Su voz le sonaba a Magda como si viniese desde el otro extremo de un largo y oscuro túnel. Dijo que Rasalom hacía de los judíos su presa… y luego, que él era tan viejo como Rasalom. ¡Pero eso era imposible! ¡El hombre que la había amado no podía ser los restos de una era perdida! ¡Era real! ¡Era humano! ¡Carne y hueso!
Un movimiento atrajo su mirada y la devolvió al aquí y ahora. Glenn estaba tratando de ponerse en pie, usando la hoja de la espada para sostenerse. Alcanzó a arrodillarse, pero se sentía demasiado débil para levantarse más.
—¿Quién eres tú? —imploró contemplándolo, sintiendo que lo veía por primera vez—. ¿Y quién es Rasalom?
—La historia comienza hace mucho —explicó él sudando y tambaleándose, apoyado en la hoja sin empuñadura—. Mucho antes del tiempo de los faraones, antes de Babilonia, incluso antes de Mesopotamia. Había otra civilización entonces, en otra era.
—«La Primera Era» —recordó Magda—. Mencionaste eso antes. —No se trataba de una idea nueva para ella. Encontró la teoría aquí y allá, en las revistas históricas y arqueológicas que leyera en varias ocasiones mientras ayudaba a papá a realizar sus investigaciones. La oscura teoría precisaba que toda la historia registrada representaba sólo la Segunda Era del Hombre; que mucho, mucho tiempo antes, existió una gran civilización a lo largo de Europa y Asia, y algunos de sus apologistas iban tan lejos como para incluir las islas-continente de la Atlántida y Mu en ese mundo antiguo, un mundo que, afirmaban, había sido destruido por un cataclismo global—. Es una teoría desacreditada —refutó Magda con un temblor defensivo en la voz—. Todos los historiadores y arqueólogos de cierta reputación la condenan como una locura.
—Sí, lo sé —convino Glenn con una torcedura sardónica en la sonrisa—. El mismo tipo de «autoridades» que se burlaban de la posibilidad de que Troya hubiera existido en realidad… y luego, Schliemann la descubrió. Pero no voy a discutir contigo. La Primera Era fue real. Yo nací en ella.
—Pero ¿cómo…?
—Déjame terminar rápido. No hay mucho tiempo y quiero que entiendas unas cosas antes de que yo vaya a enfrentarme a Rasalom. Las cosas eran diferentes en la Primera Era. Este mundo era entonces el campo de batalla de dos… —pareció buscar la palabra adecuada—. No quiero decir «dioses» porque eso te daría la idea de que poseían personalidades e identidades definidas. Eran dos vastas e incomprensibles… fuerzas…
Poderes
libres en la Tierra. Uno, el Poder Oscuro, llamado Caos, se regocijaba en todo lo que fuese enemigo de la humanidad. El otro Poder era…
Hizo otra pausa y Magda no pudo evitar impulsarlo a seguir:
—¿Te refieres al Poder Blanco… al poder del Bien?
—No es tan sencillo como eso. Simplemente lo llamábamos la Luz. Lo importante es que se oponía al Caos. La Primera Era se dividió a la larga en dos campos: los que buscaban el dominio a través del Caos y los que se oponían. Rasalom era un necromántico de su tiempo, un brillante adepto al Poder Oscuro. Se entregó a él por completo y finalmente se convirtió en el campeón del Caos.
—Y tú elegiste ser el campeón de la Luz… del Bien —terminó ella, deseando que él respondiese que sí.
—No… no elegí exactamente… Y no puedo decir que el Poder al que sirvo es todo bueno o todo luz. Fui… enlistado por conscripción, se podría decir. Una serie de circunstancias demasiado complejas para explicar ahora, circunstancias que desde entonces han perdido toda traza de significado para mí, me llevaron a verme involucrado con los ejércitos de la Luz. Pronto hallé que me era imposible desentenderme y poco después estaba en la línea frontal, guiándolos. Me fue entregada la espada. Su hoja y empuñadura fueron forjadas por una raza de seres pequeños, extinta desde hace mucho. Fue creada con un propósito: destruir a Rasalom. Llegó la batalla final entre las fuerzas contendientes: Armagedón, Ragnarok, todas las batallas del día del juicio final unidas en una sola. El cataclismo resultante: terremotos, tormentas de fuego, olas gigantes, borró todo rastro de la Primera Era del hombre. Sólo algunos humanos quedaron para comenzar todo de nuevo.
