Pero lo intrigaban. ¿Qué esperaba ganar Rasalom con esta desagradable diversión?
Sin esfuerzo consciente de su parte, el cuerpo de Glaeken se preparó para la batalla, con las piernas separadas, la derecha ligeramente atrás de la izquierda y la espada lista ante él, asida con ambas manos, mientras los cadáveres se acercaban. No tenía que pelear con ellos, pues sabía que podía pasearse entre sus filas y hacer que cayeran en todas direcciones, simplemente con tocarlos. Pero eso no era suficiente para él. Su instinto guerrero exigía que los atacara, y Glaeken cedió gustosamente a esa exigencia. Anhelaba golpear con su espada cualquier cosa relacionada con Rasalom. Estos alemanes muertos alimentarían el fuego necesario para la confrontación final con su amo.
Los cadáveres ganaron impulso y ahora estaban en un cada vez más cerrado semicírculo de formas turbias que corrían hacia él, con los brazos extendidos y las manos como garras. Cuando el primero estuvo a su alcance, Glaeken empezó a blandir la espada en arcos cortos y tirando tajos, cortando un brazo a su derecha y cercenando una cabeza a su izquierda. Cada vez que la hoja hacía contacto, un destello blanco recorría la espada, un siseo y un silbido se abrían paso sin esfuerzo a través de la carne muerta, y un rizo de grasoso humo amarillento salía de la herida, elevándose, cuando cada cadáver se aflojaba y caía al piso.
Glaeken giró y balanceó la espada de nuevo, con la boca retorciéndosele ante la condición de pesadilla de la escena que lo rodeaba. No lo desconcertaba el pálido vacío en las caras que se acercaban, grises bajo la luz, ni el olor de ellos. Era el
silencio
. No había órdenes de los oficiales, ni gritos de dolor o furia, ni sed de sangre. Sólo pies que se arrastraban, el sonido de su propia respiración y el siseo de la espada cuando cumplía su cometido.
Esto no era una batalla. Esto era cortar carne. Sólo estaba añadiendo algo a la carnicería que los alemanes hicieron en las horas pasadas. Sin embargo, seguían aproximándose a él, impávidos, impertérritos, los de atrás empujando a los que estaban más cerca de Glaeken, siempre cerrando el anillo.
Con la mitad de los cadáveres apilados a sus pies, Glaeken dio un paso atrás a fin de tener más lugar para girar. Su talón tropezó con uno de los cuerpos caídos y comenzó a tambalearse hacia atrás, perdiendo el equilibrio. En ese instante percibió un movimiento hacia él. Asombrado alzó la vista para encontrar que dos cadáveres bajaban por las escaleras que conducían al siguiente nivel. No había tiempo para esquivarlos. Su peso combinado lo golpeó con fuerza aturdidora y lo arrojó al piso. Antes de poder quitárselos de encima, los cadáveres restantes estaban sobre él, apilándose uno sobre otro y enterrando a Glaeken bajo media tonelada de carne muerta.
Permaneció calmado aunque apenas podía respirar bajo el peso. El poco aire que le llegaba olía a una mezcla de carne quemada, sangre seca y excremento de aquellos cadáveres con heridas en los intestinos. Arqueándose y gruñendo, reunió todas sus fuerzas y obligó a su cuerpo a levantarse a través de la sofocante pila.
Cuando estuvo sobre manos y rodillas, sintió que los bloques de piedra del suelo bajo él comenzaban a vibrar. No supo qué significaba o qué lo provocaba, sólo sabía que tenía que alejarse de allí. Con un último empujón convulso, arrojó lejos los cuerpos que quedaban y saltó hacia los escalones.
Detrás de él se produjo un fuerte crujido y un raspar de piedra contra piedra. Desde la seguridad de los escalones se volvió y vio desaparecer la sección del piso en donde acababa de estar. Se estremeció y cayó, llevándose en la caída a muchos de los cadáveres. Hubo un choque ahogado cuando las piedras volcadas y la carne golpearon el suelo del primer piso, aterrizando directamente abajo.
