—¿Por qué tratar de conquistar el espacio cuando las siete décimas partes de nuestro universo están todavía por explorar?
Al principio, Bond pensó que la voz procedía de un sistema de altavoces. Tenía la misma cualidad didáctica, incorpórea, de una grabación informativa de museo. Luego se dio la vuelta, y vio la alta y delgada figura recortada contra el grupo de peces en movimiento. Resultaba casi inquietante la forma en que había aparecido, tan silenciosa y repentinamente. Bond empezó a sentir un ligero picor en el cogote.
—¿Mr. Stromberg? ¿Cómo está usted? Mi nombre es Sterling, Robert Sterling. Es sumamente amable por su parte recibirme así. Espero no haberle apartado demasiado de su rutina. No pude resistir el visitarlo cuando me enteré de que tenía que venir a esta zona.
Bond cogió la mano de cadavérica frialdad que lentamente avanzó hasta estrechar la suya y trato de leer mensajes en la cara extraordinariamente oval. Quizás era cosa de la luz, pero los rasgos eran tan indistintos que bien podrían haber sido pintados con acuarelas sobre un cascarón de huevo. ¿Era aquella criatura de pálido rostro, insustancial, el despiadado fundador del imperio Stromberg?
—Estoy totalmente de acuerdo con usted sobre la exploración oceánica —Bond parloteó con apariencia de académico campechano—. Sin embargo, dígame, ¿qué lo indujo a construir el laboratorio aquí?
Los ojos de Stromberg lo perforaron.
—Se habrá dado usted cuenta, probablemente, de que el puerto natural donde estamos situados está formado por la caldera de un volcán que hizo explosión hace tres mil años. Estamos, de hecho, en la parte más septentrional del arco volcánico liguro-tirrénico que pasa a través del Vesuvio y el Etna. Espero que, con el tiempo, seremos capaces de construir puertas para la ensenada de forma que todo el conjunto de la caldera podrá convertirse en un escenario por el desarrollo de los recursos marítimos.
—Fascinante —dijo Bond—. Me preguntaba por qué había usted elegido apartarse de los placeres más llamativos de la Costa Esmeralda.
—Yo invento lo llamativo, Mr. Sterling —los ojos de Stromberg brillaron fríamente—. Soló cuando lo invento, es único. Por eso disfruto generosamente de éxito comercial —de repente avanzó hacia la pared del acuario y golpeó el cristal—. Dígame. ¿Qué nombre recibe esta variedad?
Bond sintió que se le helaba el estómago. El repentino cambio de tema, y el tono agresivo de la voz resultaban espeluznantes. Era como si estuviera sufriendo una entrevista para un nuevo trabajo, y oyera que la silla del entrevistador empezara a retirarse hacia atrás. Avanzó hacia el cristal sintiéndose como si alguien hubiera aplicado una capa de polvos de talco a su paladar. Stromberg le estaba mirando fijamente. ¿Qué demonios podía decir? ¿Que se había dejado sus gafas en el hotel, y sin ellas estaba como ciego? Qué excusa más ridícula. Miró hacia el acuario. ¡Oh, Dios! ¿Podía ser verdad? Miró de nuevo. ¡Qué fantástica coincidencia! El tipo con quien había compartido estudio en la escuela tenía dos ejemplares de esa especie. Recordaba incluso su extravagante nombre latino.
—¿Bien?
—¿Se refiere usted al
Pachypanchax
? —la voz de Bond tenía un tono trivial, casi aburrido—. El
Panchax grueso
.
Dio un golpecito en el cristal como si se tratara de un escaparate de una tienda de animalitos domésticos con un cachorrillo especialmente simpático dentro de él.
—Un tipo feliz, ¿no? —Bond se dio la vuelta y caminó lo más rápidamente que se atrevía a hacerlo hacia una caja de cristal iluminada desde dentro—. ¿Qué es esto?
—Algo que creo que encontrará usted muy interesante, Mr. Sterling —no había calor en la voz, pero el tono cortante de velada amenaza había desaparecido—. Un plan que estoy desarrollando. Un proyecto muy querido para mí.
