La espía que me amó (13 page)

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Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

BOOK: La espía que me amó
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Bond desvió su mirada del arma hacia Anya con ojos fríos e irónicos.

—Si seguimos encontrándonos así, la gente va a empezar a hablar.

Anya movió el arma apuntando directamente al corazón de Bond, y habló con un susurro:

—¿Qué le ocurrió a Kalba?

—Está muerto.

—¿Y el microfilme?

Bond sacudió la cabeza hacia la cabina. Anya siguió su mirada cautelosamente, y luego deslizó una fina mano dentro de la chaqueta de Bond. Éste sonrió cínicamente.

—Y yo pensaba que las mujeres rusas eran incapaces de sentir.

Sin dejarse intimidar, Anya siguió cacheándolo.

—No se equivoque, comandante. Intento recuperar ese microfilme.

—Esa es exactamente mi intención. Por eso estoy sentado en esta camioneta más bien incómoda —Bond indicó con un gesto la Beretta—. Deje de apuntarme con eso. No va usted a disparar y permitir que nuestro amigo sepa que estamos aquí.

En la cabina, Tiburón oyó las palabras de Bond a través del pequeño altavoz instalado en el salpicadero, y exhibió una sonrisa metálica. Stromberg se sentiría satisfecho con él. Siguiendo las instrucciones, había eliminado a los dos traidores, y ahora, como prima, iba a eliminar otras dos fuentes de potencial perjuicio para la organización. Tiburón se puso cómodo preparándose para un largo trayecto.

El nombre auténtico de Tiburón
[25]
era Zbigniew Krycsiwiky. Había nacido en Polonia, producto de la unión entre el hombre forzudo de un circo ambulante y la carcelera jefe de la Prisión de Mujeres de Cracovia. La relación y posterior matrimonio había sido tempestuosas y, al romperse, el joven Zbigniew se quedó con su madre y asistió a la escuela y más tarde a la Universidad de Cracovia. Creció hasta alcanzar una altura prodigiosa pero, por temperamento, se parecía a su padre, mostrándose hosco y poco dispuesto a cooperar, e inclinado a repentinos arrebatos de violenta cólera. Su tamaño lo hizo merecedor de una plaza en el equipo de baloncesto de la Universidad, pero era un chico de reacciones lentas, y su falta de velocidad era puesta constantemente de manifiesto por jugadores más habilidosos aunque menos dotados físicamente. Esta falta de capacidad para competir pese a sus naturales ventajas influyó en su mentalidad y se fue convirtiendo, más y más, en un jugador sucio al que el público insultaba y del que se mofaba. Una serie de incidentes culminaron en una orden de expulsión de la cancha de juego durante un partido clave jugado contra Poznan, y Tiburón llegó en su reacción hasta arrancar la red y atacar al árbitro. Antes de conseguir pacificar a Zbigniew, éste había conseguido ya levantarle el cuero cabelludo con el aro de metal.

Ése fue el final de su carrera como jugador de baloncesto y estudiante universitario. Trabajó durante un tiempo en una carnicería, y luego en un matadero, antes de ser arrestado por la Policía secreta en 1972 en los disturbios provocados por la escasez de pan. Su aparición en las calles arrancando adoquines nada tenía que ver con las convicciones políticas, sino que era un resultado directo de su natural apetito de violencia. Este apetito quedó temporalmente saciado cuando la Policía le ató las manos a la espalda en una celda de castigo y lo golpeó con porras de acero huecas forradas de cuero espeso hasta que su mandíbula quedó convertida en harina de huesos. Lo dejaron pensando que lo habían matado, pero eso era no contar con las ganas de vivir de Zbigniew Krycsiwiki. Consiguió romper una de las esposas haciendo palanca con un gancho de la pared, estranguló al carcelero y arrolló las puertas de la prisión —así como a tres guardias que encontró en su camino—, huyendo en un camión robado de tres toneladas. Cambió éste por un coche privado, y condujo hasta Gdansk, donde consiguió introducirse como polizón en uno de los barcos de Stromberg que en esos momentos estaba cargando madera en el puerto.

