Read La espía que me amó Online

Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

La espía que me amó (11 page)

BOOK: La espía que me amó
8.84Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Esta vez, Bond estaba preparado para la ola de dolor. Ésta entró majestuosamente como una marea creciente, explorando el terreno familiar, infiltrándose en grietas anteriormente exploradas. Y luego avanzando poco a poco, superponiéndose a sí misma para invadir territorio nuevo. Empapando arena no explorada, provocando nuevos gritos de abrasadora agonía. Las bisagras de la boca de Bond se abrían, y su garganta se dividía en las columnas de un órgano mientras él se proyectaba hacia delante tirando de las crueles ataduras. El cirio romano de dolor que tenía entre sus piernas estaba quemando su alma.


Niet!
[22]

Las olas fueron amainando, y el mar de sufrimiento lentamente se retiró. Bond, con el pelo empapado de sudor, aguzó sus palpitantes oídos para captar el sonido de aquella voz femenina.

—¡Locos, imbéciles! ¿Queréis matarlo?

Estaba hablando en ruso, pero Bond podía seguirla. El tiempo empleado en el simposium del lenguaje de Vozdvishensky para miembros del Ministerio de Defensa había batido todos los récords.

—¿Qué información va a darnos, muerto?

Se escuchó un inmediato murmullo de contrariedad. Bond abrió un ojo, tratando de captar la imagen de la recién llegada. Todo lo que vio fue dos esbeltas perneras de pantalón. Un taconeo petulante contra el suelo.

—¿Debo recordarles quién está al frente de esta operación? Desátenlo y revívanlo. Tenemos drogas que pueden hacer este trabajo.

«Así que no es una altruista del todo», pensó Bond.

—Pero, mayor. Con respeto —la voz pertenecía al torturador de más edad, y había, en efecto, un precioso respeto en ella—. Tenemos experiencia en estos métodos. Hemos logrado muchos éxitos con ellos. El hombre no morirá hasta que nosotros no lo queramos.

—No importa. ¡Hagan lo que digo!

Bond apostó a que todos los ojos estarían fijos en la persona que hablaba, y volvió su cabeza ligeramente. A través de los ojos medio cerrados, pudo distinguir una presencia femenina erecta que le resultaba familiar. La muchacha que había visto en
son-et-lumière
. Así que la muchacha era uno de ellos. Y no uno de ellos, sino que estaba al frente de ellos. Podía comprender muy bien la reacción de los otros. Tener que recibir órdenes de una mujer, después de años de torturar a las personas a su modo. ¿Por qué no podía encontrar ella un trabajo en una fábrica, o una granja colectiva? Bien sabe Dios que ellos necesitaban toda la ayuda que pudieran darles.

Bond continuó apartando las cortinas de palpitante dolor y ahogó el grito que subió a sus labios cuando le fueron retiradas las pinzas de su desollado órgano. Oyó el chasquido de una navaja que se abría, y la hoja empezó a cortar las cuerdas de sus tobillos. Eso era. Su única oportunidad se estaba acercando. Si no hacía un movimiento estaba acabado. Lo abrirían por un medio u otro, y cuando vieran que no contenía nada dentro, lo matarían. La muchacha no era remilgada; era práctica.

Bond se arriesgó a echar otra mirada. El operador de la máquina estaba enrollando con gesto malhumorado los cables de conexión en torno a sus dedos. De repente, la niebla de dolor se levantó al ser penetrada por la brillante luz de una idea. Tenía que funcionar. Bond se dejó colgar hacia delante, y sintió como el cuchillo iba cortando las cuerdas de sus torturadas muñecas. Ya estaba por la mitad, tres cuartas partes, siete octavos. Cogió impulso y, al romperse la cuerda, se proyectó hacia delante en dirección al espantoso instrumento de tortura que había sido instalado para castigarlo. Estaba todavía funcionando, y brillaba una luz roja. El operador vio sus intenciones demasiado tarde y desesperadamente trató de librar sus dedos del alambre que los envolvía. Bond bajó violentamente la palanca de manera que ésta se torció al llegar al final de la ranura. La aguja del dial pegó un brinco y con un brillante relámpago, el cuerpo del hombre dio un salto en el aire. Se oyó un grito en dos tiempos, de inmediato flotó en el aire el desagradable olor de carne quemada. La cara del hombre se aplastó contra la pared con un crujido tremendo, manchando todo el muro con su sangre, pero ya estaba muerto una fracción de segundo antes del impacto.