—¿Y qué hubo de los Poderes?
—Aún existen —Glenn se encogió de hombros—. Pero después del cataclismo, su interés decayó. No quedaba mucho para ellos en un mundo arruinado cuyos habitantes retornaban al salvajismo. Volvieron su atención hacia otra parte, mientras Rasalom y yo luchábamos por todo el mundo y todo el tiempo. Ninguno logró ventaja durante mucho tiempo, ninguno enfermó ni envejeció. Y en algún momento durante eso, perdimos algo….
Bajó la vista al roto pedazo de espejo que había caído de la caja de la hoja y estaba ahora cerca de sus rodillas.
—Levanta eso contra mi cara —le pidió a Magda.
Ella levantó el fragmento y lo puso junto a su mejilla.
—¿Cómo me veo en él? —inquirió Glenn.
Magda miró el vidrio… y lo soltó con un pequeño grito. ¡El espejo estaba vacío! ¡Tal como papá dijera sobre Rasalom!
¡El hombre que amaba no se reflejaba!
—Nuestros reflejos fueron robados por los Poderes a los que servimos, quizá como un recuerdo constante a Rasalom y a mí de que nuestras vidas ya no nos pertenecen.
Su mente pareció vagar por un momento y luego continuó:
—Es extraño no verse en un espejo o en un charco de agua. Uno nunca se acostumbra —sonrió tristemente—. Creo que se me ha olvidado mi apariencia.
—¿Glenn…? —murmuró Magda sintiendo que su corazón se lanzaba hacia él.
—Pero nunca dejé de perseguir a Rasalom —siguió diciendo después de recobrarse—. Siempre que había noticias de carnicerías y muerte, yo lo hallaba y lo alejaba. Pero mientras la civilización se reconstruyó gradualmente, Rasalom se volvió más ingenioso para desarrollar sus métodos. Siempre estaba esparciendo la muerte y la desgracia de cualquier modo que pudiese y, en el siglo catorce, cuando viajó de Constantinopla a través de toda Europa, dejando ratas infestadas por la plaga en todas las ciudades a su paso…
—¡La Muerte Negra!
—Sí. Hubiera sido una epidemia menor sin Rasalom; pero, como sabes, se convirtió en una de las mayores catástrofes de la Edad Media. Fue entonces cuando supe que debía encontrar un modo de detenerlo antes de que él inventara algo más odioso. Y si yo hubiese hecho bien el trabajo, ninguno de nosotros dos estaría aquí ahora.
—Pero ¿cómo puedes culparte? ¿Cómo puede ser tu culpa la fuga de Rasalom? Los alemanes lo liberaron.
—¡Él debía estar
muerto
! Pude matarlo hace medio milenio, pero no lo hice. Vine aquí buscando a Vlad el Empalador. Había oído de sus atrocidades y encajaban en los patrones de Rasalom. Esperé encontrarlo fingiendo ser Vlad. Pero estaba equivocado. Vlad era sólo un demente bajo la influencia de Rasalom, alimentando la fuerza de éste a través del empalamiento de miles de inocentes. Pero aun en sus peores momentos, Vlad no podía compararse a una décima parte de lo que está ocurriendo todos los días en los campos de exterminio de hoy. Construí la fortaleza y engañé a Rasalom con un señuelo para que entrara. Lo contuve con el poder de la empuñadura y lo encerré en la pared del sótano donde permanecería para siempre —suspiró—. Al menos, pensé que sería para siempre. Pude matarlo entonces, debí matarlo entonces, pero no lo hice.
—¿Por qué no?
Glenn mantuvo los ojos cerrados durante un largo tiempo.
