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Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

La espía que me amó (10 page)

BOOK: La espía que me amó
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Algo impidió el paso del aire por las ventanillas de su nariz y Fekkesh quedó paralizado. El hombre estaba de pie en la abertura. En la oscuridad, el sonido de su pesada respiración sonaba como una sierra circular. En ese momento, Fekkesh se rindió al fantasma. Hundió la cabeza entre sus hombros y empezó a lloriquear.

—Dios, haz que todo sea rápido —rogó—. Por favor, evítame demasiado dolor.

Pensó en sus hijos y en Felicca, esperando en el apartamento, pero casi toda su mente estaba llena de un rudimentario terror ciego que lo tenía paralizado como una inyección que se hundiera cada vez más profundamente en sus encías. Cerró los ojos con fuerza y apretó sus uñas contra las palmas de las manos. Cobró ánimo y abrió los ojos. El rostro de aquel hombre se recortaba contra el cielo estrellado. Parecía no haber malicia en él. Nada de odio. Nada de crueldad. Si aquel era el aspecto que los animales tienen antes de comerse entre sí, entonces no era del todo malo. Y luego la boca se abrió, y Fekkesh vio las dos filas de dientes mellados, de acero inoxidable. Y entonces empezó a gritar. Y Tiburón lo arrastró sobre el cadalso de su rodilla como una muñeca de trapo, y lo mordió en el cogote tan fácilmente como si hubiera sido un tallo de apio.

Para Bond, el ruido que terminó con los gritos fue como el de un bastón rompiéndose. Apresuró el paso y llegó en el momento en que el enorme individuo aparecía entre dos bloques de piedra como un espíritu escapando de algún sarcófago desvalijado. Durante un segundo, los dos hombres se encontraron frente a frente, y entonces Tiburón mostró sus brillantes dientes en una sonrisa despreciativa y dio la vuelta para sumergirse en la noche. Bond vaciló, preso entre la conciencia de que debía encontrar a Fekkesh, y un impulso de perseguir a aquel terrorífico gigante con los dientes brillantes. No cabía la elección. Fekkesh ante todo. Bond bajó su arma y rodeó con cuidado uno de los bloques de treinta toneladas de piedra que formaban la base de la pirámide. Le produjo una sensación angustiosa ver unos pies que salían de las sombras. Se arrodilló rápidamente y auscultó el corazón del hombre. En la oscuridad notó algo resbaladizo; un charco de sangre que salía del cuello y los hombros. Alguien, no era difícil imaginar quién, había seccionado el cuello del hombre. Bond se olvidó del corazón y levantó la cabeza del hombre. La cara con los ojos abiertos de par en par era reconocible: Fekkesh.

Rápida y hábilmente, Bond registró los bolsillos del traje raído de Fekkesh. El bolsillo de la pechera ocultaba una pequeña agenda. Bond buscó rápidamente en su propia chaqueta y sacó un lápiz de plata con una serie de modificaciones hechas por Aspreys. Dos ligeras presiones en el prendedor lo convirtieron en una linterna. Bond examinó la agenda con ayuda de su tenue rayo de luz. La sección de direcciones estaba vacía, y no había tampoco números de teléfono. Las anotaciones diarias parecían estar todas relacionadas con el trabajo. El superficial conocimiento del árabe de Bond le permitió descifrar «
Reunión del Comité de Excavaciones de Khem-en-du
», y un almuerzo de trabajo con los directores del Museo Copto. Había también una nota para recordar el cumpleaños de Felicca. Algún tenue y casi seco depósito de sentimientos en Bond quedó casi complacido al ver que esa fecha había pasado. Deseó que los dos amantes lo hubieran disfrutado.

Había una anotación relativa al jueves siguiente: «
Max Kalba, Mujaba Club, 7,30 de la tarde
». Ni el nombre ni el club significaban nada para Bond, pero era la única pista que tenía, a menos que registrara el apartamento de Fekkesh y entrara en su oficina del Museo de El Cairo. Eso y encontrar al gigante. No había muchos países en el mundo donde le resultara fácil esconderse en una multitud. Bond se estremeció al mirar hacia el cuerpo roto que estaba a sus pies. ¿Cómo podía haber sido desgarrado el cuello de aquella manera? Era casi como si… no. Rechazó la sugestión como demasiado horrible, demasiado absurda. Pero, en cierta ocasión, había examinado una rata después de que un terrier la hubiera matado y, casi contra su voluntad, la mirada de Bond cayó una vez más sobre los ojos desorbitados; sobre los tenues rasgos. La sangre empezaba a coagularse alrededor de dos señales de perforación dentadas. Luchando contra la nausea, metió la agenda en el bolsillo y salió de aquel lugar de terrible muerte.

Fuera estaba oscuro, y el único sonido que se escuchaba era el distante ruido de puertas de coches cerrándose de golpe y a los
tour operators
llamando a los fieles para meterlos en autocares de fabricación rusa. La
son-et-lumière
[19]
debía de haber terminado. Bond se cepilló la arena de sus rodillas y empezó a pasear alrededor del gran bulto negro de Keops, hacia donde los faros del coche estaban hendiendo la oscuridad. ¿Qué había calculado Napoleón? Que había bastante piedra en las tres pirámides de Gizeh para construir un muro de diez pies de altura en torno a Francia. Bond prefería tratar con pies, aun cuando los cálculos habían sido hechos por Napoleón.

