Era Magda. Corrió hacia ella, lleno de regocijo.
Desde el umbral de la fortaleza, Magda miró hacia el patio completamente silencioso y desierto pero con señales de batalla en todas partes: agujeros de bala en la tela y metal de los autos plataforma, parabrisas estrellados, cicatrices de viruela en los bloques de piedra de las paredes y humo que salía de los restos destrozados de los generadores. Nada se movía. Se preguntó qué terreno habría bajo la niebla que flotaba a una rodilla de profundidad sobre el piso del patio.
También se preguntó qué estaba haciendo aquí, temblando en el frío de antes del amanecer, esperando a papá, que podía o no llevar el futuro del mundo en sus manos. Ahora que tenía un momento silencioso para pensar, para considerar todo lo que Glenn-Glaeken le había dicho, la duda comenzó a abrirse paso en su mente. Las palabras susurradas en la oscuridad perdieron su impacto con la llegada del día. Fue fácil creerle a Glaeken mientras escuchaba su voz y miraba sus ojos. Pero ahora, lejos de él, de pie aquí, sola, esperando… se sintió insegura.
Era una locura… fuerzas inmensas, invisibles, desconocidas… Luz… Caos… ¡en lucha por el control de la humanidad! ¡Era absurdo! ¡Era producto de la fantasía, del sueño trastornado de un fumador de opio!
Y sin embargo…
… estaba Molasar o Rasalom o como se llamara realmente. Él no era un sueño, ciertamente era más que humano, ciertamente estaba más allá de cualquier cosa que ella hubiera experimentado o deseara experimentar de nuevo. Y ciertamente era malévolo. Lo supo desde la primera vez que la tocó.
Y estaba Glaeken —si
ese
era su verdadero nombre—, que no parecía malévolo pero que bien podía estar loco. Era real y tenía una espada que resplandecía y curaba heridas suficientes para matar a una veintena de hombres. Había visto eso con sus propios ojos. Y no producía reflejo…
Quizá era ella quien estaba loca.
Pero ella no estaba loca. Si el mundo realmente se encontraba al borde del abismo, aquí en este remoto paso de una montaña… ¿en quién iba a confiar? ¿Confiar en Rasalom, que admitió, confirmado por Glaeken, que estuvo encerrado en una especie de limbo durante cinco siglos y, ahora que estaba libre, prometía dar fin a Hitler y a sus atrocidades? ¿O confiar en el hombre pelirrojo que se había convertido en el amor de su vida, pero que le mintió sobre tantas cosas, incluyendo su nombre? ¿Al que su propio padre acusaba de ser un aliado de los nazis?
¿Por qué todo viene a depender de mí?
¿Por qué tenía que ser ella quien eligiera, cuando todo era tan confuso? ¿A quién creerle? ¿Al padre en el que confiara toda su vida, o al extraño que había liberado una parte de ella que ni siquiera sabía que existía? ¡No era justo!
Suspiró. Pero nadie dijo jamás que la vida fuera justa.
Tenía que decidir. Y pronto.
Las palabras de Glenn cuando ella partió volvieron a su mente:
Hagas lo que hagas no entres a la fortaleza. ¡Es ahora dominio de Rasalom!
Pero sabía que tendría que entrar. El aura maligna que rodeaba a la fortaleza hizo que el simple hecho de caminar para cruzar la calzada fuera un esfuerzo. Ahora tenía que sentir cómo era por dentro. Le ayudaría a decidir.
Lentamente introdujo un pie y luego lo retiró. El sudor había empezado a brotar por todo su cuerpo. No quería hacer esto, empero las circunstancias no le permitían elegir. Apretando los dientes cerró los ojos y cruzó el umbral.
La maldad estalló en toda ella, dejándola sin aliento, formando un nudo en su estómago y haciéndola trastabillar ebriamente. Era más poderosa, más intensa que nunca. Su decisión vaciló; desesperadamente deseó salir de nuevo. Luchó contra el impulso, forzando su voluntad para soportar la tormenta de malicia que se abatía a su alrededor. El aire mismo que respiraba, confirmó lo que ella sabía desde el principio: nada bueno podría venir nunca del interior de la fortaleza.