Fue descubierto más tarde, a punto de morir, cuando el barco estaba cerca de Malmoe. Los informes relativos a su grotesco tamaño y apariencia despertaron el interés de Stromberg, que voló desde Estocolmo para ver al extraño polizón. Para Stromberg, la fealdad podía resultar más conmovedora que la belleza, y en la hinchada y brutal cara y el enorme y desgarbado cuerpo de Zbigniew, vio una criatura que podría haber salido de las tenebrosas e inexploradas profundidades del océano. Decidió recomponerlo según su propia imaginación, y cuando el médico local le dio su opinión de que la mandíbula nunca podría ser reconstruida, lo echó de la casa y buscó otra solución.

El doctor Ludwig Schwenk había llevado a cabo muchos de los más célebres experimentos en cobayas humanos en Buchenwald. Había injertado una cabeza de alsaciano en un cuerpo humano, y conseguido que la mutación resultante viviera durante tres semanas. Había experimentado con trasplantes genitales, algunos de ellos involucrando a hombres y animales. Con la derrota de la Alemania nazi, escapó a Suecia, se cambió de nombre y se estableció como médico general en un pueblo, cerca de Halmstad. Parte de los ingresos de Stromberg procedían del chantaje efectuado a los criminales de guerra nazis, a los que amenazaba con sus paraderos a los agentes del Mosssad israelí. Fue una cuestión sencilla el convencer a Schwenk de que se tomara interés en el caso de Zbigniew. Después de catorce operaciones que implicaron el transplante tejido y la inserción de componentes de acero platinado, la mandíbula artificial estuvo en condiciones de operar. Sólo fue necesario un sacrificio. Para que funcionara la mandíbula, las cuerdas vocales de Zbigniew tuvieron que ser cortadas y reenganchadas al conductor del impulso eléctrico que abría y cerraba las dos filas de terroríficos dientes, afilados como navajas. Zbigniew Krycsiwiki era ahora mudo. Como un pez.

Eran las seis en punto cuando la sacudida del vehículo al detenerse hizo abrir los ojos a Bond. Estaba helado y anquilosado, y Anya se apoyaba contra su pecho, dormida. Los hombros de la muchacha estaban ligeramente hundidos como si buscara acurrucarse contra cualquier calor que su cuerpo pudiera proporcionar. Bond la sacudió suavemente, y los ojos de Anya se abrieron de par en par como los de un animal asustado. Volvió la cabeza y, viendo lo que había estado usando de almohada, se separó rápidamente.

La puerta de la cabina se cerró de golpe, y Bond se puso tenso, listo para saltar si la puerta trasera se abría. Detrás de él, Anya sacó nuevamente la Beretta del bolsillo lateral de su bolso de noche y apuntó hacia la puerta. Pasaron unos segundos. Bond avanzó cautelosamente, y empujó con suavidad una de las puertas hasta que ésta se abrió dejando una rendija de unos milímetros. Todo lo que Bond pudo ver fue arena y una pared de arenisca a un metro de distancia. Empujó la puerta abriéndola de par en par, y esperó. No ocurrió nada. La pared se alzaba hasta unos seis metros de altura, y estaba rematada por un león esculpido, con sus facciones gastadas por milenios de tempestades de arena del desierto. Bond dejó colgar sus piernas fuera de la camioneta y saltó silenciosamente a la arena. Se agachó y miró bajo las ruedas. No había signos de vida. Soló un enorme revoltijo de albañilería que daba la impresión de una caja de ladrillos de construcción infantiles esparcidos por la arena. Gigantescas columnas, fachadas ornamentales, avenidas, explanadas, portales, arcos triunfales, filas de esfinges y enormes estatuas con sus caras desgastadas por el tiempo y los elementos.