Bond oyó los suaves pasos en la arena demasiado tarde, y se dio la vuelta por el lado equivocado. Un relámpago de luz le golpeó detrás de la oreja izquierda y ante sus pies se abrió un profundo abismo. Cayó lentamente en él y, al mirar hacia atrás mientras daba vueltas y más vueltas, pudo ver que la cara triangular de Keops no se levantaba 135 m. en el cielo, sino para siempre, hasta ocultar los cielos como un gran acantilado negro.

10. Tácticas de choque

Alguien estaba dando golpecitos en la cabeza de Bond, e invitándolo a volver en sí. El sonido se percibía como lejano, igual que si tuviera que atravesar varias puertas, pero era claro y persistente. Bond aguardó, esperando a que quienquiera que fuese acabaría por irse, pero el sonido continuaba, rítmico y discordante. Con cada golpecito, un tenue filamento de dolor corría por el cerebro de Bond. No era bueno. No tendría más remedio que averiguar quién estaba allí. Gruñendo, se obligó a abrir los ojos. Resultaba muy difícil. Debía de haber estado durmiendo profundamente. Malditos fueran, por estorbarlo. Pero, ¿quién estaba allí en aquella niebla espesa y turbulenta? Bond apretó los ojos para concentrarse. La cara era como una máscara de Carnaval, redonda y brillante, con dos ojos hundidos profundamente en sus cuencas que parecían estar vertiendo arroyos de lágrimas. Las lágrimas caían como cascadas gemelas para ser sorbidas en las comisuras ahuecadas de una boca ancha, recta, rematada con un blanco bigote de pelos horizontales. Bond estaba asombrado. Ninguno de los rasgos se movía. Y no tenía nariz. Y, además, había el extraño brillo de la perfecta cara redonda; era brillante, brillante como un botón.

Poco a poco, la mente de Bond se fue aclarando, y se dio cuenta de lo que estaba mirando: uno de los botones de la camisa del hombre que estaba de pie frente a él.

—Ya está consciente.

La voz hablaba en ruso.

Una mano áspera agarró la cabeza de Bond y la levantó. Bond se encontró mirando una cara cuadrada, de rasgos torpes, que parecía como tallada con un cortaplumas desafilado. Así que los dos hombres del
son-et-lumière
eran rusos. Al menos, éste lo era. Bond no dijo nada, sino que se concentró en aclarar su cabeza y probar la cuerda que aseguraba sus manos por detrás del respaldo de la silla. Las ligaduras se le hincaban casi hasta el hueso. Sus tobillos estaban también atados a las dos patas frontales de la silla. La cosa resultaba siniestra. Tanto más cuanto que uno de los dos hombres se dedicaba a examinar el aparato que el segundo estaba conectando a una batería de gran voltaje. Se trataba de una pequeña caja de metal con un interruptor y un panel de vidrio que mostraba un dial graduado rojo. Había también una palanca, en aquellos momentos inmóvil en su posición vertical máxima, y, lo más siniestro de todo, dos largos alambres delgados que surgían de un lado de la caja y terminaban en pinzas de metal.

Bond olvidó el punzante chichón de la parte trasera de su cabeza. Sabía qué era la caja y lo que se disponían a hacer con él. El hombre que había estado conectando los cables de la batería se detuvo e hizo un gesto de asentimiento a su compañero. Estaban listos. No había ni rastro del gigantón.

Bond paseó su mirada en torno a la pobre y monótona habitación, y trató de encontrar objetos en los que concentrarse. Si uno va a ser torturado, ayuda mucho el focalizar la mente en algo. Aparta a uno de la agonía y de la información que se supone que tiene que dar, dirigiéndolo hacia algún objeto insignificante, totalmente desconectado. Los ojos de Bond rebotaron en la desnuda lámpara del techo y se iluminaron al descubrir un calendario en la pared lejana. En él aparecía la versión egipcia de una
pin-up
[20]
, una hermosa muchacha de negro pelo mostrando su cara, pero nada más, y extendiendo una tímida mano hacia un
scooter
[21]
. Miraba a Bond igual que debía de haber mirado al cámara, no completamente segura de lo que ninguno de los dos estaba haciendo. Sí, ella serviría. Pasarían juntos este apuro.

—Mr. Bond.

Quedó sorprendido al oír su nombre, y dicho en buen inglés, con solamente una ligera pizca de acento.

—La respuesta a una simple pregunta puede ahorrarle un dolor insoportable, y la mutilación. ¿Dónde está el cianotipo del sistema de rastreo?

Pese a su situación apurada, Bond soltó una carcajada.

—Yo no tengo el sistema de rastreo.

El hombre que sostenía las pinzas de metal empezó a golpearlas entre sí como si fueran unas castañuelas.

—Entonces, ¿por qué mató usted a Fekkesh?

