Bond asintió secamente. No estaba de humor para soportar a M en vena humorística.
—La verdadera cuestión es más seria e inmediata. Quizás usted no lo sepa, pero los rusos han perdido un submarino nuclear.
El pulso de Bond se aceleró. Miró a Anya, que lo estaba contemplando sin expresión. Tan sólo un ligero arqueo de sus cejas parecía decir: «¿Puede usted ser tan ingenuo como para esperar que le cuente todos mis secretos?»
—Para resumir la historia, nuestros Gobiernos han decidido, al más alto nivel, que nuestros mutuos intereses serían mejor servidos si trabajáramos juntos en esta misión. No sabemos quién es el responsable de la desaparición de nuestros submarinos, y las investigaciones exhaustivas realizadas entre nuestros aliados no han revelado nada. Nos enfrentamos contra una entidad completamente desconocida.
—Ya veo.
Bond pensó en los dos hombres que habían colocado los electrodos a sus genitales. Serían sus aliados si aún estuvieran vivos. Semejantes oportunidades para descubrir nuevos amigos hacen que todo el trabajo parezca que vale la pena.
Nikitin se inclinó hacia Anya y habló en ruso. Terminado su mensaje, se recostó en su asiento y sonrió a Bond. Lo único sincero de su sonrisa era que revelaba tanto sus dientes postizos como el hecho de que raras veces se molestaba en limpiárselos. En términos de genuino calor, contenía la misma cantidad de sentimientos que el casquete polar. La boca se movió, pero los ojos seguían apuntando como si fueran cañones de una batería del doce.
Anya se convirtió en la voz de su amo.
—El camarada general dice que hemos entrado en una nueva Era de cooperación anglosoviética. Por este motivo, y como señal de la buena actitud rusa, pone a su disposición el microfilme recuperado de fuentes que apenas necesito tomarme la molestia de recordarle; ¿no es cierto, comandante Bond?
Bond inclinó su cabeza con toda la gracia que pudo reunir, y luego se enderezó.
—Me gustaría también insinuar otra razón.
M se sacó la pipa de la boca.
—¿Cuál es?
—En su primer examen, el microfilme parece ser inútil, señor.
Un silencio glacial se extendió por la habitación, caldeada solamente por el calor de la pipa de M.
—Prosiga, 007.
—Bien, señor. Cuando examiné el microfilme, parecía haber algunas raspaduras en él. Éstas me sugirieron que los datos técnicos clave del cianotipo habían sido borrados. Diría que el microfilme solamente trataba de mostrar que la persona con que estamos tratando posee realmente la mercancía. En otras palabras, tal como está, no es para nadie —Bond se volvió hacia la sonrisa de Nikitin—, excepto, naturalmente, como regalo.
Los dos gusanos blancuzcos que eran los labios de Nikitin se cerraron sobre los amarillos dientes, y el artificial fuego que brillaba en los ojos se apagó.
—Interesante —M apartó la mirada del silencioso Nikitin con una ceja alzada en señal de sospecha—. Dentro de unos momentos tendremos ocasión de comprobar si su conjetura es correcta, 007. He pedido que el microfilme sea pasado por el magnoscopio —M apretó un botón en su intercomunicador—. De acuerdo, Belling. Estamos listos, cuando usted quiera.
—Muy bien, señor.
Las luces de la habitación fueron disminuidas y lentamente descendió una gran pantalla del techo. Un panel de luz que apareció detrás de la mesa de M mostró dónde estaba situada la sala de proyección. Bond se concentró en la pantalla y sintió que las palmas de las manos se le humedecían. Iba a parecer un maldito estúpido si su suposición resultaba estar equivocada. La pantalla se llenó con símbolos que Bond podría haber confundido fácilmente con los Rollos del mar Muerto. Para alivio suyo, observó que había varios lugares donde parecía como si el material hubiera sido torpemente borrado.
M habló por el intercomunicador.
—Bien, Belling. ¿Qué puede usted decirnos?
La seria, intensa y erudita voz llegó casi inmediatamente. Bond podía casi ver al hombre encorvándose hacia el micrófono.
—Bueno, señor. Parece mercancía buena, por lo que se refiere a la cosa. Toda la información parece, eh… muy auténtica. El problema es que faltan las partes vitales. No hay nada que no sepamos ya. Sin embargo, estimula el apetito.
Bond estudió intensamente el incomprensible revoltijo de cifras y símbolos.
—¿Hay algo que sugiera dónde fue fabricado el cianotipo?
—Justamente iba a hablar de eso —la voz de Belling sonó ligeramente irritada por la interrupción—. Creemos que puede haber sido hecho en Italia. El tamaño del papel corresponde al octavo veneciano, y la escritura huele a italiana. Hay una ligera tendencia hacia arriba en las transversales.
—¿No es posible lograr una definición mejor? —preguntó Anya.
—Me temo que no, señorita. Quienquiera que tomó este microfilme, no puso mucho cuidado en ello. La iluminación es muy mala. No se puede ampliar lo que no está en primer plano.
—Si está mal realizado, probablemente se debe a que tuvo que hacerse deprisa —dijo M—. Esto encaja con nuestra sospecha de que alguien está entregando lo que podría describirse como espionaje industrial.