Instintivamente, Bond se agachó hacia un lado, y la hoja del cuchillo le rozó la garganta. Con automática deferencia hacia la clásica respuesta de defensa, su brazo derecho se alzó y su cuerpo giró con él. Los dos antebrazos se encontraron a mitad de camino entre los dos cuerpos, y a consecuencia del choque, el cuchillo salió despedido. Bond vio una abertura, y golpeó duro y hacia arriba. Su entumecida muñeca se desplomó medio metro y el envés de la mano, con los dedos abiertos para darle mayor rigidez, subió hacia la garganta del hombre con fuerza terrorífica. El sujeto se tambaleó hacia atrás, y en el mismo instante, Bond golpeó con el borde de su mano, cerrados los dedos, y convertida en un hacha. El golpe acertó en la nuez de Adán, en medio de la tensa garganta y el hombre cayó como un árbol cortado.

Bond echó una mirada a los dos montones desordenados de humanidad y se preguntó cuanto tardarían en descomponerse. La muchacha lo estaba mirando, inmóvil, como si estuviera paralizada por los acontecimientos de los últimos segundos. Bond se abrochó los pantalones y la miró lo suficiente como para ver que era hermosa, y no lo estaba apuntando con un arma.

—Gracias por salvarme la vida —sonrió, enseñando los dientes, y añadió como ocurrencia tardía—: Y quizá las de una o dos personas más.

Luego atravesó la puerta y bajó las gastadas escaleras de dos en dos. Lanzando su peso contra una segunda puerta, sintió contra su cara el frío aire de la noche. Corrió apresuradamente por una avenida y luego se metió en una calle donde la gente estaba paseando. Se confundió entre el público, sintiendo latir su corazón y dando gracias por encontrarse vivo.

11. Aventuras en Clublandia

El Mujaba Club era un incongruente edificio a descubrir en una bulliciosa urbanización turística de la orilla oriental del Nilo situada a unos 600 km. al sur de El Cairo —porque allí fue donde Bond finalmente lo descubrió—. En las afueras de Luxor. Estaba rodeado de grupos de palmeras, por supuesto, pero esa, aparte sus marquesinas y contraventanas, era toda la concesión visible a la mística oriental. En todos los demás aspectos, evocaba la Era en que Britannia gobernaba las aguas y la mayor parte de las tierras que las dividía. Parecía un cruce entre una cárcel abierta, una iglesia metodista, un albergue juvenil y el comedor de oficiales de un regimiento de condado de categoría inferior y, como no era ninguna de estas cosas, y no obstante estaba construido por manos inglesas, tenía que ser un club.

Bond iba sintiéndose menos deprimido. No era un masoquista, pero el dolor y la despiadada acción de dos noches antes habían dejado en él una acusada determinación. Tenía una pista, algo hacia donde ir, algo en que hincar sus dientes. Y, lo más importante de todo, había un juego duro, implacable que tenía que ser jugado a base de apuestas enormes, y él andaba implicado en ello. No importaba que sus cartas fueran insignificantes. Lo vital en este caso era que tendría la oportunidad de jugarlas.