La pregunta dejó a Bond perplejo.
Ellos
habían matado a Fekkesh. El gran gorila con una boca como una barracuda había hecho un agujero en su cuello. ¿Qué estaban buscando? Debían de estar tendiendo alguna especie de trampa. ¿Pensaban quizá que Fekkesh había entregado el cianotipo a Bond antes de morir? ¿O quizá que lo había ocultado en algún lugar para que Bond lo encontrara? Eso debía de ser. Querían atar los cabos sueltos.

—Lo siento compañero. Pero obtendrás la misma respuesta. Yo no maté a Fekkesh.

Por la cara del hombre no cruzó el menor asomo de emoción. Se encogió de hombros, y luego se inclinó y empezó a desabrochar el cinturón de los pantalones de Bond. El estómago de éste se congeló. Si las gotas de sudor que vertía hubieran corrido hacia abajo, se habrían convertido en carámbanos. Miró hacia el hombre que estaba de pie junto a la caja de metal, y luego apartó la vista. Los ojos del hombre brillaban con lascivia. El dolor era su amante. El otro desabrochó uno a uno los botones del pantalón de Bond. Era como un niño al que llevan al retrete. Luego le bajó los pantalones y los calzoncillos hasta las rodillas. Bond miró hacia los sorprendidos ojos de la muchacha del calendario. Era extraño, pero se sintió embarazado al mirarla. Era como la muchacha del dentista que te alarga el vaso de agua rosada, agua que tu boca entumecida encuentra difícil de escupir. Su sonrisa despreciativa se disculpa por la torpeza de uno.

—Ésta es su última oportunidad. ¿Dónde está el microfilme?

—¡Ande y… usted mismo!

El hombre no recompensó la obscenidad con una bofetada. Era un profesional y podía permitirse el lujo de conservar su energía. Una corriente eléctrica pasando a través de los genitales resultaba un millón de veces más eficaz que convertir la cara de un hombre en una pulpa sanguinolenta. Se enderezó, mientras su cómplice acudía rápidamente con las pinzas. Había en él una prisa indecente, como un cangrejo acercándose a un molusco abierto. Su respiración apestaba, y Bond apartó su cabeza del desagradable olor. Vio como se abrían las pinzas, y luego hizo una mueca de dolor cuando el metal se cerró sobre su blanda carne. Este dolor era ya de por sí bastante malo. ¿Cómo podía soportar más?

El operador se mordió el labio durante unos instantes, y luego regresó a la máquina. Movió su mano en dirección al interruptor y luego se volvió hacia Bond como si fuera a hacerle una fotografía con exposición. Bond se dio cuenta de que estaba calculando la elasticidad de las cuerdas. Según como fuera torturado Bond, su cuerpo podría saltar por el aire. Luego, apretó el interruptor de contacto.

Inmediatamente, Bond sintió un estremecimiento nervioso que se abría en abanico procedente del más sensitivo de sus órganos. No era un dolor, pero le daba dentera. La máquina había iniciado su vida y estaba diciendo que se encontraba dispuesta a infligir agonía. Bond se concentró en la chica del calendario, y trató de enterrarse profundamente en sus ojos pardos, blandos.

—Es usted un estúpido. Mr. Bond. Porque, al final, va usted a decirnos todo lo que queremos saber. Empezaremos lentamente, sólo para darle a usted una idea de lo que vendrá luego.

Bond seguía mirando a los amables ojos pardos. «La hermosa mujer está intentando venderte una motocicleta. Con una motocicleta, puedes conducir fuera de esta habitación, y no volver nunca. Puedes…»

El grito abandonó el cuerpo de Bond como si se hubiera llevado consigo la mayor parte de sus órganos con él. Sintió que todo su cuerpo se desmontaba para permitir su paso a través de la garganta, pero ésta no era bastante grande. El grito escapó a través de su cerebro, a través de sus oídos. Por todas partes. Bond estaba preparado para el dolor, pero éste era demasiado horrible. Era una invasión física de su cuerpo. Era diferente de lo que había experimentado anteriormente. Como si todo su sistema nervioso hubiera sido vuelto del revés con una espada afilada.

—Ya ve —la voz llegó a través de una niebla de color púrpura—. No es agradable, ¿verdad? Y puede aumentar, y aumentar, y aumentar…

El cuerpo de Bond estaba inundado de dolor. Podía sentirlo bajando por su pecho. Sentía unas punzadas de dolor procedentes de sus muñecas, producto del tirón que debió dar a sus ligaduras cuando la corriente lo hizo proyectarse hacia delante.

—Pero no desespere. Cuando ya no sienta nada, es cuando debe preocuparse de veras. Porque entonces ya no será usted un hombre.

«Dios me guarde —pensó Bond—. ¿Hay alguna otra fuerza en la Tierra o en el Cielo que pueda arrancarme de este potro de tormento?»

—¿Quiere usted hablar ahora, o más tarde?

Bond levantó su cabeza, y una vez más fijó su mirada en el calendario. «Vamos, mi cielo. Podemos hacerlo aún mejor. Creía que algo hermoso estaba empezando entre nosotros. Creí que estábamos al borde de algo…»

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