La espía que me amó (16 page)

Read La espía que me amó Online

Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

BOOK: La espía que me amó
11.36Mb size Format: txt, pdf, ePub

Anya se puso en pie, enroscó firmemente el tapón del tubo de crema solar, y plegó la colchoneta. Abandonó el balcón, y entró en el grande y frío dormitorio, cerrando las puertas correderas detrás de sí para mantener el aire acondicionado. ¡Aire acondicionado! No resultaría sorprendente que aquella
suite
costara diariamente tanto como su salario mensual. Era vergonzoso. Anya enrojeció. Era vergonzoso, también, la forma como ella había sucumbido a sus placeres. Quitándose el bañador, gozó de la sensación del aire frío contra su cuerpo, y se puso de puntillas para colocar la colchoneta sobre uno de los blancos armarios de listones. No volvería a usarla. El espejo le devolvió su imagen, y se sintió avergonzada de su desnudez, como si estuviera frente a otra persona. Debía tomar una ducha y ponerse algunos vestidos. Bond estaría pronto de vuelta, y ella no quería vivir la embarazosa situación de que él la encontrara sin vestir. Tomó su bañador de la cama doble y caminó hacia el baño, pasando ante la pequeña cama donde Bond dormía. Se preguntó si él se habría dado cuenta de que, cada mañana, Anya hacía la cama antes de que las camareras entraran. La verdad es que lo que la impulsaba a hacerlo era el orgullo. No quería que nadie pensara que su marido la encontraba lo suficientemente falta de atractivo como para echarla de la cama. Por supuesto, no es que estuviera dispuesta a dormir con Bond ni en un millar de años. Su presencia juntos se debía a la conveniencia del Estado. Era guapo, sí. Muy guapo. No debía tener miedo de admitirlo. Pero era un
englisky spion
que mataba rápidamente, y, en apariencia, sin sentimientos. Semejante hombre nunca la tocaría, ¿o sí? Anya sintió de repente una punzada de temor.

El matrimonio Sterling, con un asombroso parecido con Bond y Anya, habían salido del puerto de Santa Teresa di Gallura en la costa nordeste de Cerdeña, y estaban ahora instalados en la isla Caprera, una de las pequeñas islas diseminadas en la periferia de las Bocce di Bonifacio, o, si uno era un corso mirando a través del canal que separa Córcega de Cerdeña, de las Bouches de Bonifacio. El laboratorio de Investigación Marina de Stromberg estaba aparentemente en algún lugar sobre la oscura y rocosa costa corsa que emergía abruptamente del mar unas pocas millas más allá. Stromberg poseía una ancha franja de costa, y se rumoreaba entre la población local que los visitantes no eran bien recibidos. Raras veces aparecía en público, y salía y entraba de sus dominios en helicóptero.

Anya salió de la ducha y se puso un ligero vestido de algodón, muy holgado, que descendía hasta la mitad de sus bien formados muslos. Para ella, el hotel con su costra de baldosas, blancas paredes y oscuras puertas y ventanas abovedadas parecía una rebanada de pan atacada por los ratones. Había una playa privada, con un bar cubierto de paja rodeado por sombrillas de paja en forma de setas —¿más ratones cobijándose debajo?—, terrazas, sombreadas columnatas, jardines de buganvillas y retama derramándose hacia los apretados arbustos que bordeaban la arena, y un muelle de piedra con un pequeño faro en su extremo. Y, por todas partes, el mar con sus múltiples tonos azulados, cambiando de color cuando metía su hocico en la blanca arena o se arrimaba contra las rocas amarillas, desgastadas y suaves.

Un agudo toque de claxon hizo salir a Anya al balcón, descubriendo a Bond de pie junto a un pequeño sedan de color rojo brillante y aerodinámica forma. En los labios de la muchacha apareció una mueca de desprecio. El coche parecía totalmente nuevo y muy caro.