—¿Dónde estamos? —preguntó Anya, que se encontraba junto a él.

—No lo sé. Alguna especie de ciudad antigua.

Bond echó una mirada a su alrededor. La arena se extendía por todas partes.

—Espere aquí —dijo él.

Los ojos de la muchacha llamearon, pero se quedó donde estaba mientras él se movió cautelosamente acercándose a la cabina del conductor y mirando por la abierta ventanilla. Estaba vacía. Regresó al lado de Anya.

—Bien, tenemos que encontrarlo.

Echó una ojeada a la Beretta.

—¿Sabe usted como usar esa cosa?

Ella lo miró con orgulloso desprecio.

—Ya lo verá.

«Maldita sea —pensó Bond—. ¿Cuántas mujeres que conozco podrían parecer tan abrumadoramente hermosas después de permanecer enjauladas en la trasera de un camión durante una noche? No quiero competir conmigo; lo que quiero es hacer el amor contigo».

—No lo olvide —dijo roncamente, tratando de dominar sus sentimientos—; cuando demos con nuestro amigo, cada uno irá por su lado.

—Y cada mujer —repuso Anya, levantando su cabeza con gesto de desafío.

—¿Quiere que yo me ponga delante?

Bond permitió que la esbelta línea de su cuerpo pasara delante, y resistió la tentación de dar un golpecito en medio de su trasero hermosamente formado.

Los primeros rayos del sol naciente les dieron directamente en sus caras a medida que rodeaban la avenida de esfinges y se movían cautelosamente a través de una abertura en una alta pared penetrando en un patio interior que contenía dos hileras de columnas de piedra de unos 18 m. Bond miró a su alrededor y se sintió incómodo. Cualquiera que los estuviera esperando dispondría de una ventaja abrumadora. ¿Por qué había venido aquí el verdugo? ¿Estaba buscando algo? ¿Tenía que encontrarse con alguien?

Anya se movía con gracia de columna a columna. Bond dio una violenta palmada a la primera mosca del día, y examinó las irregulares montañas de piedra. Aquella parte debía de haber sido una especie de templo. Y ahora se acercaron a un segundo patio cuya restauración estaba en marcha. La desordenada estructura de un andamio permanecía contra una gran fachada de piedra esculpida en relieve que representaba un faraón. Había una polea para levantar las piedras, y cada piso del andamio estaba lleno de trozos de mampostería. No se veía señal alguna de obreros. Uno de los brazos del faraón estaba dramáticamente alzado, y entre sus piernas separadas aparecía la entrada a un túnel. Anya miró hacia el túnel, e hizo un gesto con la cabeza. Bond señaló con un dedo hacia delante en un gesto de aquiescencia y luego la tomó del brazo y la condujo por el perímetro del patio. Había algo en aquel lugar que lo ponía nervioso. Era como el cuarto de accesorios de una compañía teatral fracasada. No penetraba la luz del sol en el patio, y el melancólico faraón parecía estar levantando su puño contra las altas paredes que caían sobre él, como si las desafiara a no acercarse más. Bond miró hacia el gigantesco puño de piedra recortado contra el cielo azul y se maravilló de que la neblina producida por el calor pudiera empezar tan temprano. La piedra realmente parecía estar temblando.

Y luego se dio cuenta de que
estaba
temblando.

Y no solamente temblando, sino inclinándose hacia delante. Con un grito, empujó a Anya a un lado, y él mismo se echó hacia atrás contra la pared más próxima. Dos toneladas de granito cayeron entre ellos, y el suelo se estremeció. Bond se relamió sus secos labios y miró hacia arriba. Tiburón se asomaba por el borde de la plataforma más alta del aún vibrante andamiaje. Un gruñido gutural surgió del fondo de la garganta de Tiburón, y se arrojó al vacío colgándose del gancho de la polea. Con un ruido silbante, la cuerda se deslizó y el hombre cayó estrepitosamente sobre el suelo, frente a Bond, con un impacto casi tan tremendo como el bloque de construcción.