Estremeciéndose, se apoyó contra la pared para recuperar el aliento y limpiar de sus fosas nasales el hedor de los cadáveres. Había un motivo detrás de esos intentos por obstaculizar su progreso; Rasalom nunca actuaba sin un propósito, pero ¿cuál era? Mientras Glaeken se volvía para subir al tercer nivel, otro movimiento atrajo su mirada. En la orilla del agujero, el brazo cortado de uno de los cadáveres comenzó a arrastrarse hacia él, avanzando por el piso, agarrándose con los dedos. Moviendo la cabeza, contrariado, Glaeken continuó subiendo escalones, sus pensamientos recorriendo lo que sabía de Rasalom, tratando de adivinar lo que estaba ocurriendo en su mente retorcida. A medio camino sintió que una lluvia de polvo rozaba su cara. Sin levantar la vista, se pegó a la pared justo a tiempo para evitar el bloque de piedra que caía. Aterrizó con un golpe estremecedor en el lugar que él ocupara un momento antes.
Una mirada hacia arriba le mostró que la piedra se había desgajado de la orilla interna del cubo de la escalera. Rasalom intentaba hacerlo de nuevo. ¿Todavía abrigaría esperanzas de lisiarlo o incapacitarlo? Debería saber que sólo estaba retardando la confrontación final.
Pero el resultado de esa confrontación… eso era todo menos inevitable. En los poderes asignados a cada uno de ellos, Rasalom siempre tuvo la ventaja. Sus principales poderes eran mandar sobre la luz y la oscuridad y hacer que los animales y las cosas inanimadas obedecieran su voluntad. Sobre todo, Rasalom era invulnerable a los traumas de cualquier clase, de cualquier arma, excepto la espada rúnica de Glaeken.
Glaeken no estaba tan bien armado. Aunque no envejecía ni enfermaba nunca y había sido imbuido de una fiera vitalidad y fuerza suprema, podía sucumbir ante una herida catastrófica. Casi llegó a morir en la cañada. Nunca en todos sus milenios sintió el frío aliento de la muerte tan cerca de la nuca. Había logrado escapar de ella, con la ayuda de Magda.
Ahora la balanza se hallaba casi equilibrada. La empuñadura y la espada estaban reunidas, la espada se encontraba intacta en manos de Glaeken. Rasalom tenía poderes superiores, pero estaba encerrado en las paredes de la fortaleza; no podía retroceder y planear encontrarse con Glaeken otro día. Tenía que ser ahora. ¡Ahora!
Cautelosamente, Glaeken llegó al tercer nivel. Estaba desierto, nada se movía, nada se escondía en la oscuridad. Mientras atravesaba el descansillo hasta el siguiente nivel, sintió que la torre temblaba. La tierra se estremeció, se partió y cayó casi bajo sus pies, dejándolo presionado contra la pared, con los talones descansando precariamente en el pequeño borde. Miró sobre las puntas de sus pies y vio que el bloque de piedra del suelo que se desmoronó se estrellaba en el descanso de la escalera, más abajo, produciendo una nube de polvo.
Muy cerca
, pensó, permitiéndose respirar de nuevo.
Y sin embargo, no lo suficiente.
Examinó los restos. Sólo el descansillo había caído. Las habitaciones del tercer nivel todavía estaban intactas detrás de la pared ubicada a su espalda. Se volvió y por el borde recorrió centímetro a centímetro el camino hacia el siguiente grupo de escalones. Cuando pasó junto a la puerta que daba a las habitaciones, ésta se abrió súbitamente y Glaeken se encontró frente a las formas de dos cadáveres alemanes. Se abalanzaron como uno solo, aflojándose tan pronto como hicieron contacto con él, pero golpeándolo con suficiente fuerza para arrojarlo hacia atrás. Sólo las puntas de sus dedos libres lo salvaron de caer, pues se aferró a la manija de la puerta mientras se columpiaba en un amplio arco sobre el abierto agujero situado más abajo.