—No es fácil decirlo… pero tuve miedo —respondió al fin—. Verás, he seguido viviendo como un contrapeso de Rasalom. Pero ¿qué ocurrirá cuando finalmente alcance la victoria y lo mate? Cuando se extinga su amenaza, ¿qué sucederá conmigo? He vivido durante lo que parecen ser eones, pero nunca me he cansado de la vida. Puede ser difícil de creer, mas siempre hay algo nuevo —afirmó. Abrió los ojos de nuevo y miró fijamente a Magda—. Siempre. Sin embargo, temo que Rasalom y yo seamos una pareja, y la existencia continuada de uno dependa del otro. Yo soy Yang de su Yin. No estoy listo para morir aún.
—¿Puedes morir? —inquirió Magda. Tenía que saberlo.
—Sí. Se requiere mucho para matarme, pero puedo morir. Las heridas que recibí anoche hubieran acabado conmigo si no me hubieses traído la hoja. Fui tan lejos como pude… habría muerto aquí de no ser por ti. —Sus ojos se posaron en ella durante un momento y luego miró hacia la fortaleza—. Probablemente, Rasalom cree que estoy muerto. Eso podría resultarme ventajoso.
Magda quiso arrojar los brazos a su cuello, pero no pudo obligarse a tocarlo de nuevo todavía. Al menos, ahora entendía la culpabilidad que había visto en su cara en momentos de descuido.
—No vayas allá, Glenn.
—Llámame Glaeken —pidió suavemente—. ¡Ha pasado tanto tiempo desde que alguien me llamó por mi nombre real!
—Muy bien… Glaeken —repitió sintiendo que la palabra le sabía bien en la boca, como si decir su verdadero nombre la uniera más firmemente a él. Pero quedaban aún muchas preguntas sin respuesta—. ¿Qué hay de esos libros terribles? ¿Quién los ocultó aquí?
—Yo fui. Pueden ser peligrosos en las manos equivocadas, pero no pude dejar que fueran destruidos. Toda clase de conocimiento, especialmente sobre el mal, debe ser conservada.
Había otra pregunta que Magda dudaba en hacer. Mientras él hablaba se dio cuenta que le resultaba poco importante cuan viejo fuese, eso no cambiaba al hombre que había llegado a conocer. Pero ¿qué sentía hacia ella?
—¿Y qué hay de mí? —preguntó al fin—. Nunca me dijiste… —Deseaba preguntarle si ella era sólo un alto en el camino, otra conquista. ¿Era el amor que sintió en él y vio en sus ojos, sólo un truco aprendido? ¿Era acaso
capaz
de sentir amor todavía? Ella no podía mencionar esas ideas. Incluso pensar en ellas era doloroso.
—¿Me hubieras creído si te lo hubiese dicho? —interpuso Glaeken como si pudiera leer sus pensamientos.
—Pero ayer…
—Te amo, Magda —afirmó, extendiéndose para tomar su mano—. ¡He estado cerrado tanto tiempo! Tú me alcanzaste. Nadie pudo hacerlo durante largo tiempo. Puedo ser más viejo que cualquier persona o cosa que hayas imaginado, pero aún soy un hombre. Eso nunca me fue quitado.
Lentamente, Magda puso los brazos alrededor de sus hombros, sosteniéndolo suave pero firmemente. Quería retenerlo en este sitio, afirmarlo aquí, donde estaría a salvo, fuera de la fortaleza.
—Ayúdame a ponerme en pie, Magda —le susurró al oído después de un largo momento—. Debo detener a tu padre.
Magda supo que debía ayudarlo aun cuando temiera por él. Tomó su brazo y trató de levantarlo, pero sus rodillas se doblaron varias veces. Finalmente, él se desplomó en el suelo y lo golpeó con un puño cerrado.
—¡Necesito más tiempo!
—Yo iré —afirmó Magda, preguntándose a medias de dónde venían esas palabras—. Puedo encontrar a mi padre en la puerta.
—¡No! ¡Es muy peligroso!
—Puedo hablarle. Él me escuchará.