Bond se inclinó hacia la pantalla. ¿Se trataba de una mancha en el rincón izquierdo inferior, o podía distinguir el contorno de unas letras? Caminó hacia la pantalla e indicó con el dedo.
—¿Puede usted ampliar esta sección, por favor?
—Intentaré satisfacerle, señor. No puedo garantizarle que vea mucho.
La pantalla se quedó en blanco, y luego centellearon una serie de gigantescos primeros planos a medida que el operador buscaba el segmento indicado. Bond echó una ojeada a Anya. Ésta se encontraba absorta con sus ojos dirigidos a la pantalla. Apoyaba el mentón en su mano. Parecía un estudiante aplicado en su primera lección. Había algo natural y espontáneo en su pose que resultaba seductor. Era una extraña muchacha. No mostraba aquella frialdad y alejamiento que impregnaban a la mayoría de espías rusas con que se había encontrado.
Nikitin se dio cuenta de la mirada de Bond a Anya, y sintió una fría punzada de celos. El apetito de Bond por las mujeres era bien conocido de SMERSH, y en dos ocasiones había estado a punto de provocar su perdición. Tal vez en esta ocasión tendrían más suerte. Sería interesante ver la reacción de Anya cuando se enterara de que Bond había matado a su amante. Por el momento seguiría ocultándole la noticia, pero, cuando la operación estuviera más avanzada, podría ser aconsejable, desde todos los puntos de vista, decirle la verdad. Cuando se lograra encontrar una pista segura sobre el sistema de rastreo, Bond se convertiría inmediatamente en
prescindible
. Anya podía eliminarlo, y luego, y luego… Nikitin recordó las películas en que aparecía Anya haciendo el amor, enviadas desde el cursillo del mar Negro, y se pasó la lengua por sus húmedos labios. ¡Qué deliciosas posibilidades existían! La enjaezaría y la conduciría como un cosaco. Y mientras montaba la suave y blanca carne, pensaría en el odiado espía británico que ella había matado. Sería tan perfecto como tener al propio Bond, atado boca abajo en la mesa de interrogatorios de los sótanos del palacio de muerte que era el nº 11 de la Sretenka Ulitsa…
—¡Alto ahí!
Bond sintió que crecía su excitación a medida que miraba la pantalla. Aparecía una línea diagonal cruzando de arriba abajo que señalaba el borde del cianotipo, y a su derecha se distinguía algún rótulo vago que carecía de la embotada dureza de los símbolos del cianotipo. Cuando éste fue fotografiado debía de estar descansando sobre algo, y éste algo se había deslizado en el rincón de la parte izquierda del microfilme. Bond, con gran esfuerzo, consiguió leer el rótulo: O-R-A-T-O-R-I-O. Había también un símbolo.
—Oratorio —M leyó la palabra—. ¿Qué me dice usted de eso, Belling?
—No lo sé, señor. Parece el final de un membrete. Puede usted ver el contenido del papel. El cianotipo debe de haber descansado en él cuando fue fotografiado —Bond se sintió satisfecho de ver su hipótesis confirmada—. Un oratorio es una pequeña capilla, por lo general privada. Solía ser una pequeña escuela pública católica, asimismo.
—Debieron de tener un sexto sentido notablemente avanzado si inventaron sistemas de seguimiento de submarinos —dijo M secamente—. Sé que los jesuitas son considerados como muy inteligentes, pero… —se encogió de hombros, volviéndose hacia Anya que se estaba mordiendo los labios, con la vista fija en la pantalla.
—He visto antes este símbolo —dijo, con la luz del combate fija en la pantalla.
—Parece una mitra de obispo, señor —dijo Belling, desando contribuir.
—Quizá deberíamos hacer algunas investigaciones discretas en el Vaticano —murmuró.
Los ojos de Bond se estrecharon. La muchacha tenía razón. Aquel símbolo, aun cuando no era familiar, lo había visto también en algún lugar anteriormente. Dos óvalos en posición vertical, superpuestos, el mayor con una muesca, de pie sobre un triángulo isósceles truncado. Y todo el conjunto atravesado por series de líneas en zigzag. ¿Qué le recordaba?
—O un pez, señor —dijo Belling.
Anya dio una palmada sobre la mesa.
—¡Stromberg! Ése es el símbolo de las «Líneas de Navegación Stromberg».
¡Claro! Bond se mordió los puños de rabia por no haber pensado en ello primero. Sigmund Stromberg. Un hombre que había salido de la nada para construir una enorme flota mercante en cuestión de años; uno de los primeros en ver las ventajas comerciales de transportar enormes cantidades de petróleo en supercisternas y que actualmente era propietario de cuatro de ellos con un peso muerto total superior a las cuatrocientas cincuenta mil toneladas. Un hombre considerado como despiadado en los negocios y sospechoso de estar implicado en la reciente racha de petroleros hundidos que se había producido en aguas americanas, todos ellos pertenecientes a compañías rivales. El símbolo de Stromberg era un pez rechoncho de pie sobre su cola.
—Bien dicho.
