—¿Eso es todo lo que somos para ti? ¿Insectos?
—¿Somos? ¿Eres un romántico tal, que aún te cuentas entre ellos? Estamos más allá, por encima de cualquier cosa que ellos podrían jamás esperar ser… ¡Jamás verán nada tan cercano a dioses! Deberíamos unirnos y representar el papel en lugar de guerrear así.
—Nunca me he puesto aparte de ellos. Todo el tiempo he tratado de vivir como un hombre normal.
—¡Pero no eres un hombre normal y no puedes vivir como si lo fueras! ¡Ellos mueren y tú sigues viviendo!
No puedes
ser uno de ellos. ¡No lo intentes! Yo sé lo que eres… ¡su superior! Únete a mí y juntos los dominaremos. ¡Mátame y ambos moriremos!
Glaeken vaciló. Si sólo pudiera tener un poco más de tiempo para decidir… Quería liberarse de Rasalom de una vez por todas. Pero no quería morir. Especialmente ahora, después de que acababa de encontrar a Magda. No podía soportar la idea de dejarla atrás. Necesitaba más tiempo con ella.
Magda… Glaeken no se atrevió a mirar, pero pudo sentir sus ojos sobre él en ese mismo instante. Un gran peso se posó sobre su pecho. Apenas unos momentos antes, ella lo arriesgó todo para mantener a Rasalom en la fortaleza y darle tiempo. ¿Podría él hacer menos y aún merecerla? Recordó el brillo en los ojos de Magda cuando le dio la empuñadura:
«Sabía que vendrías»
.
Mientras luchaba consigo mismo, había bajado la espada. Viéndolo, Rasalom sonrió. Y esa sonrisa fue el ímpetu final.
¡Por Magda!
, pensó Glaeken y levantó la punta. En ese momento el sol superó el risco oriental y su luz le llegó a los ojos. Entre el resplandor, vio a Rasalom lanzándose contra él.
De inmediato, Glaeken se dio cuenta por qué Rasalom estuvo tan dispuesto a hablar, por qué intentó tantas tácticas de demora aparentemente infructuosas, y por qué permitió que se le aproxímala hasta quedar al alcance de la espada: estuvo esperando que el sol coronara las crestas tras él y cegara momentáneamente a Glaeken. Y ahora, Rasalom hacia su jugada, un último y desesperado intento por sacar a Glaeken y la empuñadura de la fortaleza, arrojándolos por el borde de la torre.
Se acercó por debajo de la punta de la espada de Glaeken, con los brazos extendidos. No había lugar para que Glaeken maniobrara, no podía hacerse a un lado ni retroceder con seguridad. Sólo pudo afirmarse en el suelo y elevar la espada, más alto, peligrosamente alto, hasta que sus brazos estuvieron casi rectos sobre su cabeza. Glaeken sabía que esto elevaba su centro de gravedad hasta un nivel precario, pero no estaba menos desesperado que Rasalom. Tenía que terminar aquí y ahora.
Cuando llegó el golpe, las manes de Rasalom se estrellaron con fuerza aturdidora contra sus costillas inferiores. Glaeken se sintió forzado a retroceder. Se concentró en la espada, hincando la punta en la desprotegida espalda de Rasalom, atravesándolo. Con un grito de furia y agonía trató de enderezarse, pero Glaeken se aferró a la espada mientras seguía cayendo hacia atrás.
Juntos rodaron por el borde y se precipitaron hacia abajo.
Glaeken descubrió que estaba extrañamente calmado mientras parecía que flotaban por el aire hacia la cañada, trenzados en lucha hasta el final. Había ganado.
Y había perdido.
El grito de Rasalom titubeó y se detuvo. Sus ojos, negros e incrédulos, miraban desorbitados a Glaeken, rehusándose incluso ahora a creer que estaba muriendo. Y entonces empezó a marchitarse; la espada rúnica devoraba su cuerpo y su esencia mientras caían. La piel de Rasalom empezó a secarse, a desgajarse, a agrietarse, a separarse en escamas y a volar alejándose. Ante los ojos de Glaeken, su eterno enemigo se desmoronó, convirtiéndose en polvo.
Al acercarse al nivel de la niebla, Glaeken apartó la vista. Alcanzó a ver un instante la horrorizada expresión de Magda mirándolo desde la calzada. Empezó a levantar la mano para decirle adiós, pero la bruma lo envolvió demasiado pronto.
Todo lo que faltaba ahora era el brutal impacto contra las rocas, invisible allá al fondo.