Y era aquí, dentro del umbral, donde tendría que encontrarse con papá. Y detenerlo si llevaba la empuñadura de una espada.
Su mirada fue atraída por un movimiento al otro lado del patio. Papá emergió de la entrada del sótano. Permaneció quieto un momento mirando a su alrededor, y luego la vio y corrió hacia ella. Después de ajustarse a la visión de su padre, antes inválido y ahora corriendo, vio que sus ropas estaban manchadas de tierra. Llevaba una especie de paquete algo pesado y envuelto descuidadamente.
—¡Magda! ¡Lo tengo! —exclamó jadeante al detenerse ante ella.
—¿Qué tienes, papá? —preguntó escuchando su voz plana y mecánica. Temía la respuesta.
—¡El talismán de Molasar, la fuente de su poder!
—¿Se lo robaste?
—No. Me lo dio. Debo encontrar un lugar seguro para ocultarlo mientras él va a Alemania.
Magda sintió un frío interior. Papá estaba extrayendo un objeto de la fortaleza, tal como Glaeken dijo.
—Déjame verlo —pidió. Tenía que saber cómo era.
—No hay tiempo para eso ahora. Tengo que…
Dio un paso lateral para rodearla, pero ella se puso frente a él, bloqueándolo, manteniéndolo dentro de la fortaleza.
—Por favor —le suplicó—. ¿Me lo enseñas?
Él dudó, estudiando su cara con expresión inquisitiva, y después retiró la envoltura y le mostró lo que llamaba «el talismán de Molasar».
Magda escuchó cómo jaló aire al verlo.
¡Oh, Dios!
Era pesado y parecía ser de oro y plata, exactamente como las cruces que estaban por toda la fortaleza. E incluso había una muesca en su parte superior, del tamaño justo para aceptar el perno que viera en el extremo de la hoja de la espada de Glaeken.
Era la empuñadura de la espada de Glaeken. La empuñadura… la llave de la fortaleza… la única cosa que protegía al mundo de Rasalom.
Magda permaneció allí, contemplándola mientras su padre decía algo que no pudo escuchar. Las palabras no le llegaban. Sólo podía oír la descripción que Glaeken hizo de lo que le ocurriría al mundo si se permitía a Rasalom escapar de la fortaleza. Todo en su interior la hacía sentir repugnancia hacia la decisión que confrontaba, pero no tenía elección. Debía detener a su padre… a cualquier costo.
—Vuelve, papá —pidió, buscando en sus ojos algún resto del hombre a quien había querido tan intensamente toda su vida—. Déjala en la fortaleza. Molasar te ha estado mintiendo todo el tiempo. Ésa no es la fuente de su poder… ¡es la única cosa que puede
resistir
su fuerza! Él es el enemigo de todo lo que hay en el mundo! ¡No puedes liberarlo!
—¡Ridículo! ¡Él ya está libre! ¡Y es un aliado… mira lo que ha hecho por mí! ¡Puedo caminar!
—Pero sólo hasta el otro lado de la puerta… ¡él no puede salir de aquí en tanto la empuñadura permanezca dentro de los muros!
—¡Mentiras! ¡Molasar va a matar a Hitler y a suprimir los campos de exterminio!
—¡Se alimentará de los campos de exterminio, papá! —exclamó, pero era como hablarle a un hombre sordo—. Por una vez en tu vida, escúchame! ¡Confía en mí! ¡Haz lo que te digo!
¡No saques esa cosa de la fortaleza!
—¡Déjame pasar! —ordenó, ignorándola y avanzando.
Magda puso las manos sobre su pecho, afirmándose para desafiar al hombre que la había criado, enseñándole tanto, dándole tanto.
—¡Escúchame, papá!
—¡No!
Magda apoyó los pies con toda su fuerza, haciendo que retrocediera tambaleante. Se odió a sí misma por hacerlo, pero él no le dejaba otra elección. No debía verlo como un inválido; estaba bien ahora, fuerte y tan decidido como ella.