La pequeña boca con aspecto de esfínter había devorado sus propios labios, y la cara resplandecía con un extraño y luminoso brillo. Bond miró satisfecho hacia la caja. En ella se veía claramente representado el lecho del océano, así como construcciones cupulares intercomunicadas. Era como vivir en una pecera, pensó para sí. Y lo más impresionante de todo, el laboratorio que se levantaba en medio de toda la estructura, de cuyo eje emanaban todos los radios. Todo debía de ser posible. Bond se preguntó cuál sería el comentario apropiado.
—¿Cuánto tiempo considera usted que puede permanecer ahí la gente?
Los ojos parecían témpanos de hielo.
—Indefinidamente, Mr. Sterling.
Había desafío en la voz, pero antes de que Bond pudiera considerar el medio de contestarle, fue salvado por el suave y amortiguado gorjeo de un teléfono oculto.
—Perdóneme, Mr. Sterling.
Stromberg se acercó a la pared que se hallaba junto al ascensor y abrió un armario oculto. El incongruente gorjeo se detuvo. Bond se volvió hacia la parte contraria del acuario, cuando una enorme sombra cruzó por el cristal. Se echó hacia atrás bruscamente. Era un tiburón. Y grande, por cierto. Al menos debía de tener unos cuatro metros. Bond se adelantó, y sus mandíbulas se apretaron cuando la siniestra cabeza chata planeó hacia él. La boca en forma de media luna parecía exhibir una sonrisa despreciativa, como si lo desafiara a cruzar la barrera de cristal que los separaba. Bond vio desaparecer el tiburón en la penumbra de cobalto, y se preguntó hasta dónde llegaría el acuario. Parecía haber una especie de brecha entre las rocas, como la entrada de un túnel. Iba a darse la vuelta cuando algo emergió del túnel en cuestión. Se trataba de un gran centollo transportando un objeto en una de sus pinzas. Bond miró con atención. El crustáceo transportaba una mano humana, cortada por la muñeca. La carne tenía un repugnante tono verdoso, glauco, pero los largos dedos femeninos, con una sola excepción, estaban intactos. Bond controló sus náuseas.
—Lo siento, Mr. Sterling.
Stromberg se había materializado detrás de él como un fantasma. ¿Había visto también la mano? Bond se dio la vuelta y trató de aparecer tranquilo ante los inquisitivos ojos que se alimentaban de secretos.
—Ha surgido algo que requiere mi urgente atención. Espero que usted me perdonará si doy por terminado nuestro encuentro. Al menos habrá disfrutado usted de una pequeña excursión marítima.
—Oh, mucho —Bond pudo sentir que sus piernas le transportaban hacia el ascensor como si tuvieran voluntad propia—. Tan sólo vislumbrar su operación, ya ha sido un privilegio.
Stromberg apretó un botón, y la puerta del ascensor se abrió deslizándose.
—Adiós, Mr. Sterling. No hemos tenido oportunidad de discutir sus actividades, pero deseo que tenga usted éxito con ellas.
Bond inclinó su cabeza con deferencia.
—Lo que he visto hoy me anima a redoblar mis esfuerzos. Adiós, Mr. Stromberg.
La puerta del ascensor se cerró, y durante varios segundos Stromberg siguió mirándolo fijamente con gesto reflexivo. Cruzó luego hasta el acuario donde Bond había estado de pie por última vez, y miró hacia abajo. No tenía una cara en la que fuera fácil leer expresiones, pero una nube de preocupación parecía cruzar por su semblante. Obedientemente, los objetivos móviles del circuito de televisión cerrado seguían cada uno de sus movimientos, y esperaban sus inevitables instrucciones. Stromberg estaba todavía mirando el suelo del acuario cuando finalmente habló.
—Envíenme a Tiburón. Hay trabajo que hacer.
—¿Confortable? —preguntó Bond.
—Físicamente, sí. Mentalmente, no tanto.
Anya lo miró desafiante.
—No parece ser el momento adecuado para ir a montar en rápidos coches deportivos.