Magda miró las dos figuras en el parapeto de la parte superior de la torre. Estaban cerca, casi tocándose. Vio que el rojo del cabello de Glaeken se convertía en fuego al recibir la luz del sol naciente, vislumbró un destello de metal y luego ambas figuras abrazadas, que giraron y se tambalearon en el borde. Después cayeron como si fueran una sola.
Su propio grito se elevó para acompañar el aullido de uno de los que caían luchando, mientras sus entrelazadas formas se desplomaban hacia la niebla agonizante y se perdían de vista.
Durante un largo momento congelado, el tiempo permaneció estático para Magda. No se movió, no respiró. Glaeken y Rasalom caían juntos y eran tragados por la bruma de la cañada.
¡Glaeken había caído!
Ella miró impotente cómo se precipitaba a una muerte segura.
Aturdida, se dirigió hacia la orilla de la calzada y miró hacia abajo, al lugar donde desapareció ese hombre que había llegado a serlo todo para ella. Su cuerpo y su mente estaban totalmente entumecidos. La oscuridad se entremetía en los límites de su campo visual, amenazando con envolverla. Con una sacudida alejó el terrible letargo, el creciente deseo de inclinarse más y más por la orilla, hasta que ella también se precipitara hacia adelante para acompañar a Glaeken abajo. Se volvió y empezó a correr por la calzada.
¡No puede ser!, pensó mientras sus pies golpeaban los maderos. ¡No los dos! Primero papá y luego Glaeken… ¡no los dos al mismo tiempo!
Saliendo de la calzada, corrió hacia la derecha dirigiéndose al extremo cerrado de la cañada. Glaeken había sobrevivido a una caída a la cañada… podía sobrevivir a dos.
¡Sí, por favor!
¡Pero esta caída había sido desde una altura mucho mayor! Avanzó tropezándose por la cuña de escombros pedregosos, sin importarle los raspones y golpes que recibía en su carrera. El sol, aunque no estaba lo suficientemente alto para brillar de manera directa sobre la cañada, empezaba a calentar el aire en el paso e iba esparciendo la niebla. Marchó ágilmente por el piso de la cañada, tropezándose, cayendo, incorporándose y forzándose a seguir tan rápidamente como lo permitía el disparejo y surcado terreno. Al pasar bajo la calzada, borró de su mente la imagen del cuerpo de papá tirado allá arriba, solo, sin atención ninguna, abandonado. Chapoteando cruzó ligeramente el riachuelo y se dirigió a la base de la torre.
Jadeante, se detuvo y giró en un lento círculo, sus ojos frenéticos buscando entre las rocas y piedras alguna señal de vida. No vio a nadie… nada.
—¡Glaeken! —llamó con voz débil y ronca. Insistió—: ¡Glaeken!
No hubo respuesta.
¡Tiene que estar aquí!
Algo brilló no muy lejos de donde estaba Magda. Corrió para ver. Era la espada… lo que quedaba de ella. La hoja se había roto en incontables fragmentos; y entre éstos se encontraba la empuñadura, despojada de sus brillantes tonos dorados y plateados. Un inconmensurable sentimiento de pérdida se posó sobre Magda al levantar la empuñadura y correr las manos sobre su ahora gris y opaca superficie. Una alquimia inversa había ocurrido: se convirtió en plomo. Luchó contra la conclusión, pero en lo más hondo de su interior supo que la empuñadura había cumplido el propósito para el que fuera diseñada.
Rasalom estaba muerto; por tanto, la espada ya no era necesaria. Ni tampoco el hombre que la había empuñado.
No habría milagro esta vez.
Magda gritó con angustia; un sonido deforme que escapó involuntariamente de sus labios y siguió tan fuerte y tan largo como pudieron sostenerlo sus pulmones y su voz. Un sonido lleno de pérdida y desaliento, que reverberó por las paredes de la fortaleza y de la cañada, alejándose y multiplicando ecos por el paso.
Y cuando el último vestigio del grito se desvaneció, ella quedó con la cabeza baja y los hombros encorvados, deseando llorar, pero con el llanto agotado; deseando atacar a la persona o cosa responsable de esto, pero sabiendo que todos, todos excepto ella, estaban muertos; deseando gritar y desatar su furia contra la ciega injusticia de todo, pero demasiado muerta interiormente para no hacer más que dejar paso a sollozos profundos, secos y arruinados, que surgían del centro mismo de su ser.
Permaneció allí durante lo que pareció ser un largo tiempo, y trató de hallar una razón para seguir viviendo. No quedaba nada. Todas y cada una de las cosas que pudo apreciar en la vida le habían sido arrancadas. No pudo pensar en una sola razón para seguir adelante…
Y, sin embargo, debía haberla. Glaeken había vivido tanto tiempo y no se le agotaron las razones para seguir viviendo. Él la había admirado por su valor.