—¿Golpeas a tu propio padre? —reprochó con voz ronca y baja. La sorpresa y la furia enturbiaron su cara—. ¿Es esto lo que una noche de brama con tu amante pelirrojo te ha hecho? ¡Soy tu padre! ¡Te ordeno me dejes pasar!
—No, papá —repuso con los ojos llenándosele de lágrimas. Nunca antes se había atrevido a enfrentarse así a él, pero tenía que llevar esto hasta el fin, tanto por el bien de ambos como por el de toda la humanidad.
La visión de sus lágrimas pareció desconcertarlo. Por un instante sus facciones se suavizaron y de nuevo fue el mismo. Abrió la boca para hablar y la cerró con un golpe. Gruñendo con furia, saltó hacia adelante blandiendo la empuñadura contra la cabeza de su hija.
Rasalom esperaba en la cámara subterránea, inmerso en la oscuridad, rodeado de un silencio que sólo se veía roto por el sonido de las ratas arrastrándose sobre los cadáveres de los dos oficiales, que él permitió que se desplomaran después de que el inválido partió con la maldita empuñadura. Pronto estaría fuera de la fortaleza y él sería libre de nuevo.
Pronto su hambre sería satisfecha. Si lo que el inválido le dijo, y lo que oyó de algunos soldados alemanes durante su estancia en la fortaleza parecía confirmarlo, Europa estaba convertida ahora en una alcantarilla de miseria humana. Eso significaba que después de milenios de lucha, después de tantas derrotas a manos de Glaeken, su destino se cumpliría al fin. Temió que todo estuviera perdido cuando Glaeken lo atrapó en esta prisión de piedra, pero al final había prevalecido. La ambición humana lo liberó de la pequeña celda que lo retuvo durante cinco siglos. El odio y el ansia de poder humanos estaban a punto de darle el poder para convertirse en amo del globo.
Esperó. Su hambre permanecía incólume. El esperado oleaje de energía no llegaba. Algo andaba mal. El inválido podía haber pasado ya por la puerta dos veces. ¡Tres veces!
Algo había salido mal. Dejó que sus sentidos se extendieran por la fortaleza hasta que sintió la presencia de la hija del inválido. Ella debía ser la causa de la demora. Pero ¿por qué? No podía saber…
… a menos que Glaeken le hubiese hablado de la empuñadura antes de morir.
Rasalom hizo una pequeña seña con la mano izquierda y tras él, en la oscuridad, los cadáveres del mayor Kaempffer y el capitán Woermann empezaron a esforzarse para incorporarse de nuevo y quedar rígidamente de pie, esperando.
En una furia total, Rasalom salió de la cámara. Sería fácil manejar a la hija. Los dos cuerpos se tambalearon tras él. Y ellos fueron seguidos por un ejército de ratas.
Magda vio con asombro abismal cómo la empuñadura de oro y plata volaba hacia su cabeza con fuerza destructiva. Nunca se le ocurrió que papá pudiera tratar de dañarla realmente. Sin embargo, estaba apuntando un golpe mortal a su cráneo. Sólo un reflejo instintivo de autoconservación la salvó: retrocedió en el último momento y luego se lanzó de cabeza contra su padre, arrojándolo al suelo mientras trataba de recuperar el equilibrio después de su salvaje intento de golpearla. Cayó sobre él, intentando coger la cruceta, aferrándose a ella por fin con una mano y girándola hasta que papá la soltó.
Empezó a arañarla como un animal, desgarrando la piel de sus brazos y tratando de jalarla hasta que la empuñadura estuviera de nuevo a su alcance.
—¡Dámelo! —le gritaba a Magda—. ¡Dámelo! ¡Vas a arruinarlo todo!
Magda se incorporó y retrocedió hacia un lado del arco de la puerta, sosteniendo la empuñadura con ambas manos por la pieza de oro. Estaba demasiado cerca del umbral, pero había logrado mantener la empuñadura dentro de los límites de la fortaleza.
