y se despidió de Matsuda, dándole las gracias por sus enseñanzas y dando muestras de lo que parecía un afecto sincero. Regresaron de la misma manera en la que Shigeru había llegado al templo: a pie, con ropas sin distintivos y a través de las montañas.
En una ocasión, Takeshi preguntó:
—¿Así es como va a ser siempre, a partir de ahora?
—Sé que no resulta fácil —admitió Shigeru—, y con el paso del tiempo nos parecerá más difícil todavía; pero no siempre será así.
El semblante de Takeshi, hasta entonces hosco y malhumorado, se animó en cierta medida.
—¿Nos vengaremos?
Se encontraban completamente a solas, lo que tal vez no volvería a suceder hasta pasados meses, o incluso años. Con voz calmada, Shigeru respondió:
—Sí, te lo prometo. La muerte de nuestro padre y nuestra derrota serán vengadas; pero para conseguirlo necesitamos actuar de manera clandestina e hipócrita, a lo que ninguno de nosotros está acostumbrado. Tenemos que aprender a permanecer inactivos hasta el momento oportuno.
—Confío en que no sea indefinidamente —repuso Takeshi con una sonrisa.
* * *
Transcurrieron las semanas y la vida continuó su ritmo. Para mantener ocupado a su hermano, el propio Shigeru llenaba sus días de actividad. Takeshi ya no entrenaba en el recinto del castillo con sus primos, los demás chicos de su edad o los soldados jóvenes del clan. Era Shigeru quien se encargaba de enseñarle en la orilla del río o en el bosque. Miyoshi Kahei y su hermano menor, Gemba, los acompañaban a menudo con el permiso del padre de ambos, y muchos otros muchachos se escapaban a hurtadillas para observar las clases, pues Shigeru, entrenado por Matsuda, se había convertido en un excelente espadachín y Takeshi parecía igualarle o, incluso, sobrepasarle.
Un día, Mori Hiroki, hermano de Kiyoshige y el único hijo superviviente del domador de caballos, se encontraba entre la reducida multitud congregada en la margen del río. Dedicaba sus servicios al santuario del dios del río desde seis años atrás, después de la batalla de piedras en la que su hermano mayor, Yuta, se había ahogado y Takeshi había estado a punto de morir. Ahora Hiroki tenía catorce años. Una vez terminada la sesión de entrenamiento, se acercó a Shigeru y le preguntó si podía hablar con él.
Shigeru siempre había sentido un cierto interés por el muchacho, sobre quien había tomado su primera decisión como adulto. El propio Shigeru había sugerido que fuera enviado al santuario a servir al dios del río. Así mismo, había aconsejado a Yusuke, el padre del chico, que no se quitara la vida, sino que siguiera sirviendo al clan de los Otori con sus excelentes dotes como caballista. Shigeru había sido testigo de cómo Hiroki se iba convirtiendo en un joven perceptivo y cortés que había mantenido su amor por la danza y había llegado a alcanzar una gran habilidad en la materia.
—Mi padre desea comentar ciertos asuntos contigo —dijo Hiroki—. ¿Te importaría ir a visitarle?
—Claro que no, lo haré encantado —respondió Shigeru, reflexionando que tenía mucho que decir al padre de Kiyoshige sobre la vida y la muerte de su hijo.
Hizo las disposiciones necesarias para acudir al día siguiente y partió a primera hora de la mañana, llevando a su hermano menor con él. Ichiro había sugerido que Takeshi debería dedicar su tiempo al estudio de la caligrafía, la historia y la filosofía. El muchacho podría sobresalir en las artes marciales, pero su naturaleza enérgica no soportaba la inactividad y carecía del control necesario de sí mismo para un aprendizaje diligente. Tanto Ichiro como Shigeru trataron de hacerle ver que el conocimiento intelectual aumentaba las destrezas físicas, y que el autocontrol se adquiría llevando a cabo las tareas que a uno le disgustaban con tanto o más entusiasmo que las actividades favoritas. Takeshi recibía estos consejos con impaciencia mal disimulada, y con frecuencia desaparecía de la casa para unirse a las batallas de piedras de los chicos de la ciudad, e incluso se enzarzaba con los hijos de los guerreros en combates con sable, tajantemente prohibidos. Shigeru se encontraba dividido entre la irritación por la conducta de su hermano y el miedo a que Takeshi pudiera perder la vida o decidiera huir definitivamente y unirse a las bandas de hombres sin ley que habitaban a la intemperie, en el bosque, y vivían a costa de los campesinos y los viajeros fingiendo ser guerreros invictos cuando en realidad eran poco menos que bandoleros. Shigeru se esforzó todo lo posible por involucrar a Takeshi en su propia vida e intereses.
