—¿Qué van a hacer?
—Nada —M advirtió que se alzaba la ceja derecha de Bond, y prosiguió—: Van a dejar el asunto en manos de la gendarmería local. El incendio de un chalet de este tipo no es nada insólito.
Bond estaba ahora incorporándose en su silla.
—Quizá no se dio usted cuenta de que había petróleo almacenado en la cabaña para los snowcats
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. Los jóvenes debieron haber intentado encender el fuego y, bueno, ya sabe usted cuán peligroso puede ser manejar petróleo.
—Un hombre y una muchacha —asintió Bond.
Una manera práctica para ellos de disimular sus huellas. El hombre al que Bond había matado y la muchacha del armario destinados a las llamas.
—Al parecer se trataba de dos mujeres y un hombre —dijo M—. Los cuerpos quemados eran irreconocibles. Cualquier identificación tendrá que esperar a que llegue el pariente más cercano.
«Lo cual llevaría mucho, mucho tiempo», pensó Bond. Así que Martine Blanchaud, o cualquiera que fuera su nombre verdadero, había pagado el precio final por su incompetencia. Había solamente una organización capaz de esa brutalidad, astucia y despreocupada indiferencia por la vida humana. Bond decidió expresar sus pensamientos a M.
—Pienso que debe tratarse de SMERSH, señor. Iban detrás de mí. Pero al igual que la última vez, querían hacerme oler mal incluso antes de pudrirme en mi ataúd. Había una muchacha muerta en la cabaña: alguna prostituta drogada procedente de las callejuelas de Lyon, probablemente. La habían hecho pedazos como si fuera cebo para tiburón.
—Y usted era el tiburón —asintió M torvamente.
Podía ver los titulares de los periódicos: «
AGENTE BRITÁNICO ENLOQUECIDO POR LAS DROGAS COMETE UN ASESINATO EN UN NIDO DE AMOR EN LAS MONTAÑAS
». El ministro del Interior al teléfono, las negativas oficiales, las sarcásticas preguntas de los simpatizantes en la Cámara de los Comunes, las satisfechas sonrisas en torno a la mesa del Presidium Supremo en el Kremlin.
Sí, una vez más, 007 había sido muy afortunado. ¿Fue Napoleón el que siempre apoyó a uno de sus mariscales porque era un hombre con suerte?
—Es extraño que haya sucedido ahora esto, James.
Bond miró a M inquisitivamente y sacó la plana y ligera caja gris oscura que contenía cincuenta cigarrillos hechos con tabaco turco y balcánico mezclados, fabricados especialmente para él por Morlands de Grosvenor Street. Extrajo uno de ellos y pasó un dedo sobre la triple faja roja antes de colocarlo entre sus labios.
—¿Qué sucede, señor?
La tranquila y arrugada cara de marinero de M de repente se tornó tensa.
—¿Qué significa
HMS Ranger
para usted, James?
Bond hizo un esfuerzo para recordar.
—Es uno de nuestros submarinos del tipo
Resolution
, movido por energía nuclear, y provisto de misiles balísticos, señor —el silencio aprobatorio de M le indicó que siguiera—. Botado por Vickers-Armstrong en Barrow-un-Furness, en 1967. Operativo en 1971. Longitud aproximada de ciento diez metros. Manga, diez metros. Desplaza en superficie siete mil quinientas toneladas; sumergido, ocho mil cuatrocientas. Velocidad estimada, de veinte nudos en superficie, y veinticinco sumergido, aunque la cifra para la sumersión puede ser superior. Dotación de la nave, ciento cincuenta y un hombres; dieciséis oficiales y ciento treinta y cinco marineros. Estos operan sobre la base de tripulación doble, para estar el máximo tiempo en el mar.
Bond hizo una pausa, y sacó su abollado y oxidado Ronson para encender el cigarrillo. Los ojos inquisitivos de M lo perforaron mientras él mandaba una tenue columna de humo hacia el techo.
—¿Y el armamento?
—Seis torpedos de quinientos treinta y tres mm, tipo convencional, situados en la proa, y dieciséis misiles Polaris intercontinentales superficie-superficie con un alcance aproximado a los cuatro mil kilómetros.
M seguía mirándole penetrantemente. Bond observó que su pipa se había apagado.
—El
HMS Ranger
ha desaparecido.
La lluvia atacaba persistentemente las ventanas y, durante largos segundos, su enfurecido golpeteo fue el único sonido que podía oírse en la fría y oscura habitación.
—¿Quiere usted decir que ha habido un accidente?
M sacudió su cabeza.
—No lo sabemos. El contacto por radio es intermitente. El almirantazgo empezó a alarmarse cuando no se produjo ningún Sitrep a partir del último informe.
—¿Navegan según un rumbo predeterminado?
—Sí.
—De manera que si algo ha ido mal, y la comunicación por radio ha fallado, ¿podrían estar yaciendo en el fondo del océano en cualquier lugar dentro de una distancia de, digamos, tres mil kilómetros?
—Correcto.