Frente al club había una fila impresionante de coches. Bond observó los grandes Mercedes y Cadillac que debían de haber salido por vía aérea de los Estados Unidos casi antes de estar disponibles para el público norteamericano. Había, evidentemente, un montón de dinero por los andurriales. La mayor parte de él, a juzgar por las placas de matrícula, de procedencia árabe. Bond sacó el pecho bajo la esculpida ligereza de su smoking de fino tejido de lana, y sus ojos se enfrentaron con el portero vestido llamativamente. El hombre llevaba una daga curvada en una vaina recubierta de piedras semipreciosas, metida en una cinturón de su bordado albornoz. Tenía una nariz como un halcón, y sus ojos afilados, duros, miraron a Bond como el editor del
Burke's Peerage
considerando a un aspirante a una baronía vacante. Bond resultó aceptable, y devolvió la ligera inclinación de cabeza que le permitía pasar al interior del club.

Dentro, la atmósfera era considerablemente más grata de lo que Bond había anticipado en su primera observación del edificio. El vestíbulo era alto y abovedado, con guardarropas y una cabina telefónica sonando a la derecha. A la izquierda había una mesa de recepción, en esos momentos vacía, un tablón de anuncios y otro tablero cubierto por un paño verde y entrecruzado con cinta roja tachonada de clavos de latón que albergaba las cartas dirigidas a los miembros. Bond echó una ojeada al tablón de anuncios. Había detalles relativos a carreras de camellos y a un libro que se estaba haciendo sobre los concursantes en el torneo de bridge del club. Bond recorrió rápidamente con la mirada la lista de nombres, pero no había el menor signo de un Kalba, Max o lo que fuera. Era mejor preguntar, y era mejor hacerlo con una copa en la mano.

El bar constituyó otra sorpresa agradable. Espacioso, confortable y con la mínima concesión al mal gusto árabe. Junto a una de las paredes había una larga barra dominada por un espejo, y había también grupos de mesas y sillones de respaldo bajo, así como asientos junto a la ventana, con cojines. Dos enormes ventiladores giraban lenta y silenciosamente en el techo. A través de una puerta, y en el otro extremo, pudo ver un corredor iluminado con velas servido por camareros portadores de cortas túnicas y chalecos de un color púrpura intenso. Una o dos parejas estaban ya estudiando los menús. Bond se sentó en el bar y pidió un martini con vodka. La vestimenta de la gente que estaba a su alrededor era interesante. Algunos hombres llevaban smoking; otros iban ataviados con el vestido tradicional, y sus rasgos acusadamente aquilinos apenas emergían de los blancos albornoces y sueltos tocados. En su mayoría, sorbían elegantemente diminutas tazas de café y hablaban con elocuencia accionando las manos, en tanto que sus mujeres se sentaban silenciosa y respetuosamente a su lado y, sólo de vez en cuando, sus oscuros y almendrados ojos realizaban breves escapadas en torno a la sala. Eran hermosas aquellas mujeres, pensó Bond, quizá más que las europeizadas con todas aquellas joyas colgando de sus frentes. Gran parte de su misterio estaba todavía oculto, y sólo aquellos penetrantes ojos hablaban de inmortales deseos que esperaban satisfacción.

Pero, basta de especulación. Había trabajo que hacer. Bond terminó su bebida y levantó un dedo para llamar la atención del camarero. Y entonces la vio. Reflejada en el espejo situado detrás de la barra. La muchacha de
son-et-lumière
. La muchacha cuya intervención, dos días antes, le había salvado la vida. Estaba entrando en la sala como un barco con todas las velas desplegadas, y su aspecto era magnífico. Llevaba puesto un vestido largo, negro y fino que le colgaba por detrás y terminaba justo por debajo de la graciosa línea de sus hermosos hombros. Sus hermosos senos emergían orgullosamente. Su pelo era negro como el azabache y lustroso, y no había ningún toque artificial en la forma como colgaba casualmente para formar un marco natural a su cara. Ésta era hermosa, y Bond la miró propiamente por primera vez. Los ojos eran de un azul intenso, casi violetas, bajo unas cejas oscuras. La fina nariz mostraba una pizca de inclinación, y la boca era enérgica y sensual a la vez. En realidad, toda la cara tenía aire de determinación e independencia sugerida por la disposición de los altos pómulos y la fina línea de la mandíbula. A este sentido de resolución contribuía la manera como se movía. Mantenía una actitud altanera, y se desplazaba a través de la sala como si se tratara de un Estado vasallo que hubiera de ser cruzado camino de una victoriosa batalla contra el enemigo. Sostenía su bolso de noche, negro y plano, como si fuera un arma.