—He logrado encontrar un transporte para nosotros —dijo Bond alegremente—. Lotus Esprit con algunas modificaciones. ¿Le interesa hacer un «viajecito de prueba» señora? Posee excelentes especificaciones: caja de cambios manual de cinco velocidades, embrague accionado hidráulicamente…

—Ya bajo —dijo Anya con firmeza.

Llegó al cabo de pocos segundos, consciente de que el coche estaba empezando ya a despertar la atención y admiración de todos los huéspedes y personal del hotel.

—No necesitamos un coche así. ¿De dónde lo ha sacado?

—Es lo que usted podría llamar un coche de compañía —dijo Bond—. Va junto con el trabajo.

—¡Ridículo! —Anya se dio cuenta de que la gente volvía la cabeza, y bajó la voz—. Este coche es demasiado… —pensó la palabra correcta—, demasiado importante. Podíamos haber alquilado un coche ordinario.

Bond tenía un aspecto virtuoso.

—Lamento que pienses así, querida —sonrió con simpatía a una vieja dama que estaba estirando el cuello para captar las palabras de lo que ella se imaginaba como la primera riña de una pareja en su luna de miel, y tomó a Anya del brazo—. Déjeme que le dé algunas noticias mejores. Stromberg ha enviado una invitación a su personal. La carta del presidente de la Royal Society debe de haber resuelto el problema. Encontré una nota en recepción. Enviaran una embarcación a recogernos.

—¿Qué decía ese presidente? —preguntó Anya.

—Que soy un distinguido biólogo marino, de vacaciones en esta región, y que desearía presentarle mis respetos.

Los hermosos ojos de Anya se ensancharon.

—Pero, ¿qué sabe usted de biología marina?

Bond sacó su pitillera de metal y tomó un cigarrillo.

—Muy poco. Espero que cualquier discusión que se produzca versará sobre temas generales. Los especialistas raramente descienden a temas específicos —sonrió secamente, y consultó su reloj—. Haría mejor en ponerse algo más protector. Podría haber un poco de violencia allí.

—Suena como si vaya a haberla con seguridad.

Anya parecía atractivamente desaprobadora. Bond tomó la mano que le había pinchado.

—Si me ve usted perder pie, muéstrele nuestro anillo de casados.

Una hora más tarde, Bond se encontraba de pie en la cubierta de una poderosa lancha motora
Riva
, y contempló el muelle que se iba alejando de ellos. Anya, llevando lo que parecía un pañuelo Hermes en torno a su cabeza, se apoyaba en la barandilla y miraba al mar con gesto imperioso. Lo mismo podrían haber estado de camino hacia las regatas de Cowes Week. No por primera vez, Bond se preguntó dónde adquiría sus vestidos la muchacha. La chaqueta de algodón de talle alto, perfectamente moldeada para realzar su bien formado trasero. Los bien cortados pantalones con la costura subida. Las estrechas sandalias con suela de corcho. Uno podía peinar Moscú desde el Sokolniki Park al Romenskoye Shosse, sin encontrar unas prendas como aquellas. Los rusos generalmente no prodigaban la
haute couture
[27]
con sus espías. Quizá la muchacha era la amante de Nikitin. Bond había notado la inconfundible lujuria en los ojos del general, en El Cairo. Se encogió de hombros. Parecía mentira que se hubiera sometido a un carnicero empapado de sangre como aquel. Aunque, en cierto modo, no parecía posible. Semejante muchacha no podía dormir con Nikitin. «Semejante muchacha», dijo, pero, ¿acaso no le había inyectado veneno en la pierna mientras sus ojos le sonreían? Era una espía, no una heroína de una novela romántica. ¿Era esta innata cautela lo que hasta el momento le había impedido estrechar distancias entre ambos? En parte, sí. Bond sabía que M desaprobaba lo que él describía como su «mujerización», y la consideraba un peligro potencial para un espía, superado sólo por la bebida. Sabía también que el director de Universal Export, aunque era un sirviente demasiado leal de cualquier Gobierno para llegar a decirlo jamás, desaprobaba íntimamente la iniciativa de labor conjunta que se estaba llevando a cabo, y pensaba que eso podía producir más daño que beneficio. Bond amaba, honraba y obedecía a M, y deseaba evitar cualquier indiscreción que justificara su pesimismo.

