La espía que me amó (12 page)

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Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

BOOK: La espía que me amó
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Bond bajó su vaso y miró a los peligrosos ojos azules.

—Debe usted de sentirse sola sin sus amigos.

—Son fácilmente sustituidos.

—Es una coincidencia el que ambos hayamos decidido visitar el Mujaba Club esta noche.

—La vida está llena de coincidencias, comandante Bond.

—¿Quién es usted? ¿Cómo es que me conoce? —preguntó Bond, dejándose de rodeos.

La muchacha echó hacia atrás la cabeza, y de nuevo Bond quedó cautivado, casi contra su voluntad, por el magnífico rasgo de determinación de su mandíbula.

—Mi nombre es mayor Anya Amasova, y estoy empleada por Departamento de Defensa de la República de los Pueblos. Tenemos listas de asesinos en muchos países.

—La mayoría de ellos trabajando para ustedes, imagino —dijo Bond—. Por favor, ahorrémonos toda esta fácil recriminación. Supongo que ambos estamos en la misma rama del negocio, y eso podría resultar muy tedioso.

Los labios de Anya se estrecharon formando una línea recta que casi quitó toda su sensualidad. Sus ojos llamearon.

—¡No crea que va usted a hablarme así!

Bond echó una rápida mirada a su reloj. Eran las siete y diez.

—No esta noche, espero —se puso en pie, y dejó un billete sobre el mostrador—. Debe usted excusarme. Tengo trabajo que hacer. Ha sido para mí un cambio delicioso el encontrarla informalmente.

—El placer ha sido enteramente suyo.

Anya no devolvió el breve saludo de cabeza, sino que exhaló un suspiro de cólera reprimida cuando Bond se separó de ella. Vaya hombre más bruto. Presuntuoso, sardónico, burlón. ¿Y sin embargo…? Se preguntó si no estaba quizá reaccionando en exceso. ¿No era que alguna pequeña parte de ella lo encontraba atractivo, a pesar de todo? ¿No había en él aquella misma impenetrable, peligrosa cualidad que la había arrastrado inmediatamente hacia Sergei? Se sonrojó ante su perfidia frente al Estado y al amante. Tenía que tranquilizarse. Hasta el momento, la misma misión había sido un fracaso, y si el Presidium tenia conocimiento de su incompetencia, no dudarían en tratarla severamente. La muerte de Boris e Ivanov iba a resultar ya bastante difícil de explicar, sin añadir su fracaso en las negociaciones por el microfilme. Esta noche podría ser su última oportunidad.

Bond entró en el comedor, tratando de aclarar su mente y pensar fría y metódicamente. ¡Condenada mujer! ¿Por qué tenía ser tan consumadamente hermosa? ¿Dónde encontraban los rusos semejantes criaturas? ¿Tendrían alguna factoría secreta en los Urales, donde las fabricarían? Y su inglés era muy bueno. Difícilmente podía percibirse ningún acento. Y aquel vestido. Eso no procedía de una de las «tiendas cerradas» especialmente reservadas para el personal estatal de importancia.

—¿Sí, señor? —preguntó el
maître d'hôtel
, que se encontraba de pie a su lado.

—No quiero una mesa. Estoy intentando encontrar a uno de los miembros del club. A Mr. Max Kalba.

—Mr. Kalba es el
propietario
del Mujaba Club, señor. Creo que lo encontrará usted en la sala de juego privada —dijo el hombre alzando los ojos en señal de sorpresa.

Bond sintió la inyección de adrenalina. Ahora, quizá, lograría algo. Dejó el salón comedor por una puerta lateral, siguiendo las indicaciones dadas por el
maître d'hôtel
, y caminó a lo largo de un corredor cubierto por una espesa alfombra. El edificio debía de estar construido en forma de una L. A la derecha, a través de una puerta abierta, pudo distinguir la forma familiar de una ruleta, pero no había luz en la habitación. Probablemente, nadie jugaba antes de la cena. De una habitación a su izquierda llegaba el ruido de unas bolas de billar. Bond miró a su alrededor y vio que estaba solo en el corredor. Llamó discretamente a la puerta y giró el pomo.