Con cierta tristeza, Bond se dio cuenta de que aquella muchacha le recordaba a alguien a quien una vez amara y con la que se había casado. Tracy había sido rubia, y esta muchacha era morena, pero había en sus caras aquellas mismas cualidades de valor, energía y resolución que Bond apreciaba por encima de todas las demás en una mujer. Pero una voz de precaución gritó en el oído de Bond: «¡Cuidado! Esta mujer es rusa. Es, casi con toda seguridad, un miembro de SMERSH, y con toda seguridad, un enemigo mortal. Su presencia aquí no está programada por Eros sino por un pobre y demente dios que controla los movimientos de los espías y los agentes dobles. ¡Cuidado!»

Siguiendo el dictado de su conciencia, Bond ignoró al revoloteante barman y se deslizó por su taburete. En tres pasos, se encontró junto a la muchacha.

—Buenas noches. ¡Qué inesperado placer!

—Comandante Bond.

Ella tuvo la delicadeza de sonreír, e incluso aunque su sonrisa fuera falsa, el efecto seguía siendo fabuloso.

—De nuevo, tiene usted ventaja sobre mí. Por favor, permítame que la invite a una copa.

Anya miró a la agraciada y cruel cara con un sentido de
déjà vu
[23]
. ¿Era tan sólo en los dos últimos días, así como en la ficha marcada con la indicación «
Angliski Spion
» del Departamento de Registros Militares, donde había visto a este hombre anteriormente? Mientras permitía que la guiara hacia el bar, Anya pudo comprender por qué Bond era el más respetado, así como el más temido, de los agentes británicos. Su cuerpo parecía flotar, más que moverse, en una serie de pasos programados. Era como una pantera o algún otro animal que viviera merced a la velocidad y la cautela, y la muerte.

—Creo que nuestro encuentro merece celebrarse, ¿no?

Bond no esperó una contestación, sino que pidió el mejor champaña. Éste llegó en forma de una botella de Taittinger 45. Anya sintió que sus ojos valoraban su cuerpo.

—Está usted muy hermosa —dijo Bond—. Tal vez «electrizante», sería un termino más adecuado.

Anya alargó la mano para coger su vaso.

—Lo siento. Ésa no es la forma como yo lo habría tratado.

Bond se permitió una sonrisa y levantó el vaso.


Za vashe zdarovie
.

Por detrás del discreteo, su mente estaba funcionando a toda máquina. ¿Qué estaba haciendo aquí la muchacha? ¿Es que lo habían seguido? Si todavía querían capturarlo, ¿por qué no lo habían hecho en El Cairo? Habría sido más fácil. Tal vez había una extraña pizca de confort en la presencia de la muchacha. La agenda de Fekkesh había sido cogida de su bolsillo en la Pirámide de Keops. Si la muchacha estaba siguiendo la pista de Kalba, eso significaba que había algo en esa pista. Podía también significar que la esperanza de vida de Kalba era sólo ligeramente mayor que la de Fekkesh. Haría bien en encontrar al hombre rápidamente. ¿Y estaba sola la muchacha?

BOOK: La espía que me amó
8.84Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Ravenous by MarcyKate Connolly
No More Us for You by David Hernandez
The Weary Blues by Langston Hughes
Secret Ingredient: Love by Teresa Southwick
Always For You (Books 1-3) by Shorter, L. A.