«¿Y por qué su Departamento andaba metido en ello? —pensó Bond—. No tenemos ninguna experiencia en sacar submarinos nucleares del fondo del océano. Especialmente si no tenemos idea de donde están». Miró a M, esperando saber algo más.
—No necesariamente creemos que es una cuestión de fallo mecánico. Hemos disfrutado de una absoluta cooperación por parte de la Marina de los Estados Unidos, cuya experiencia táctica en este tipo de situación es la mejor del mundo, y no hemos encontrado ni rastro del
Ranger
.
—¿Está usted sugiriendo que ha sido destruido por una acción enemiga, señor? —las líneas de la cara de M parecieron grabarse de repente con más profundidad.
—Venga aquí, James. Quiero mostrarle algo que llegó por valija diplomática de El Cairo.
M cogió una cartera de piel llena de arañazos y de ella sacó un cilindro de pergamino translucido, fuertemente sujeto. Bond se desplazó a su lado y miró hacia la superficie del escritorio que había sido preparado especialmente para la entrevista. Bajo un cristal había un mapa del Atlántico Meridional mostrando el revelador abultamiento de la costa del África Occidental. Una estrecha línea negra zigzageaba de Norte a Sur como la curva de las ventas de una empresa poco próspera.
—Éste es el rumbo que el capitán Talbot, comandante del Ranger, estaba siguiendo —dijo M, siguiendo la mirada de Bond.
—¿Cuántas personas lo conocían?
—El jefe de Operaciones de Holy Lock, y el capitán Talbot. Una copia debía ser «enviada» al Cuartel General Supremo de la Defensa.
—De manera que hay pocas posibilidades de filtración.
—Yo diría que ninguna.
M luchó con el pergamino, y finalmente logró inmovilizarlo con el cenicero y un imponente conjunto de portaplumas y tintero, muy pesado, que Bond nunca había visto usar anteriormente. Bond sabía que no debía tratar de ayudar. Una vez el pergamino estuvo colocado en lo que M consideraba una satisfactoria posición, empezó a desplegarlo laboriosamente. Bond lo contemplaba con actitud paciente, y vio cómo empezaba a emerger un esquema, idéntico al del mapa aunque mal alineado, como la reproducción en cuatricromía de una revista barata. M extendió el pergamino al máximo y lo fue acercando a la izquierda hasta que las dos líneas estuvieron emparejadas, una encima de otra. La línea del pergamino se detenía en un punto donde había una cruz en el mapa, y el rumbo del submarino había cambiado a la siguiente etapa, no terminada, de su viaje.
—Interesante —dijo Bond.
—¿Se da cuenta de lo que esto significa?
—Una de dos. O tenemos un traidor entre nosotros, o alguien puede seguir el rumbo de los submarinos nucleares.
M miró su pipa y la puso en el cenicero de cobre.
—Nuestra comunicación desde El Cairo sugiere lo segundo. Este rastreo es un espadín para capturar una caballa. Q, si no estuviera demasiado ocupado diseñando cohetes para ser disparados desde bastones de esquiar, podría explicarlo mejor que yo.
Era fácil darse cuenta de que M pertenecía a la vieja escuela. No aprobaba enteramente los «chismes» de Q, tal como él solía llamarlos.
—Dice que hay algo llamado «reconocimiento por el tipo de perturbaciones térmicas». No puedo explicar exactamente qué es. Siempre he tropezado con toda esa jerga técnica. De todas maneras, funciona sobre el mismo principio que los satélites con los sensores infrarrojos que pueden detectar un cohete nuclear en vuelo sólo por el fuego de su cola. Parece que… alguien… puede ahora localizar un submarino nuclear sumergido, por su estela.
Bond sintió que la habitación se enfriaba todavía más.
—Y la gente de El Cairo, ¿qué están vendiendo exactamente? Es el
Ranger
… ¿qué le sucedió a la nave?
—Lo ignoramos —dijo M enérgicamete—. Todo lo que sabemos es que alguien en El Cairo está ofreciendo vendernos un cianotipo del supuesto sistema de seguimiento. Todo el asunto puede ser una broma. Eso es lo que usted debe averiguar —volvió a empezar el trabajo de fontanería con la pipa—. El jefe de personal lo pondrá al corriente de los detalles relativos a la desaparición del
Ranger
, ¿imagina usted quien es el primer sospechoso?
Bond podía imaginarlo: los rojos.
—Y no lo olvide, James —M rompió el fósforo al frotarlo—. Dieciséis Polaris tienen un poder destructivo potencial mayor que todos los explosivos utilizados en la última guerra, incluyendo las bombas atómicas de Nagasaki e Hiroshima. Podrían hacer estallar este país de manera que el mar del Norte y el Atlántico se encontraran en Birmingham.
Como para expresar un temor ante las palabras de M, la lluvia disminuyó su intensidad, limitándose a un monótono golpeteo. Bond miró hacia el cielo gris y pensó en la Inglaterra que amaba con una intensidad casi dolorosa.