Él se puso en pie trabajosamente y corrió hacia ella con la cabeza baja y los brazos extendidos. Magda evitó la colisión, pero él alcanzó a tomarla por el codo, haciéndola girar. De pronto estaba sobre ella, golpeándola en la cara y chillando incoherentemente.
—¡Detente, papá! —gritó, pero él pareció no escucharla. Era como una bestia salvaje. Mientras lanzaba sus sucias uñas hacia los ojos de ella, Magda balanceó la empuñadura hacia él; no pensó en lo que estaba haciendo, fue un movimiento automático—.
¡Detente!
El sonido del pesado metal golpeando el cráneo de papá le dio náuseas. Atontada, se detuvo y contempló cómo sus ojos giraban tras las gafas y caía a tierra, yaciendo quieto, con los zarcillos de niebla flotando sobre él.
¿Qué he hecho?
—¿Por qué hiciste que te golpeara? —le gritó a la forma inconsciente—. ¿No pudiste confiar en mí por una vez? ¿Sólo una?
Tenía que sacarlo, unos cuantos pasos más allá del umbral serían suficientes. Pero primero tenía que deshacerse de la empuñadura y ponerla en algún lugar en el interior de la fortaleza. Después trataría de arrastrar a papá para ponerlo a salvo.
Del otro lado del patio estaba la entrada al sótano. Podría arrojar la empuñadura allí abajo. Empezó a correr hacia la entrada, pero se detuvo a medio camino. Alguien estaba subiendo los escalones.
¡Rasalom!
Él parecía flotar, elevándose desde el sótano como un enorme pez muerto subiría desde el fondo de una laguna estancada. Al verla, sus ojos se convirtieron en esferas gemelas de oscura furia, que la asaltaban y la apuñalaban. Él desnudó los dientes mientras parecía deslizarse, a través de la bruma, hacia ella.
Magda se mantuvo firme. Glaeken le dijo que la empuñadura tenía el poder de oponerse a Rasalom. Se sentía fuerte. Podía enfrentarse a él.
Había movimiento detrás de Rasalom mientras se acercaba. Dos figuras estaban emergiendo del subsótano, figuras con blancas caras relajadas que seguían a Rasalom mientras éste avanzaba. Magda las reconoció: eran el capitán y ese desagradable mayor. No necesitó mirar más de cerca para saber que estaban muertos. Glaeken le había hablado de los cadáveres ambulantes y ella esperó verlos, pero eso no evitaba que su sangre se enfriara al contemplarlos. Sin embargo, se sentía extrañamente a salvo.
Rasalom se detuvo a unos doce pasos de donde ella estaba y levantó los brazos lentamente hasta que estuvieron extendidos como alas. No sucedió nada durante un momento. Entonces, Magda vio movimientos en la niebla que cubría el patio y se enroscaba en sus rodillas. A su alrededor, las manos salían de la bruma, seguidas por cabezas y torsos. Como repulsivos crecimientos fungosos que brotaran de la tierra lodosa, los soldados alemanes que ocuparan la fortaleza se levantaban de la muerte.
Magda vio sus cuerpos destruidos, sus gargantas destrozadas y, no obstante, se mantuvo firme Tenía la empuñadura. Glaeken había dicho que ésta podía anular el poder de animación de Rasalom. Ella le creía. ¡Tenía que hacerlo!
Los cadáveres se formaron detrás de Rasalom, a su derecha e izquierda. Ninguno se movió.
¡Quizá teman a la empuñadura!, pensó Magda con el corazón saltándole. ¡Quizá no puedan acercarse más!
Entonces notó un curioso remolino en la niebla alrededor de los pies de los cadáveres. Bajó la vista. A través de los agujeros en la niebla vislumbró unas formas escurridizas, grises y café. ¡Ratas! La repulsión le cerró la garganta y se extendió por su piel. Comenzó a retroceder. Se movían hacia ella, no en un frente compacto sino en un caótico revoltijo de senderos que se entrecruzaban y de compactos, bullentes cuerpos. Podía enfrentarse a cualquier cosa, incluso a un muerto ambulante, cualquier cosa excepto a las ratas.