Read La encuadernadora de libros prohibidos Online
Authors: Belinda Starling
Tags: #Histórico, Intriga
¿Había llevado en su seno al hijo de Din durante nueve meses? ¿Había disfrutado de lo que me pertenecía? ¿Había estado con él antes que yo ?
Quería preguntarle si había abusado de hombres de color indefensos, si había montado una verga negra y si se había impregnado con su semilla de color. Me sentía a punto de estallar.
La observé mientras escribía, a esta mujer que supuestamente trabajaba para obtener la libertad de la raza más explotada sobre la tierra, que luego convertía a los negros en sus propios esclavos. En sus esclavos sexuales. Ella y su contradictorio sir Jocelyn formaban, al fin, una pareja perfecta.
En ese momento, Nathaniel se despertó en el piso de arriba y se puso a llorar.
—Dora, ¿puedes ir a verle? Estoy un poco cansada...
Yo sólo quería gritarle: «¿Qué le has hecho a Din?». Pero para evitarme una acción precipitada me dirigí velozmente en busca de Nathaniel y lo recosté contra a mi hombro. Me coloqué bajo la luz de la luna, intentando distinguir el color de su piel, pero de noche todo son sombras y grises.
—¿Tú eres el bebé de mi Din? —dije arrullándolo—. ¿Eres mi pequeño Din? Qué barullo estás haciendo... ¿Qué ha hecho Din por aquí? ¿Quieres que te cante? Din-din-din-da-din-dindin...
Así brotó una cancioncita, que latía en mi corazón, y pronto el niño se quedó en silencio pero despierto, mirando fijamente las sombras dibujadas en la habitación por la luz de la luna.
—Din-din-da-dindin...
Jack, Din y yo estábamos dando un verdadero curso magistral de trasgresión. Debí haber escrito en el anuncio al que respondió Pansy que quienes caminaban por el camino recto de la vida se abstuviesen. ¿Tan tortuoso era el camino que llevaba hacia los Damage? Las calles del barrio parecían tan rectas como las de una ciudad romana, y sin duda en una de sus casas se vivían todas las perversiones que habían llevado a Roma a la ruina.
A la mañana siguiente no fui al taller en todo el día. Sabía que no podría enfrentarme con Din, si es que estaba, pero tampoco podía pasar otro día sin él. Maldito sea. ¿Acaso compartía mi deseo por él con las damas de la sociedad?
Quería que este día fuese menos penoso. Cogí el dinero de Lizzie y un poco más para comprar pieles y lo guardé bajo mi falda. Tras pensarlo un instante, decidí llevarme conmigo el punto de libro de Lucinda. Fui hasta la tienda de ultramarinos y encargué cuatro envíos de comida semanales para Lizzie, que equivalían a un mes de salario de Jack. Luego fui hasta el río y le di el otro mes de salario a Lizzie en efectivo, con la inútil súplica de que no se lo gastase todo en ginebra. Finalmente, una vez más caminé hacia Bermondsey y sus curtidurías.
Esta vez no fui a «Pieles selectas y ropa de cuero», sino a la tienda de Felix Stephens. Era un comercio más pequeño, con sólo un puñado de clientes, y esperé junto a una pila de cueros a que llegase mi turno. Me dije que era curioso que una mujer fuera al mismo tiempo invisible y provocadora. Finalmente ganó la visibilidad, y un hombre se me acercó para ver qué necesitaba.
—He venido a pagar la cuenta del señor Peter Damage —contesté.
Me condujo hacia una oficina en la parte trasera del local. El hombre me indicó una silla y pasó al otro lado del escritorio. Cogió dos grandes libros de contabilidad. Revisó primero uno, luego el otro. No se apresuró; era una persona calmada pero eficiente, lo que me agradó. Después giró ambos libros hacia mí y me enseñó en cada uno las diferentes compras y fechas, señaló los importes escritos en tinta roja y los sumó para obtener el total.
—Puede pagar la mitad y el resto al cinco por ciento de interés, o un cuarto al siete por ciento. Usted decide. ¿Cómo prefiere?
—Quisiera pagarlo todo ahora, por favor —respondí, entregándole el dinero.
El hombre pareció sorprendido, pero luego contó feliz el dinero, anotó PAGADO en ambos libros y guardó el dinero en la caja fuerte.
—También quería pedirle si podía analizar esto —le dije y le entregué el punto de libro.
—¿Qué es esto?
—No lo sé. Por eso necesito un ojo experto.
Lo estudió y acarició con cierto desdén.
—Es un trabajo chapucero, eso seguro —dijo con severidad—. Mire estas marcas... Sin duda, lo ha hecho un aficionado.