No atravesaron el río por la presa, sino que cruzaron a pie el puente de piedra. Shigeru se detuvo junto a la tumba del cantero para hacer una ofrenda y elevar una plegaria, albergando la esperanza de que el inquieto espíritu de Akane encontrara la paz. A menudo pensaba en su antigua amante; se enfurecía con ella, la añoraba y lloraba su muerte en igual medida. Mientras tanto, el vientre de Moe se iba abultando con el hijo de Shigeru. Las náuseas de la joven se fueron aplacando con el transcurso de las semanas; pero seguía con la piel cetrina y, con la excepción de la protuberancia propia del embarazo, estaba más delgada que nunca, como si el niño que crecía en su interior arrebatara a su madre toda nutrición. La incomodidad física de Moe fue reemplazada por una profunda angustia a medida que el momento se acercaba, pues de toda la vida había tenido auténtico pavor al parto.
Ambos hermanos se desplazaban a pie porque Shigeru carecía de caballo;
Karasu
había muerto en la batalla, y aún no lo había reemplazado. En Yaegahara habían muerto casi tantos caballos como hombres; los animales que habían sobrevivido habían sido requisados por los Tohan, con notable júbilo por parte de éstos. Entre las pérdidas de los Otori, la escasez de cabalgaduras era una de las que más se lamentaban y más resentimiento provocaban.
Los acompañaba un lacayo de avanzada edad, uno de los pocos que le quedaban a la señora Otori. El hombre caminaba unos pasos por detrás de los hermanos, con actitud sumisa, si bien tanto él como Takeshi y el propio Shigeru eran conscientes del murmullo que les precedía, una mezcla de lástima y de emoción que hacía salir a los comerciantes de sus almacenes y a los artesanos de sus talleres para mirar al antiguo heredero del clan. Se hincaban de rodillas cuando éste pasaba y luego se levantaban para seguirle con la mirada.
La residencia de los Mori se encontraba corriente arriba, a corta distancia de las tierras propiedad de la señora Otori, en la orilla sur del Higashigawa. Durante la adolescencia de Shigeru, la vivienda se había convertido para éste en una especie de segundo hogar. Siempre había sido un lugar donde reinaba una alegría serena, a pesar de la austeridad y la disciplina del estilo de vida de los Mori. Ahora le entristeció entrar en el jardin abandonado, contemplar los establos y los prados desiertos. Divisó unas cuantas yeguas cuidando de sus potrillos y el viejo semental negro que había engendrado a
Karasu;
pero no vio caballos adultos y sólo había cuatro potros de dos años de edad: dos negros y otros dos grises con crines negras.
Hiroki los recibió junto a la cancela de la casa, les agradeció su presencia y los condujo a través de la amplia veranda de madera hasta la sala principal, donde su padre ya se encontraba instalado. En la hornacina se habían colocado flores frescas y sobre el suelo se habían esparcido almohadones de seda para los visitantes. Un anciano trataba de recuperar el jardín, y el chirrido de su rastrillo de bambú era el único ruido que se escuchaba, con la excepción del constante sonido de fondo de las cigarras.
Yusuke parecía tranquilo, pero había adelgazado mucho y los potentes músculos del cuello y los hombros habían desaparecido. Iba vestido con una sencilla túnica blanca. Shigeru sintió una punzada de lástima y de pesar, pues semejante atuendo daba a entender que Yusuke tenía la intención de darse muerte y estaba vestido para el entierro.
Intercambiaron profundas reverencias y Shigeru tomó asiento en el lugar de honor, de espaldas a la hornacina y mirando hacia el jardín, el cual, a pesar de su estado de abandono, ostentaba una cierta belleza. Se percibía que la naturaleza luchaba por recuperar su posesión; las semillas brotaban allí donde caían y los arbustos crecían según su forma natural, escapando de la mano del hombre. Aquel lugar de honor ya no le pertenecía; aun así, ni Shigeru ni Yusuke concebían ninguna otra manera de relacionarse.
—Lamento mucho la muerte de tu hijo —dijo Shigeru.
—Dicen que murió por culpa de la traición de Noguchi.
—Me avergüenza tener que informarte de ello —repuso Shigeru—. Sí, es verdad.
—Fue una noticia terrible —añadió Takeshi—. No puedo creer que mi amigo muriese de semejante manera.
—¿Y
Kamome? -
-preguntó Yusuke, pues amaba a sus caballos casi en la misma medida que a sus hijos.
—
Kamome
sucumbió a las flechas de los Noguchi. Kiyoshige murió empuñando el sable, como si estuviera dispuesto a enfrentarse él solo a todo el clan de los Noguchi. Era el mejor amigo que nadie pueda tener. —Permanecieron en silencio unos instantes; luego, Shigeru añadió:— Has perdido dos hijos por culpa de mi familia. Lo lamento profundamente.
Deseaba decirle a Yusuke que tenía la intención de buscar venganza, que aguardaría con paciencia, que Iida y Noguchi acabarían pagando por la muerte de Kiyoshige y por la de Shigemori... Pero no sabía quién podría estar escuchando, y no debía hablar a la ligera. Rezó para que Takeshi también se mantuviese en silencio.