Pero, ¿se trataba sólo de altruismo profesional? ¿No había también algún elemento de intensificada anticipación sensual en mantenerse apartado de la hermosa muchacha que dormía en la cama adyacente? ¿Era la imaginación del puritano más deliciosa que la experiencia del hedonista?

¿Y qué decir del temor del rechazo? ¿No desempeñaba también su papel? Bond sentía que Anya era una muchacha cálida, apasionada, que deseaba que le hicieran el amor, ¿pero quién? ¿Cómo vería afectada su relación laboral por un paso no correspondido, o —y sonrió para sí mismo— uno correspondido? No, en todos los sentidos, era mejor dejarla tranquila por ahora.

Bond dirigió su atención a la tripulación del
Riva
. Tres hombres de facciones torpes y chatas narices, con aspecto de corsos, o búlgaros. Apenas habían dicho una palabra desde que Anya y él subieron a bordo. Iban informalmente vestidos con pantalones de lona, alpargatas azules y camisetas portadoras del emblema de los peces entre el siniestro motivo SS de la línea de navegación de Sigmund Stromberg. ¿Cuán insensible podía mostrarse uno, siendo aún tan fuertes los recuerdos de los nazis? Era casi como si las aborrecidas iniciales estuvieran pensadas con intención de infundir miedo.

Fuera del abrigo de la bahía, el viento refrescó y el mar se mostró picado. El timonel aceleró el motor y la afilada proa del
Riva
se levantó como si se tratara de una cabeza de tiburón dispuesta a devorar el lúgubre promontorio de tierra hacia el que se dirigía. Sólo podía verse pájaros revoloteando en torno a las caras de los acantilados cortados a pico, y la espuma delataba los lugares donde agujas rocosas grotescamente formadas emergían a la superficie. Era un lugar desolado y triste para encontrar intercalado entre los azules marinos y celestes de un folleto de vacaciones. ¿Por qué Stromberg se había decidido por semejante lugar remoto cuando la Costa Esmeralda contenía tantos sitios hermosos y disponibles?

La estela del
Riva
se curvó, y la distante visión de Caprera fue desapareciendo a medida que la poderosa lancha rápida abrió su ancho surco en torno a la punta. No se veía signo alguno de población. Solamente promontorios rocosos, y de vez en cuando un arbusto emergiendo de una grieta. ¿Dónde podía estar aquel laboratorio de investigación marina? Y luego, de repente, lo vieron. El
Riva
viró de pronto a estribor, y ante ellos se abrió una brecha entre dos paredes de roca que daba a un puerto natural. En éste aparecía una estructura que se alzaba como unos quince metros por encima del agua. A primera vista, parecía una torre de perforación rematada por una cúpula de cristal. Enormes columnas de acero en todos los rincones, pasarelas, escaleras en espiral, y un ascensor tubular que llevaba la plataforma a la cúpula. En ésta había antenas de radio y cobertura de radar, y en su interior un helicóptero de búsqueda Bell YUH-IB.

Bond dejó escapar un silbido entre sus dientes. Todo aquello era algo, desde luego. Pero, ¿un laboratorio de investigación marina? Más bien parecía una instalación militar. Bond miró a Anya. Su expresión pensativa sugería que la muchacha compartía su punto de vista.

—Muy impresionante, ¿no, querida?

Anya vio que uno de los hombres de la embarcación la miraba intencionadamente, y esbozó una cautivadora sonrisa.

—Sí, aunque no esperaba que estuviera realmente en el mar.