Bond ofreció a regañadientes sus felicitaciones, como el capitán del equipo perdedor en un partido de rugby de escuela preparatoria.
—Interesante —musitó M—. ¿Pero que pasa con este «Oratorio»? ¿Es que acaso Stromberg apoya alguna fundación religiosa?
Las ventanillas de la nariz de Anya se ensancharon.
—Como buen capitalista, sólo se apoya a sí mismo.
Bond trató de concentrarse. Oratorio, oratorio. ¿Qué demonio significaba aquello? Anya tenía razón. Stromberg nunca había mostrado signos de altruismo o deseo de convertirse en un filántropo. A menos que se tuviera en cuenta su conocido interés por la oceanografía. Bond recordaba haber leído algo sobre su fundación de un Laboratorio de Investigación Marina en el Mediterráneo. Estaba probablemente en…
—¡Erueka! ¡Laboratorio! —Bond casi gritó la palabra—. ¡Laboratorio!. No «Oratorio». La primera sílaba quedaba oscurecida por el cianotipo. Stromberg tiene un laboratorio de investigación marina en alguna parte. En Córcega, creo.
—Cerdeña —dijo Anya secamente. Vaciló, y luego una trémula media sonrisa apareció en sus encantadores labios, al mirar a Bond—. Bien dicho.
—Cierto… —dijo M, mirando a Bond y luego a Anya, antes de volverse hacia Nikitin—. Bien dicho, realmente. Me alegra descubrir que la nueva Era de cooperación anglosoviética de que usted hablaba tan conmovedoramente empieza a dar fruto en tan corto tiempo —sacudió su pipa en un gran cenicero de piedra—. Esto es de buen augurio para el futuro.
Nikitin asintió lentamente, en tanto sus ojos dejaban traslucir sentencias de muerte. M se volvió nuevamente a Bond y Anya.
—Sugiero que se dirijan ustedes a Cerdeña o Córcega, o dondequiera que se halle el laboratorio marino de Stromberg, a la mayor brevedad.
Bond se apartó de los desafiantes ojos lapislázuli de Anya.
—¿En calidad de qué, señor?
M golpeó con su pipa como un subastador que golpea con su martillo por última vez.
—Bien, considerándolo todo, parece que sólo hay una forma de hacerlo: en calidad de marido y mujer.
Los dedos de Anya recorrieron a tientas un camino a través de la áspera y caliente piedra, y se cerraron sobre el tubo de plástico flexible. La muchacha encajó el tubo en la palma de la mano, y con el pulgar y el índice sujetó el minúsculo borde dentado del tapón. Dio un rápido giro en sentido contrario al de las agujas del reloj hasta que el tapón se desprendió, cayendo sobre la piedra con un ligero ruido que resonó en el silencio. Con sus ojos todavía cerrados, Anya avanzó su mano izquierda y aplicando el tubo contra la palma de la mano hizo una suave presión con los dedos de manera que el tubo vertió una pequeña cantidad de cálida y líquida crema. Dejó entonces el tubo junto al tapón y se frotó las manos. Sintió como la crema se le escurría entre los dedos, en tanto que la loción se iba esparciendo uniformemente por las manos. Luego se dio la vuelta en la colchoneta y empezó a darse masaje en sus desnudos pechos y hombros. Eran unos hermosos pechos, eso resultaba indiscutible. Firmes y turgentes, y no colgaban en absoluto, sino que permanecían erectos. Las aureolas de los pezones eran de un vivo color chocolate, y los propios pezones emergían de forma expectante como rellenitas y jugosas antenas.
Anya contempló la línea donde el color miel del mar Negro daba paso al bronce mediterráneo y experimentó un nuevo sentimiento de culpabilidad. ¿Tan poco tiempo hacía que había estado bajo otro sol y pensando en otro hombre? Miró hacia la blanda y resbaladiza carne que ondulaba bajo sus dedos, y apartó su mano bruscamente. Su comportamiento no era
kulturny
. No se estaba conduciendo como un ciudadano soviético responsable con una posición superior en uno de los más importantes departamentos gubernamentales. ¿Pero que había en su vida antes de la experiencia de Crimea que la hubiera preparado para las sibaríticas satisfacciones que el Occidente prodigaba sobre su favorecida burguesía? No sería justamente su apartamento Sadovaya-Chernogriazskay Ulitz, el cuartel de mujeres de los Departamentos de Seguridad del Estado, o su salario mensual de dos mil rublos. Y tampoco el servir con el rango de mayor en la temida KGB. Debía de ser esta súbita inversión de papeles lo que la había desequilibrado. Tenía que recuperar el dominio de sí misma. En lugar de estar dándole a su cuerpo un innecesario bronceado, debía estar leyendo una obra formativa. Algo de Engels
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, por ejemplo. La verdad es que estaba vergonzosamente poco versada en sus escritos. Con gesto irritado, se subió su severo traje de baño de una pieza sobre los pechos, y deslizó los tirantes sobre los hombros. Ella no lo sabía, pero debido a su misma simplicidad —y también porque le estaba algo pequeño— el traje de baño daba a su cuerpo un aire más erótico que la misma desnudez.