—Pensé que era una vena...
—No. Esta línea sí es una vena, lo que demuestra que no desangraron al animal en el momento de matarlo. Debió de quedar así bastante tiempo, porque la sangre llegó a pudrirse en las venas.
—Entonces quizá lo encontraron ya muerto por causas naturales, y alguien pensó que la piel quedaría bonita en un libro.
—Puede ser... De todos modos, tuvo tiempo de pudrirse. Hay que quitar la piel y curtirla inmediatamente después de matar al animal, sobre todo en climas cálidos.
—¿Cómo se curte la piel?
El hombre se relajó, saboreando la posibilidad de mostrar sus conocimientos.
—La piel que usted compra ya ha sido salada, en seco o en salmuera. Pero la salmuera es cara, y para salar en seco se necesita mucha piel. Supongo que ésta la han puesto a secar. Es la forma tradicional, aunque es un método impredecible, desigual e incontrolable. Debe de haberse secado sobre piedras, por las manchas. El que lo hizo es un tacaño, sin duda. Lo sorprendente es que haya encontrado algo así: estas pieles se usan en los países pobres, porque nadie en su sano juicio pagaría algo así por aquí. Curtir pieles es un trabajo duro, señora. Es cierto, piénselo, no es fácil secar una piel para que no se pudra y a la vez dejarla suave y flexible. Este curtido es horrible, y quien lo haya realizado debería abandonar el oficio. Si lo piensa, cosas como ésta arruinan la reputación de la industria...
—Perdone que lo moleste con esto —dije—. No sé ni por qué se lo muestro, es que nunca había visto algo así. Le pregunté a mi proveedor, pero no quiso decirme de dónde era. Al principio creí que podía ser algún tipo de piel de cerdo...
—En eso tiene razón, porque la piel de cerdo curtida es de muy mala calidad. Pero no es cerdo. —Cogió la lupa—. Mire, los folículos no están distribuidos en el característico dibujo triangular, y no atraviesan la piel, como los agujeros de los pelos. No, no es cerdo.
—Además los folículos están distribuidos al azar, así que tampoco es piel de cabra —añadí—. Ni es lo suficientemente gruesa para ser de vaca, ni aceitosa como la de foca. Pero eso puede ser por el mal curtido, eso no se me había ocurrido antes de que usted lo mencionara.
—Tampoco es piel de foca.
—¿De cordero?
—Puede ser. Qué manera de malgastar un cordero, arruinándolo en el curtido.
—¿No podría ser de ciervo?
—No creo. Mire lo irregulares que son las vetas. Es como un rompecabezas. Déjemelo, me gustan los rompecabezas.
—Lo siento, no puedo dejárselo. Pero le agradezco su tiempo. Ya que estoy aquí, ¿podría comprar un poco de cuero de Marruecos? Le pagaré ahora, no quiero abrir una cuenta de crédito.
Entonces me ayudó a escoger unas pieles, y finalmente me llevé cuatro cueros de buena calidad, que enrolló y ató con firmeza. Le agradecí su ayuda y amabilidad, aunque de lo que realmente estaba agradecía era de poder abandonar aquellas malditas calles de Bermondsey y su hedor ácido.
Cuando regresé a casa aquella tarde me puse a limpiar la piel y a cortar los cartones para varios libros. Ya no podía permitirme ponerme nerviosa antes del proceso de acabado, así que comencé a martillar el lomo de una versión particularmente repugnante de
Venus, maestra de escuela.
En ese instante, Sylvia entró en el taller. Me había olvidado de cerrar la puerta con llave.
—Ven, Dora, trabajas demasiado. Creo que se impone otro ponche caliente.
—No, Sylvia, hoy no estoy de humor. ¡No, espera...! —Pero ya era tarde. Sylvia había cogido un libro de una de las cajas y lo estaba abriendo—. ¡No, Sylvia! ¡Por favor!
—Dora —me respondió sosteniendo el libro en una mano y mirándome fijamente a los ojos—, no me trates como a una niña. Conozco todos los libros de Jossie.
Entonces hubiera querido gritarle: «¡Igual que lo sabes todo de mi Din, bruja!». Sylvia volvió a concentrar su atención en el libro, lo abrió con cuidado y lanzó una exclamación antes de cerrarlo de golpe. Se derrumbó en la silla de Din junto al telar, agitando las páginas del manuscrito como si fuesen un abanico.
—Creí que los conocía todos. La esposa de un médico debe aprender a perdonar muchas cosas. Supongo que estos libros no son muy diferentes de los de anatomía, ¿no?