Un hombre que daba la espalda a Bond estaba preparándose para hacer una tirada. Tres muchachas egipcias, de atractivo excepcional aunque más bien chillón, vagabundeaban por la habitación ataviadas con largos vestidos de noche. Parecían un conjunto de maniquíes aburridas esperando a que el fotógrafo cargara su Pentax. La aparición de Bond pareció infundirles cierto ánimo y husmearon el aire en busca de dinero, pero al no olfatear nada volvieron a adoptar su aspecto aburrido. Una de las muchachas sostenía un cigarro, la segunda, el yeso, y la tercera no tenía nada para entretenerse. El aire estaba cargado con el humo del cigarro y perfume
Ode de Guerlain
. Bond esperó a que el hombre hiciera su jugada, y luego se aclaró la garganta.

—¿Mr. Kalba?

El hombre no miró directamente a Bond, sino que dio la vuelta a la mesa y tomó el yeso de una de las muchachas. Llevaba un smoking excesivamente guateado que parecía una armadura, y sus cortos y gruesos dedos resplandecían llenos de diamantes. No eran, pensó Bond, manos que merecieran ornamento alguno, y mucho menos nada tan vulgarmente ampuloso. La cara con sus ojos estrechos, cautelosos, y nariz de polichinela, era cruel y atezada, y la carne estaba llena de cicatrices y picada de viruelas como la envoltura de una pelota de golf muy usada. Pese a no ser precisamente una obra de arte, aquella cara exigía respeto. Era arrogante, quizá demasiado arrogante para su propio bien, y despiadada, de un modo deliberado que sugería que había descubierto que la crueldad era rentable.

—¿Quién lo busca?

El hombre no esperó una respuesta a su pregunta, sino que devolvió el yeso, y se inclinó sobre la mesa. El taco se movió hacia atrás de forma rápida y decidida, y luego hacia delante. La tirada era difícil. La bola blanca salió despedida con fuerza, sin girar, justo lo preciso para rozar la roja y luego volver con el suficiente ímpetu como para rebotar en la banda del extremo, tocar la banda lateral y luego derivar interminablemente a 15 centímetros de distancia de la banda cercana. Kalba apartó su mirada de la bola blanca cuando estaba a medio camino en la mesa durante su viaje de retorno, y cogió su cigarro. No necesitaba mirar. Sabía que la bola acabaría por encontrar su blanco.

—Mi nombre es Bond, James Bond.

—¿Y bien?

La réplica fue despreciativa, y Kalba se preparaba para jugar otra vez. La expresión de las caras de las muchachas denotaba ahora desaprobación.

—Tenía usted una cita con Mr. Fekkesh.

El silencio que se produjo en la habitación era tenso. Kalba interrumpió su preparación y se enderezó. Se enfrentó con Bond, y por primera vez le miró directamente a los ojos. Bond sintió como si el hombre le abriera el cráneo para meterse en su cerebro.

—¿Y?

El monosílabo sonó como un pistoletazo.

—No podrá verlo por algún tiempo.

—¿Qué quiere usted decir? —Kalba apretaba el taco con su mano.

—Está muerto.

Kalba se volvió hacia las muchachas y señaló con su cabeza hacia la puerta. Sin titubear, las chicas empezaron a desfilar, dejando tras ellas el cigarro y el yeso.

—¿Por qué me trae usted estas noticias?

—Porque creo que tiene usted algo que vender, y estoy interesado en comprar.

—Igual que yo.

Bond dio la vuelta en redondo, encontrando a Anya tras de sí. Se le cayó el alma a los pies. ¡Condenada mujer! Al parecer, no podía hacer un movimiento sin que ella le siguiera los pasos. ¿Estaba sola, o había otros dos gorilas esperando tras la puerta?

Kalba miró a ambos.