Bond metió suavemente la palanca del cambio de marchas del Esprit en primera velocidad.
—Colóquese el cinturón. Lo disfrutará más.
—Pero, ¿a dónde vamos?
—Quiero echar una mirada más detenida al laboratorio de Stromberg.
—Podríamos tomar una embarcación desde el hotel.
—Demasiado arriesgado. Creo que Stromberg tiene una serie de amigos en el hotel. Pronto estarán avisándolo. ¿Le han registrado su equipaje?
Anya le miró de modo incisivo.
—Pensé que había sido usted.
—Inocente —dijo Bond, sonriendo—. También yo he sufrido un registro… y por parte de expertos. Incluso han comprobado los tacones de mis zapatos. He encontrado las señales donde habían arrancado los clavos.
Bond hizo una pausa mientras un niñito de pelo castaño recuperaba su pelota de playa de debajo las ruedas, y lentamente condujo el coche sendero abajo.
Anya se dejó caer contra el reposacabezas y estiró sus piernas.
—¿Así que vamos a acercarnos al lugar desde una dirección diferente?
Bond levantó sus aprobadores ojos de las piernas a la carretera.
—Exactamente.
Se detuvo en la entrada del sendero, e hizo girar el volante a la izquierda. El Lotus cambió de dirección como un lebrel con su nariz sobre el rastro de un conejo, y el motor de dos litros 907 de competición empezó a gorjear alegremente cuando las revoluciones aumentaron. Anya observó la expresión de anticipación con los labios apretados en la cara de Bond, y sonrió para sí como un niño con un juguete nuevo.
—¿Cree usted que podrían manejar el sistema de rastreo desde el mismo laboratorio?
Bond frunció el entrecejo.
—Es factible, supongo. Lo que no comprendo es cómo han podido hundir los submarinos, si eso es lo que sucedió.
Efectuó un cambio de coche de carreras y bendijo los amortiguadores telescópicos cuando el Esprit pasó por encima de un bache y dio la vuelta a la esquina como si estuviera enganchado a un raíl.
Anya se echó hacia atrás en el asiento.
—¿Siempre conduce así?
Bond le lanzó una mirada.
—No, a veces corro un poco.
Un trozo de carretera recta surgió ante ellos, y la aguja del velocímetro marcó los 150 km. por hora.
—¿Cómo fueron las cosas en su visita acompañada?
—Muy despacio. Nadie comprendía mis preguntas, o al menos, pretendían no comprenderlas. Pero algunos de aquellos hombres eran búlgaros, lo juraría. Entendían ruso.
—¿Así que no vio usted nada? ¿Ningún laboratorio? ¿Ningún equipo especial?
—Me mostraron una especie de cuarto de estar. Eso fue lo menos técnico que uno puede imaginarse. De hecho, muy pasado de moda, exceptuado una maqueta de un petrolero. La última incorporación a la línea Stromberg. Se llama el
Lepadus
. Su peso supera las seiscientas mil toneladas.
Bond silbó a través de sus dientes.
—Debe de ser el mayor petrolero del mundo.
La barbilla de Anya se alzó orgullosamente.
—Después del
Karl Marx
.
Bond suspiró, y adelantó velozmente a un camión mientras el conductor de éste se preguntaba como no lo había visto llegar por el espejo retrovisor.
—Debía haberlo imaginado. Quizá sería una buena idea averiguar lo relativo a este
Lepadus
. Hablaré con M sobre ello.
Anya se inclinó hacia delante y golpeó a Bond ligeramente en la rodilla.
—Eso no será necesario, James —pronunció su nombre como
Chems
, cosa que Bond encontró más bien encantador—, he contactado ya con nuestro servicio de información.
Bond asintió y apretó sus labios. Sería tonto subestimar a la mayor Amasova. Era la prueba definitiva de que belleza y cerebro pueden andar juntos. Echó una mirada al espejo retrovisor, y frunció el ceño. Aquello resultaba raro. La motocicleta con sidecar que repentinamente había aparecido detrás de ellos. A un lado tenían el mar, unos treinta metros más abajo del pequeño muro de piedra; y al otro, había un acantilado cortado a pico. La motocicleta debía de haber estado en algún aparcamiento. Bond apretó el acelerador, y el Lotus pegó un brinco hacia delante. Anya controló su estómago, y siguió los inquisitivos ojos de Bond.