—Las vidas de nuestra familia pertenecen al señor Shigeru —respondió Yusuke—. Gracias a tu sabiduría y compasión hemos sobrevivido hasta ahora —esbozó una sonrisa y, de pronto, los ojos se le cuajaron de lágrimas—. ¡Y sólo tenías doce años cuando convenciste a tu padre de que nos perdonara la vida! Pero ésa es la razón por la que te he pedido que vengas hoy. Como digo, mi vida te pertenece. Te pido que me liberes de esta obligación. No puedo servir a tus tíos. El hijo que me queda es sacerdote, no cuento con que el dios del río me lo devuelva. Mi único deseo es poner fin a mis días. Solicito tu permiso para hacerlo, y te ruego que me ayudes.
—¡Padre! —exclamó Hiroki, pero Yusuke levantó una mano para silenciarle.
—Veo que tienes el sable del señor Shigemori —le dijo a Shigeru—. Utiliza a
Jato
para matarme.
Una vez más, Shigeru notó la llamada de la muerte. ¿Cómo podía matar a aquel hombre tan leal, tan dotado de talento, y después seguir viviendo? Temía que Yusuke fuera el primero de una larga lista: padres que habían perdido a sus hijos o guerreros que habían sobrevivido a la batalla y no estaban dispuestos a seguir soportando la vergüenza y el deshonor de la derrota. Los mejores hombres de los Otori seguirían a aquellos que habían desaparecido; el clan se destruiría a sí mismo. Pero si el propio Shigeru ya estuviera muerto, nada de esto le incumbiría... Tal vez sería mejor aceptarlo, ordenar a su esposa, su madre y su hermano que se dieran muerte, y él mismo quitarse la vida. Le parecía notar que Takeshi, sentado a su lado, le impulsaba a hacerlo.
Escuchó el relincho del semental, que llegaba desde el prado; el sonido le recordaba a
Karasu
hasta tal punto que le dio la impresión de estar oyendo a un fantasma.
—Necesitamos más caballos —sentenció—. Te liberaré de tus obligaciones para conmigo; tu hijo Kiyoshige pagó con creces cualquier posible deuda. Pero tengo que hacerte una última petición: que vuelvas a criar las manadas de caballos de los Otori antes de abandonarnos.
No se le ocurría nada mejor que pudiese restaurar el orgullo y el espíritu del clan que la restitución de sus caballos.
El semental relinchó de nuevo y uno de los potros respondió, haciendo eco, desafiando a su padre.
—Tendría que viajar en busca de ejemplares —respondió Yusuke—. No encontraremos ninguno en los Tres Países durante un tiempo; los caballos del Oeste son excesivamente pequeños y lentos, y los Tohan, con toda seguridad, se negarían a ayudarnos.
—Hace años, mi padre solía hablar de las estepas de caballos —dijo Hiroki—. ¿No le gustaría viajar al continente y verlas por sí mismo?
—Los caballos del filo del mundo... —murmuró Yusuke—. Más fieros que los leones, más rápidos que el viento.
—Tráete de allí unos cuantos, como último servicio a los Otori —propuso Shigeru.
Yusuke permaneció en silencio un buen rato. Cuando tomó la palabra su voz, tan firme momentos antes, se le quebró:
—Por lo que se ve, me he puesto la túnica funeraria antes de tiempo. Te obedeceré, señor Shigeru; seguiré con vida. Viajaré al extremo del mundo y volveré con caballos.
Las lágrimas que no había derramado hasta entonces le surcaban ahora las mejillas.
—Perdóname —dijo, secándoselas con la manga blanca—. Éste es el sufrimiento del que había esperado escapar. Vivir resulta mucho más doloroso que morir.
Takeshi apenas habló, pero cuando se marcharon le murmuró a su hermano:
—El señor Mori tiene razón. Cuesta más vivir.
—Por mi bien, debes hacerlo —respondió Shigeru.
—Me quitaría la vida si tú quisieras; si me pides que no lo haga, supongo que debo obedecerte. Pero es algo que me avergüenza.
—Estamos obedeciendo a nuestro padre; no hay nada de qué avergonzarse. Y acuérdate de que no será para siempre.
Los temores de Moe iban en aumento a medida que su hijo crecía de tamaño. Todo cuanto la rodeaba parecía conspirar para atemorizarla. En la ciudad de Hagi era bien conocido que a los tíos de Shigeru no les agradaba la expectativa del nacimiento. La población hablaba en susurros acerca de maquinaciones para envenenar a la madre y al niño, asesinar a Shigeru y a Takeshi o provocar la muerte de Moe a través de hechizos y encantamientos. El invierno estaba resultando inusualmente desapacible. Las nieves llegaron con antelación y se prolongaron hasta entrado el tercer mes. El viento azotaba desde el noroeste provocando temperaturas glaciales y continuas ventiscas. Los alimentos y la leña empezaron a escasear; apenas era posible conseguir carbón. El terreno estaba cubierto por una resistente capa de hielo y el peso de los carámbanos provocaba roturas en los tejados y en las ramas de los árboles.