—Está más allá de toda razón ahora. Escuchará sólo a Rasalom.
—Debo intentarlo. ¿Se te ocurre alguna idea mejor?
Glaeken no habló.
—Entonces, iré —anunció. Deseó poder permanecer en pie y arrojar la cabeza hacia atrás para mostrarle que no tenía miedo. Pero estaba aterrorizada.
—No cruces el umbral —le advirtió Glaeken—. Hagas lo que hagas, no entres a la fortaleza. ¡Es ahora dominio de Rasalom!
Lo sé, pensó Magda mientras empezaba a correr hacia la calzada. Y no puedo permitir que papá pase a este lado tampoco… al menos no, si lleva la empuñadura de la espada.
Cuza esperaba no necesitar la linterna cuando llegara al nivel del sótano, pero las luces eléctricas estaban muertas. Descubrió, sin embargo, que el corredor no se hallaba completamente oscuro. Había puntos resplandecientes en las paredes. Se acercó a mirar y vio que las imágenes del talismán parecido a una cruz, que estaban incrustadas en las paredes, brillaban tenuemente. Se hacían más luminosas cuando él se acercaba y disminuían al alejarse, respondiendo al objeto que él llevaba.
Theodor Cuza caminó por el corredor central en un estado de reverencia. Nunca había sido tan real para él lo sobrenatural. Jamás podría ver como antes el mundo o la existencia misma. Pensó en cuan autosuficiente se sintió, creyendo haberlo visto todo, sin percatarse de los cubreojos que limitaban su campo visual. Bien, ahora los cubreojos habían desaparecido y se presentaba todo un mundo nuevo a su alrededor.
Oprimió más fuertemente el talismán contra el pecho, sintiéndose cerca de lo sobrenatural… y, sin embargo, lejos de su Dios. Pero, bien, ¿qué había hecho Dios por su Pueblo Elegido? ¿Cuántos miles, millones habían muerto en los últimos años invocando su nombre sin obtener respuesta?
Pronto habría una respuesta y Theodor Cuza estaba ayudando a encontrarla.
Mientras subía hacia el patio sintió un aguijonazo de ansiedad e hizo una pausa a mitad del camino. Vio plumas de niebla derramándose escaleras abajo como miel blanca, mientras sus pensamientos giraban.
Su momento de triunfo personal se acercaba. Finalmente podía
hacer
algo, adoptar un papel activo contra los nazis. ¿Por qué entonces este sentimiento de que no todo estaba bien? Tenía que admitir que le molestaban algunas dudas sobre Molasar, pero nada específico. Todas las piezas encajaban…
¿En realidad encajaban? No pudo evitar el sentir que la forma del talismán le incomodaba. Estaba demasiado cerca de la forma de la cruz que Molasar temía tanto. Pero quizá ese era el modo en que Molasar lo protegía, haciéndolo semejante a un objeto sagrado para alejar a sus perseguidores de su pista, así como lo había hecho con la fortaleza. Pero también estaba la aparente reticencia de Molasar a manipular el talismán y su insistencia en que Cuza se hiciera cargo de inmediato. Si el talismán era tan importante para Molasar, si era la fuente de todo su poder, ¿por qué no trataba de hallar él mismo un lugar donde esconderlo?
Lenta y mecánicamente subió los últimos escalones hacia el patio. Al llegar arriba entrecerró los ojos ante la desacostumbrada luz gris previa al amanecer y encontró la respuesta a sus preguntas: la luz del sol. ¡Por supuesto! ¡Molasar no podía trasladarse de día y necesitaba a alguien que pudiera hacerlo! Qué alivio era borrar sus dudas. La luz del sol lo explicaba todo.
Mientras sus ojos se ajustaban a la creciente luz, miró hacia la puerta a través de la brumosa ruina que era el patio y vio a una figura de pie allí, esperando. Durante un solo momento aterrorizante creyó que uno de los centinelas había escapado a la matanza; luego, vio que la figura era demasiado pequeña y delgada para pertenecer a un soldado alemán.