La pareja de cadáveres, incapaz de aferrarse a nada, cayó limpia y silenciosamente a los escombros, atravesando la oscuridad.
Glaeken se impulsó al interior de la puerta y descansó.
Demasiado cerca.
Pero ahora podía aventurar una adivinanza de lo que su eterno enemigo tenía en mente: ¿esperaba Rasalom empujarlo hacia la abertura y luego hacer caer sobre él toda o parte de la estructura interna de la fortaleza? Si las toneladas de roca que se desplomarían no mataban a Glaeken de una vez por todas, por lo menos lo atraparían.
Podría funcionar, pensó Glaeken, buscando con los ojos más cadáveres que lo esperaran entre las sombras. Y si tenía éxito, Rasalom sería capaz de usar a los cadáveres alemanes a fin de remover suficiente cascajo para exponer la espada. Después de eso, sólo tendría que esperar que algún aldeano o viajero pasara por ahí, alguien a quien pudiera inducir a llevarse la espada y transportarla a través del umbral. Podría funcionar, pero Glaeken sentía que Rasalom tenía en mente algo más.
Magda miró con miedo v desaliento cuando Glaeken desaparecía en la torre. Anhelaba correr tras él y hacerlo regresar, pero papá la necesitaba ahora más que nunca. Arrancó su corazón y su mente de Glaeken y se inclinó para atender las heridas de su padre.
Eran heridas terribles. A pesar de sus titánicos esfuerzos para detener el flujo, la sangre de papá pronto formó un charco a su alrededor, escurriéndose entre los maderos de la calzada e iniciando la larga caída hasta el riachuelo que corría abajo.
Sus ojos se abrieron con un aleteo de los párpados y la miró desde una máscara que era horrible en su blancura.
—Magda —murmuró. Ella apenas podía oírlo.
—No hables, papá —le aconsejó—. Guarda tus fuerzas.
—No hay nada que guardar… lo siento…
—¡Shhh! —susurró ella, mordiéndose el labio inferior.
No va a morir, ¡no lo permitiré!
—Tengo que decirlo ahora. No tendré otra oportunidad.
—Eso no es…
—Sólo quería hacer de nuevo las cosas bien. Eso era todo. No quise dañarte. Quiero que sepas…
Su voz fue sofocada por un profundo estrépito en el interior de la fortaleza. La calzada vibró con la fuerza del estruendo. Magda vio que unas nubes de polvo salían de las ventanas del segundo y tercer niveles de la torre.
¿Glaeken…?
—He sido un tonto —estaba diciendo papá, con la voz aún más débil que antes—. Renegué de nuestra fe y de todo lo demás en lo que creía, incluso de mi propia hija, por sus mentiras. Hasta hice que mataran al hombre que amabas.
—Está bien —lo tranquilizó ella—. ¡El hombre que amo vive aún! Está ahora en la fortaleza. Va a ponerle fin a este horror de una vez por todas.
—Puedo ver en tus ojos lo que sientes por él —murmuró papá tratando de sonreír— … si tienen hijos…
Hubo otro estruendo, mucho más fuerte que el primero. Magda vio que esta vez el polvo surgía de todos los niveles de la torre. Alguien se encontraba en la orilla del techo de la torre. Cuando se volvió hacia papá, sus ojos estaban vidriosos y el pecho quieto.
—¿Papá? —gritó. Lo sacudió. Le golpeó el pecho y los hombros, negándose a creer lo que todos sus sentidos e instintos le decían—. Papá, ¡despierta!
¡Despierta!
Ahora recordaba cómo lo había odiado anoche, cómo había deseado que muriera. Y ahora… ahora quería retractarse de todo, hacer que la escuchara durante un minuto solamente, que la oyera decir que lo perdonaba, que lo amaba y lo veneraba y que nada había cambiado realmente. ¡Papá no podía irse sin dejar que ella le dijera eso!