—Bien, bien. ¡Qué interesante! Es evidente que no son ustedes colegas. Supongo que se impone una especie de subasta —la vieja arrogancia había vuelto. En cualquier momento se pondría a jugar otra vez al billar—. Me pregunto si será usted capaz de igualar la cifra de esta señora, Mr. Bond.

Kalba estaba disfrutando con su chiste
[24]
cuando la puerta se abrió. Bond se tensó, preparado para la acción, pero se trataba sólo de uno de los empleados del club. Éste miró a Bond y Anya con sospecha, antes de volverse a Kalba.

—Señor, lo llaman urgentemente por teléfono.

—¡Haberla pasado aquí, mentecato! —exclamó Kalba con semblante irritado.

—Señor, eso es imposible. La llamada ha llegado por una línea exterior, en el cuarto de los teléfonos.

Kalba aspiró profundamente y se volvió hacia Bond y Anya.

—Tal vez esto constituya un bienvenido respiro. Les daré a ustedes tiempo de discutir sus posturas de salida.

Kalba sonrió.

—Oh, sí. Todo tiene su valor de licitación.

Su mano se había escondido en un bolsillo interior, y ahora emergía con una pequeña cajita de metal.

—Lo guardo aquí. Cerca de mi corazón.

Kalba abrió su chaqueta para mostrar la Browning sujeta bajo su sobaco izquierdo. Mostró los dientes una vez más, y dejó caer nuevamente la cajita en su bolsillo. Bond examinó la posibilidad de efectuar un ataque relámpago, y decidió en contra. Con Kalba solo, habría tenido una posibilidad, pero el secuaz le estaba vigilando como un halcón y se notaba un bulto amenazador debajo de sus músculos desarrollados. Se apartó a un lado con deferencia, y Kalba abandonó la habitación. La puerta se cerró. Bond se dio la vuelta y miró decididamente a los desafiantes ojos azules de Anya.

Max Kalba no se frotaba las manos mientras caminaba con paso vivo hacia el cuarto de teléfonos, pero cualquiera que estuviera observando su marcha podría haber dicho que estaba contento. ¿Y por qué no? Dos ricos clientes habían llegado en persona a hacer negocios, y su rivalidad no podría más que influir en el aumento del precio de la mercancía. Quienquiera de ellos que hubiera acabado con Fekkesh no había hecho más que ahorrarle el esfuerzo de llevar a cabo una acción que más tarde o más temprano tendría que hacerse. No era sólo una cuestión de dinero. Habría más que suficiente incluso para él. Se trataba de asegurarse de que Stromberg nunca le cogería. Cuando se cambiase de cara y se fuese a vivir a Sudamérica, no quería dejar atrás a nadie que estuviera en situación de traicionarlo. Incluso la fuente de toda la riqueza futura, la hermosa pero falsa ayudante de Stromberg, iba a llevarse una desagradable sorpresa cuando llegara el momento en que se despidiera repentinamente de su amo para reunirse con él. Kalba sonrió ampliamente, y empujó la puerta del cuarto de teléfonos.

Un mecánico vestido con un mono caqui estaba en cuclillas dando su espalda a la puerta; Kalba distinguió una caja de herramientas abierta. Se dirigió hacia la cabina en que estaba balanceándose un auricular. Cuando pasó junto al hombre sintió que en la habitación empezaba a hacer frío. Era como si se hubiera metido en una nevera. Pero el frío no estaba en el aire. Estaba en su instintivo presentimiento de peligro. Empezó a darse la vuelta, pero su mano no consiguió más que introducirse en su chaqueta. Unos dedos enormes se cerraron en torno a la base de su cuello, y lo proyectaron hacia la cabina hasta que su cara se estrelló con espantosa fuerza contra la pared contraria. Sintió que se rompía la nariz con el impacto, y que su boca se llenaba de sangre. Sin embargo, la mano no soltó su presa, sino que retorció su cabeza arrancándosela casi de cuajo. La enorme y estúpida cara se encontraba a unos centímetros de distancia. Gotas de grasa se deslizaban por sus abiertos poros. Los ojillos porcinos brillaban malignamente. Kalba trató de gritar, pero lo cierto es que ningún sonido llegó a salir de su garganta.