¿Sería un acto valeroso abandonarlo todo ahora?
No. Glaeken hubiera querido que ella viviera. Todo lo que él era, todo lo que hizo, fue por la vida. Incluso su muerte fue por la vida.
Apretó la empuñadura contra sí hasta que los sollozos terminaron, y luego se volvió y empezó a alejarse, sin saber a dónde iría o qué haría, pero consciente de que de alguna manera encontraría un modo y una razón para seguir adelante.
Y conservaría la empuñadura. Era todo lo que le quedaba.
¡Estoy vivo!
Quedó sentado en la oscuridad, tocando su cuerpo para convencerse de que aún existía. Rasalom había desaparecido, quedó reducido a un puñado de polvo arrojado al aire. Por fin, después de eras, Rasalom ya no existía.
Sin embargo, sigo viviendo. ¿Por qué?
Se precipitó por la niebla, golpeando las rocas con fuerza suficiente para romperse todos los huesos del cuerpo. La hoja se había roto y la empuñadura había cambiado.
Sin embargo, seguía viviendo.
En el momento del impacto sintió que algo lo abandonaba y quedó allí, esperando morir.
Sin embargo, no murió.
Su pierna derecha le dolía terriblemente. Pero podía ver, podía sentir, respirar, moverse. Y podía oír. Al percibir el sonido de Magda acercándose por el piso de la cañada, se arrastró a la losa engoznada en la base de la torre, la abrió y entró penosamente. Esperó en silencio mientras ella lo llamaba, cubriéndose los oídos para desterrar el dolor y el azoro en su voz, deseando responderle pero incapaz de hacerlo. Aún no. No hasta que estuviera seguro.
Y ahora la oyó chapoteando por el riachuelo, alejándose. Abrió completamente la losa y trató de ponerse en pie. Su pierna derecha no lo sostenía. ¿Estaba rota? Él nunca antes tuvo un hueso roto. Incapaz de caminar, se arrastró hacia el agua. Tenía que ver. Tenía que saber antes de hacer ninguna otra cosa.
A la orilla del riachuelo, titubeó. Podía ver el cada vez más brillante azul del cielo en la ondulante superficie del agua. ¿Vería algo más cuando se inclinara sobre ella?
Por favor, suplicó mentalmente al Poder al que servía, el Poder que quizá ya no escuchaba. Por favor, deja que esto sea el fin. Déjame vivir el resto de mis años asignados, como un hombre normal. Déjame tener a esta mujer, para envejecer con ella en vez de verla marchitarse mientras yo permanezco joven. Deja que éste sea el final. He cumplido mi misión. ¡Déjame libre!
Endureciendo la quijada puso la cabeza sobre el agua. Un cansado hombre de cabello rojo y complexión olivácea lo miró. ¡Su imagen estaba allí! ¡Podía verse! ¡Su reflejo le había sido devuelto!
La alegría y el alivio inundaron a Glaeken.
¡Ha terminado! ¡Finalmente ha terminado!
Levantó la cabeza y vio a través de la cañada hacia la figura de la mujer que amaba, como a ninguna otra en su larga vida, alejándose lentamente.
—¡Magda! —la llamó. Trató de ponerse en pie, pero la maldita pierna aún se negaba a sostenerlo. Iba a tener que dejarla sanar como cualquier otra persona—. ¡Magda!
Ella se volvió y permaneció inmóvil durante una eternidad. El agitó ambos brazos sobre su cabeza. Hubiera sollozado en voz alta si recordara cómo hacerlo. Entre otras cosas, tendría que aprender a llorar de nuevo.
—¡Magda!
Algo cayó de las manos de Magda, algo que parecía la empuñadura de su espada. Luego, empezó a correr hacia él; corría tan rápido como sus largas piernas le permitían, con una expresión que era mezcla de regocijo y duda, como si quisiera, más que ninguna otra cosa en la vida, que él estuviese allí, pero sin permitirse creerlo hasta haberlo tocado.
Glaeken estaba allí, esperando ser tocado.
Y en las alturas, sobre ellos, un ave de alas azules, con el pico lleno de paja, se detuvo aleteando y posándose en una de las ventanas de la fortaleza, buscando un lugar en dónde construir su nido.
El autor quisiera agradecer a Rado L. Lencek, profesor de lenguas eslavas en la Universidad de Columbia, su pronta y entusiasta respuesta a una extraña petición de un desconocido.
El autor desea también reconocer una deuda obvia a Howard Phillips Lovecraft, Robin Ervin Howard y Clark Ashton Smith.