¡Glaeken! ¡Glaeken sabría qué hacer! Miró hacia la torre y ahora vio dos figuras que se miraban una a otra en el parapeto.
Glaeken subió velozmente los dos pisos siguientes hasta el quinto nivel, evitando las piedras que caían y rodeando agujeros que aparecían súbitamente en los pisos. Desde allí fue una rápida ascensión vertical para salir de la oscuridad y llegar al techo de la torre.
Vio que Rasalom estaba de pie sobre el parapeto en el extremo más alejado del techo, con la capa colgando suelta en el expectante silencio previo al amanecer. Más abajo y detrás de Rasalom yacía el paso Dinu obstruido por la bruma; y detrás de eso, la alta pared oriental del paso, con las crestas grabadas en fuego por el sol que despertaba, pero que aún no se podía ver.
Glaeken se movió sobre el borde en sentido contrario a las manecillas del reloj, esperando que Rasalom retrocediera.
No lo hizo. En lugar de eso habló en la Lengua Olvidada:
—Así que nuevamente se reduce a nosotros dos, ¿no es así, bárbaro?
Glaeken no respondió. Estaba alimentando su odio, atizando los fuegos de la furia, pensando en lo que Magda había sufrido a manos de Rasalom. Glaeken necesitaba esa furia para asestar el golpe final. No podía permitirse pensar, escuchar, razonar o titubear. Tenía que golpear. Se había ablandado cinco siglos antes, cuando apresó a Rasalom en vez de matarlo. No sucedería ahora. Este conflicto tenía que hallar su fin.
—Vamos, Glaeken —siguió Rasalom con un tono suave y conciliatorio—, ¿no es tiempo de que le demos fin a esta guerra entre nosotros?
—¡Sí! —aceptó Glaeken hablando a través de apretados dientes. Miró por la calzada y vislumbró la pequeña figura de Magda inclinada sobre su herido padre.
La antigua furia de guerrero lo envolvió, haciéndolo correr los últimos cuatro pasos con la espada preparada para un golpe decapitante a dos manos.
—
¡Tregua!
—gritó Rasalom agachándose y perdiendo finalmente la serenidad.
—¡No habrá tregua!
—¡La mitad del mundo! ¡Te ofrezco la mitad del mundo, Glaeken! ¡Lo dividiremos en partes iguales y podrás conservar la que quieras! La otra mitad será mía.
—¡No! —rechazó Glaeken después de detenerse un momento. Levantó la espada de nuevo—. ¡No habrá medias partes esta vez!
—¡Mátame y sellarás tu destino! —amenazó Rasalom, sacando a luz el más grande temor de Glaeken y arrojándoselo.
—¿Dónde está escrito eso? —inquirió Glaeken, pero a pesar de toda su decisión no pudo evitar un titubeo.
—¡No necesita estar escrito! ¡Es obvio! Tu existencia continúa sólo para que te opongas a mí. Elimíname y eliminas tu razón de ser. Mátame y te matarás a ti mismo.
Era
obvio. Glaeken temió este momento desde aquella noche en Tavira, cuando percibió la liberación de Rasalom de su celda. Sin embargo, todo el tiempo, en un rincón de su mente, hubo una pequeña esperanza de que matar a Rasalom no sería un acto suicida.
Pero era una esperanza vana. Tenía que admitirlo. La elección era clara: golpear ahora y terminar con todo o considerar una tregua.
¿Por qué no una tregua? Medio mundo era mejor que la muerte. Al menos estaría vivo… y podría tener a Magda a su lado.
Rasalom debió adivinar lo que pensaba.
—Parece que te gusta la muchacha —comentó mirando por la calzada—. Podrías conservarla contigo. No tendrías que perderla. Es un valiente pequeño insecto, ¿no?