Tiburón lo empujó hacia el rincón y enseñó sus dientes.

12. Un choque de personalidades

Bond miró hacia los hermosos ojos azules de Anya. Aguantaron la mirada con descaro. ¿Podía ser que estuviera diciendo la verdad? Los rusos no poseían el sistema de rastreo. Habían respondido a la misma invitación para negociar que los británicos. Eso explicaba por qué ellos pensaban que él había matado a Fekkesh. Y si el desertor no era ruso, es que debía de haber estado trabajando para alguien más. Alguien más, que había desarrollado el sistema de rastreo. Alguien más que estaba ahora actuando con despiadada determinación para recuperar su propiedad. Así que el animalote con aquellos tremendos dientes debía de estar trabajando para ellos. Había eliminado a Fekkesh. ¿Quién seguía en la línea? Bond inmediatamente se sintió inquieto. La llamada telefónica de Kalba estaba durando demasiado. Hizo un gesto con la cabeza a Anya.

—Tendrá que excusarme por unos momentos. No empiece las negociaciones sin mí.

Dejó la habitación bajo su desdeñosa mirada, y se dirigió a grandes zancadas al teléfono, con un sentido de inminente desastre. En el bar, unos oscuros ojos almendrados lo siguieron con ansia, pero él no se dio cuenta de su atención. Cruzó el vestíbulo y abrió de un empujón la puerta del cuarto de teléfonos. Había una ventana abierta, y una cortina se mecía por efecto de la brisa. Una de las cortinas estaba abierta y vacía. Otra estaba cerrada, y colgaba de ella un cartel de «No funciona». Con un terrible presentimiento, Bond abrió la puerta y un montón sanguinolento de carne todavía caliente se desplomó a sus pies. Bond miró hacia abajo, al desgarrado cuello, y otra vez tuvo que luchar contra sus deseos de vomitar. La muerte no era extraña para él, pero aquello era una obscenidad. Venciendo su repugnancia, se arrodilló y dio la vuelta al cuerpo. Un rápido registro reveló que tanto el microfilme como la Browning habían desaparecido.

Bond cruzó la habitación hasta la ventana, y calculó la distancia que lo separaba del suelo. No llegaba a dos metros. Pasó sus pies por encima del alféizar, y se dejó caer en la grava con las piernas abiertas. No se oía nada, solamente siluetas de coches lujosos brillando en la oscuridad. Avanzó hacia el primer grupo de palmeras, y escuchó. ¿Había vuelto a desaparecer el hombre en el aire? Luego, en un ramalazo de luz, Bond pudo ver como una silueta subía a la cabina de un camión. La puerta se cerró de golpe y la luz desapareció. Bond corrió trazando un semicírculo, y llegó junto a la parte trasera del vehículo cuando empezaba a funcionar el arranque. ¡Si al menos tuviera consigo la Walther! No había ninguna posibilidad de placar a aquel ogro armado con sus manos desnudas. El motor seguía negándose a arrancar, y Bond se acercó a la parte trasera del vehículo y agarró el pomo. Una de las puertas se abrió, y rápidamente se encaramó al interior entre un amasijo de cables, alambres y cajas de empalmes. Finalmente, el motor hizo explosión, y el camión empezó a temblar. Bond contuvo su respiración, y esperó a que se pusiera en marcha.

Entonces se abrió la puerta trasera.

A Bond le dio un vuelco el corazón antes de reconocer a Anya que se encaramaba a su lado. En su mano llevaba una Beretta 25, y apuntaba a Bond entre los ojos. Una Beretta 25. Su vieja arma. El arma que había llevado consigo durante quince años hasta que en cierta ocasión le falló, y fue sentenciada a muerte por un Tribunal de Investigación y las pruebas del mayor Boothroyd, armero de la Universal Export y el mejor experto en armas portátiles del mundo.

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