Bond se preparó a defenderse, pero su corazón estaba acobardado. Aun sin contar con los terroríficos dientes, el hombre resultaba impresionante. Bond tenía una estatura cercana al metro noventa, pero tendría que haber crecido treinta y cinco centímetros para igualar al gigante. Los brazos de éste eran como las piernas de un levantador de pesos, y con los dedos extendidos habría podido tocar los tres lados de un tablero de ajedrez corriente. Cuando Bond adoptó su posición de combate ligeramente agachado, el hombre echó la cabeza atrás, y sus labios se separaron lentamente. Aquello estaba calculado para mostrar los dientes, y de esa manera provocar miedo, como los peces de combate alzan sus espinas dorsales.

Bond empezó a girar cautelosamente. ¿Qué estaba haciendo Anya con su arma? ¿Esperaría a que lo hubiera matado? El brazo de Tiburón se levantó lentamente como si fuera el brazo de una grúa, y la gran manaza se cerró en torno a la pesada polea de metal del aparejo. Bond vio el centelleo en sus ojos, y se sintió como un coco en una caseta de tiro al coco.
¡Yuh!
El enorme brazo se flexionó, y el suficiente metal como para forjar un yunque salió despedido en dirección a Bond. Éste se apartó, y la cuerda le dejó una dolorosa herida, como un latigazo, cuando el enorme proyectil pasó a su lado. A sus espaldas, se produjo un ruido seco, como el que se oye cuando actúa una brigada de demolición de edificios con su bola de hierro balanceante. Tiburón sonrió y empezó a andar pesadamente hacia delante. Bond se zambulló dentro de los torpes brazos, y lanzó un golpe cruzado con el puño en la pesada mandíbula. Fue un puñetazo perfecto. Lo supo en el momento en que su brazo salía del cuerpo. Y luego, el impacto. Carne y hueso contra sólido metal. Era como pegar al flanco de un tanque. Por un momento pensó que se había roto los nudillos. Un relámpago de dolor corrió por todo su brazo hasta el sobaco. Las manos de Tiburón cayeron sobre sus hombros como sacos de metal, y lo proyectó hacia atrás contra el andamiaje. Con la parte trasera de la cabeza, Bond golpeó un montante de metal, y sintió como si su espina dorsal hubiera chocado contra su caja torácica. Estaba ardiendo de dolor, y había perdido todo el resuello. Tratando desesperadamente de levantar sus brazos, sintió que se deslizaba al suelo. Tiburón se adelantó para darle el
coup de grâce
, con los dientes separados como las expectantes fauces de una guillotina.

—¡Quieto ahí!

Bond giró su aturdida cabeza para ver a Anya con su arma resueltamente apuntada, hacia Tiburón. Éste la miró como si se tratara de un insecto malévolo.

—El microfilme. ¡Tírelo a mis pies!

Tiburón vaciló, y luego lentamente introdujo una mano en uno de sus bolsillos. Bond luchó por aclarar su cabeza y lograr que la respiración circulara a través de su dolorido cuerpo. Pudo sentir las moscas pasearse por sus sangrantes nudillos. Tiburón sacó su mano y echó la cajita a los pies de Anya. Anya se inclinó, y en ese instante Tiburón lanzó una coz con sus pies, echándole arena en la cara. Anya disparó a ciegas, y marró el tiro. Tiburón golpeó de nuevo, y el arma topó con el andamio. Bond se lanzó en su busca, pero de nuevo fue capturado por Tiburón, que lo lanzó como un bulto de lavandería contra el bosquecillo de metal. Bond cayó de rodillas, y vio que Tiburón se acercaba con un trozo de andamio que esgrimía como un palo de béisbol.
¡Yuh!
Echó hacia atrás los hombros y los bíceps se tensaron. Se oyó un silbido en el aire, y Bond se agachó cuando la barra de acero cayó sobre su cabeza.

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