Los ojos de Bond estudiaban la rocosa costa. Había un elevador con una manivela, algunos bidones de aceite y tres cabañas prefabricadas. Probablemente el lugar donde vivía la tripulación. Miró hacia atrás en dirección al laboratorio. Había una docena de hombres vigilando desde las torres. Dos de ellos llevaban lo que pronto resultaron ser carabinas automáticas. Miraron hacia abajo con gesto hosco y malévolo cuando el
Riva
atracó junto a un muelle de pontones, y uno de los tripulantes saltó a él con la amarra. Bond dirigió su mirada a las verdosas profundidades. Resultaba extraño, pero allí, donde el mar se arremolinaba sobre las columnas de metal y bancos de pececillos flotaban inmóviles, pudo ver lo que parecía los contornos de unos tanques de lastre. ¿Para qué servían en semejante estructura permanente?


Signor!

El tono era tan perentorio como el gesto con el brazo extendido señalando hacia el muelle, y el acento no parecía italiano. Procedía de un lugar situado más al Este; Bond estaba seguro de ello.

—Ten cuidado donde pisas, querida. Está muy resbaladizo.

Bond le ofreció a Anya su brazo, al tiempo que notaba las tenues manchas de óxido que se desprendían de los pernos situados encima de su cabeza. Era curiosa la exposición a los elementos en aquella pequeña cala resguardada, con sus altas paredes cortadas a pico que impedían el paso de la luz del sol incluso al aproximarse el mediodía.

Un tramo de escalones conducía al núcleo de la estructura, y uno de los miembros de la tripulación apretó un botón de la pared. Una puerta se abrió deslizándose, y Bond pudo ver el interior de un pequeño ascensor. Empezó a hacer un gesto con la mano a Anya para que entrara, cuando uno de los hombres meneo su cabeza.

—El
signor
Stromberg desea verle a usted solo. La
signorina
se quedará con nosotros.

Bond trató de parecer indiferente.

—Ya veo. Irán a hacer una visita acompañada. Buena idea. Ya has visto bastantes peces en tu vida, ¿no es verdad?

¿Había una ligera sombra de alarma en sus ojos cuando él se metió en el ascensor? A buen seguro que sí. En verdad, él también tenía sus nervios en tensión. Su pulso se aceleró, y la sensación de sequedad en la garganta le hizo tragar saliva. El ascensor subió lentamente, y dio una sacudida al detenerse. Tras una pequeña pausa, la puerta se deslizó a un lado con un suave ruido. Bond dio un paso adelante y se detuvo. Tras la luz brillante del Mediterráneo, aquello era como entrar en una sala de conciertos oscurecida. La puerta se cerró detrás de él, y los ojos de Bond intentaron penetrar en la penumbra. No había señal alguna de Stromberg. Un silencio profundo reinaba en la habitación decorada con espesas alfombras. Pero, si bien no había ruido, sí había movimiento. Movimiento brillantemente coloreado. Las dos paredes de la sala, de sesenta pies de longitud, no eran otra cosa que acuarios de cristal blindado. Una iluminación ingeniosamente diseñada daba al continuo fluir de peces la apariencia de una proyección psicodélica. Un papel de pared viviente, en continuo movimiento. Bond se detuvo ante la pared más cercana y se encontró cara a cara con un pargo colorado que estaba olfateando el cristal y abriendo y cerrando lentamente su boca como si le enviara besos. Un banco de peces angelotes rielaron al pasar. Bond se dio la vuelta lentamente. Vaya idea. El costo de construir aquel acuario y reunir semejante colección debía de haber sido astronómico.

Other books

The Longest Ride by Nicholas Sparks
Remix (2010) by Lexi Revellian
The Conquering Tide by Ian W. Toll
The Djinn's Dilemma by Mina Khan
Dancing in Red (a Wear Black novella) by Hiestand, Heather, Flynn, Eilis
Taste of Lightning by Kate Constable
The Hunter by Kerrigan Byrne
Wildflowers by Debbie Howells/Susie Martyn