—Lo conseguiré, señor —dijo.
La habitación era grande y estaba espléndidamente amueblada. Los sillones en los que estaban sentados los tres hombres eran grandes y lujosos, y el animado brillo de la piel pulida complementaba el espejeo del recipiente de plata, elegantemente arreglado con unas hermosas rosas colocado sobre una mesilla de acero y cristal situada entre los sillones. Una pesada caja de plata permanecía sin abrir en medio de la mesa, y contenía una mezcla de cigarrillos de Virginia y Turquía, con y sin filtro. Gruesas garrafas de vidrio descansaban sobre manteles circulares verdes. En un extremo de la habitación había un encantador Rommey en el que aparecían dos niñitos de sonrosadas mejillas vestidos con trajes de estilo Regencia, jugando con un gatito.
Dos de los tres hombres llevaban trajes convencionales, y se notaba en ellos un aire de respetuosa incomodidad. El hombre situado ante ellos, al otro lado de la mesa, era diferente; lo que podía verse de él estaba envuelto en una túnica negra suelta que llegaba hasta el cuello, como una sobrepelliz de cura pero sin el cuello. Aunque de estatura superior a la media, sus rasgos eran pequeños, y muy especialmente su boca; era como la boca de un niño, con el arco de Cupido del labio superior dominando grotescamente el inferior. De haber sido posible invertir el rasgo habría producido mejor efecto en aquella larga y delgada cara, aunque su exagerada estrechez siempre habría parecido incongruente. La corta nariz apenas se separaba del voluminoso labio superior, y era preciso fijar la mirada con atención para ver un pálido mechón de cabellos casi blancos por encima de los ojos azul pálido. La cabeza no es que fuera prematuramente calva, sino que nunca había crecido cabello en ella, y las pequeñas orejas colgaban de la cabeza como las rémoras del lado de un tiburón.
—Doctor Bechmann. Profesor Markovitz —no había el menor asomo de calor en su voz—. Llegamos al lugar donde se separan nuestros caminos.
Los dos hombres se miraron el uno al otro nerviosamente, y luego estudiaron la impasible cara que tenían ante sí.
Sigmund Stromberg había sido concebido el día de San Juan, en Apvorst, un pueblecito del norte de Suecia. Allí, la llegada del día más largo del verano es celebrada todavía con bailes alrededor del árbol de mayo y mucho beber y fornicación. Sigmund Stromberg fue concebido como un resultado indirecto del segundo de estos pasatiempos, y como resultado directo del tercero. Su padre era un pescador, que pudo haber tenido cierta influencia en la eventual elección de profesión del hijo; aunque no una influencia inmediata, porque su padre jamás se casó con su madre, y de lo primero que el joven Stromberg se acordaba era de haber vivido con una tía de su madre que residía a una respetuosa distancia de Apvorst. Era una mujer cariñosa que no tenía hijos propios, y ella y su marido prodigaron todo su amor y cuidados al joven Sigmund, cuyo nombre ni siquiera era suyo por nacimiento, sino que le había sido dado por sus nuevos «padres». Sigmund Stromberg no era un niño afectuoso por naturaleza, pero trabajaba concienzudamente en la escuela y llegó a sentir un interés apasionado por el mar. No por los barcos o las batallas navales, como los demás chicos, sino por la vida debajo de la superficie. Estaba fascinado por los peces y
Frun
Stromberg
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llegó a inquietarse por los largos períodos de tiempo que el muchacho pasaba contemplando un acuario en la ventana de un restaurante de la cercana villa de Magmo. Aun en los días más fríos del invierno, el joven Sigmund miraba fijamente a través del vapor condensado en el cristal los últimos días de vida de una trucha marina con una expresión de profunda concentración en la cara, y una extrema palidez en la piel a causa del frío. Cuando fue mayor, consiguió un pez piraña en algún sitio, y lo guardaba en un pequeño acuario en su habitación.
Frun
Stromberg no tenía ni idea de la procedencia del pez y no hacía preguntas. Bastante era el miedo que le tenía ya a su hijo adoptivo.
Por la noche, Sigmund cogía una linterna y salía en busca de alimento para su mascota. Ranas, sapos, ratones y musarañas. Estos constituían su comida veraniega.
Una noche, cuando cruzaba por delante de su habitación,
Frun
Stromberg oyó los agonizantes chillidos de un ratón, y preguntó si era necesario alimentar al pez con animales vivos. Sigmund le aseguró que así era. No lo creyó, pero se abstuvo de discutir, porque, al ver a su «hijo», observó que éste sufría una extraña e inquietante metamorfosis. Absorbía sus propios labios de manera que la boca desaparecía en la cara para ser sustituida por un diminuto hoyuelo como un ombligo de niño. Su piel adquiría una tonalidad cadavérica y los ojos se inyectaban de repente en sangre como si ésta hubiera sido drenada de sus mejillas para ir a llenar las cuencas. Al mismo tiempo, se envolvía en sus propios brazos y se estremecía en una silenciosa e incipiente rabia.