—¿Cree usted que nos están siguiendo?
—Posiblemente. Pero no serán capaces de seguirnos en esa cosa. Estaría más preocupado si hubiera alguien en el sidecar.
Bond apretó el acelerador y cambió a cuarta cuando la aguja subió a 130 km. por hora. La creciente excitación del motor Gran Premio se estabilizó en un rugido de contento. Delante de ellos había un largo tramo de carretera recta, con el mar centelleando allá abajo.
—Está perdiendo terreno, James.
Los ojos de Bond se fijaron en el retrovisor. A primera vista, parecía como si Anya tuviera razón. Bond contuvo una sonrisa. Le estaba bien merecido. Era una impertinencia tratar de contender con el Lotus en aquella cosa. Luego Bond miró nuevamente. ¡La cosa parecía que no iba a resultar tan fácil! Se produjo un feroz bamboleo, y la motocicleta giró a la izquierda. Bond siguió mirando asombrado. ¡El sidecar continuaba andando por su cuenta!
—¡James! ¡Viene a por nosotros!
Anya tenía razón. Como si fuera un torpedo terrestre, el sidecar estaba ganando terreno. Bond apretó el pedal del acelerador hasta que aplastó el pelo de la alfombra. El motor rugió entusiásticamente, mientras el contador de revoluciones ascendía hasta la raya de las seis mil. Ciento veinte, ciento veinticinco —rápido cambió a quinta velocidad—, ciento treinta, ciento treinta y cinco. La aguja seguía subiendo, pero…
—¡Nos está alcanzando!
¿Qué demonios era aquello? ¿Alguna especie de cohete teledirigido programado para destruirlos? ¿No había forma de librarse de él? Bond estudió la carretera que tenía delante. Iban acercándose a un camión de mudanzas. Bond leyó en la trasera del vehículo: «Compañía Mandani de Colchones». Bien, pronto estarían durmiendo dulces sueños, a menos que… Bond se lanzó contra el camión como si intentara chocar con él, y sintió que Anya se tensaba a su lado. El morro en forma de cuña del Esprit tembló bajo la tabla posterior de la plataforma, y Bond echó una mirada al retrovisor. La muerte vestida de amarillo y naranja se dirigía como un rayo hacia ellos. Bond dio un golpe al volante y oyó gritar a Anya. Un enorme camión articulado taponaba la carretera. Los faros centellearon, pero la presión de Bond sobre el pedal del acelerador no disminuyó. Cuando la pared de metal se abatió sobre ellos, el Lotus efectuó una ondulación y luego se lanzó hacia delante. Se oyó un gemido como el de un tren circulando a gran velocidad por la noche, y el mundo se desintegró en un caleidoscopio de manchada visión y quebrado sonido.
Bond dio un tirón de volante hacia la derecha, y el coche pegó un brinco. De repente, la carretera apareció vacía delante de él. ¡Gracias a Dios! La tensión cedió como si saliera a través de una válvula abierta. Echó una mirada al retrovisor. Detrás de ellos estaba nevando. La carretera estaba oscurecida por una ventisca de blancos copos. ¡Pero no eran copos de nieve, sino plumas! El sidecar había estallado al hacer impacto contra el camión y reventado Dios sabe cuantos colchones de plumas. En su apasionada persecución, el motorista, medio cegado por las plumas, perdió el control de su máquina. La motocicleta serpenteó como un tubo de goma y fue a dar contra el muro bajo de piedra saltando por encima de él. Por un instante, pareció quedar colgado en el espacio, y luego trazó una graciosa parábola hacia el océano. Conductor y máquina permanecían aún juntos cuando golpearon el agua. La cruel cara de Bond miró hacia abajo a las espumosas olas sin expresión. Sacudió su cabeza.