—En efecto, sir Jocelyn posee una gran colección de anatomías —dije. ¿Era posible que esta mujer se hubiese acostado con mi Din? Parecía tan remilgada... No podía creerlo—. Hubiera querido que Peter los viese —añadí intentando desviar mis pensamientos de la curiosa pareja—. Peter encuadernó grandes tratados de anatomía, como los de Galeno y Bourgery.
Podía ver las estanterías de sir Jocelyn todavía frente a mí.
—Jossie ama sus libros. Y me ama a mí también, Dora.
—Por supuesto, Sylvia —la conforté.
Ella no podía haberlo hecho. Aquí había algo raro.
Sylvia se abrazaba y apretaba sus hombros como imaginando las caricias de su esposo.
—Siempre le gustaron mis hombros, y mi espalda...
Recordaba el título del libro de anatomía más valioso de sir Jocelyn:
De humani corporis fabrica libri septum,
de Vesalio.
—Extraño sus besos, Dora. Extraño ser amada.
Algo daba vueltas sin parar en mi cabeza. Vesalio... Anatomía... ¿Qué era? ¿O se trataba simplemente de Din?
—¿Cómo logras soportar la ausencia, Dora?
¿La ausencia de quién? ¿De Peter? ¿O de Din? ¿De qué estaba hablando? ¿No estábamos conversando sobre anatomía?
Y de repente, la niebla se alzó en mí. Corrí hacia el banco donde estaba el trozo de papel con mis garabatos sobre el anagrama de Diprose.
De humani corporis fabrica.
Encajaba a la perfección.
—¡Y las cosas que me decía cuando me tocaba! Podría haber sido poeta...
Sentí como si una mano invisible me estrangulase mientras intentaba descubrir qué pasaba. ¿No se serían las tapas para un libro de anatomía?
De humani corporis fabrica.
—
La peau de ma femme
—dijo suavemente Sylvia, y se me heló la sangre.
—¿Cómo dices?
—
La peau de ma femme
—repitió.
Yo recordaba aquellas palabras de unas cartas que había encuadernado, escritas por Glidewell. Unas cartas de Glidewell a Knightley.
De humani corporis fabrica.
Literalmente, el tejido del cuerpo humano. Cuerpos. El mío, el de Din, el de Sylvia. Intenté concentrarme en la traducción del latín, pero ya sabía lo bastante de cómo funcionaba la mente de aquellos caballeros como para saltarme cuestiones de precisión y lógica. Sabía qué significaba la inscripción respecto de la encuadernación. Me volví hacia Sylvia y con delicadeza le dije:
—Háblame de
la peau de ma femme.
«No me hables de Din ahora —pensé—. Algo más horrible aún está a punto de suceder.»
—Mis hombros, Dora. Te lo estaba diciendo. Jossie los besaba y decía que ninguna mujer tenía una piel como la mía. Mi piel no tenía parangón. Incluso le escribía a Valentine sobre la suavidad de mi piel: este papel holandés, diría, es tan suave como
la peau de ma femme.
Este perfume huele como
la peau de ma femme.
Estos pétalos de rosa son delicados como
la peau de ma femme...
—Una piel tan valorada... —murmuré.
La comprensión era algo doloroso. Mis sospechas respecto de Din y de Sylvia eran sólo eso: sospechas. Pero en este caso, estaba ante algo menos dudoso sobre su marido, algo que sabía que era cierto.
De humani corporis fabrica.
—¡Y cómo me besaba! —rió tontamente—. Y me decía, Dora, me decía que querría encuadernar el mejor libro de poesía con la piel de mis hombros después de mi muerte, para no tener que separarse nunca de su suavidad. ¡No separarse nunca! Él no quería que nos separáramos nunca, Dora. ¿Dora?
De
humani corporis fabrica.
La resistencia que me había sostenido hasta ahora había desaparecido de repente, y finalmente me desmoroné.
—¡Dora! —oí que gritaba a Sylvia—. ¡Dora!
Los sollozos surgieron como arcadas de mi cuerpo, y me tambaleé y caí sobre los brazos extendidos de una Sylvia horrorizada. Me abrazó, pero sus delgados brazos ofrecían poco refugio, y además existía la posibilidad de que hubieran abrazado a Din tiempo atrás. Lo que yo necesitaba eran los brazos de mi madre, y mis sollozos carecían de lágrimas. La cena me subió hasta la garganta, mi cuerpo se rebeló contra mí y contra el mundo al que me encontraba irremediablemente encadenada.
De humani corporis fabrica.
Me separé de Sylvia y, temblando de ira y dolor, cogí el libro que ella había dejado a un lado y lo lancé contra la pared, como si representase a todos aquellos libros innobles de los que yo había sido responsable. Me puse de pie y me volví a sentar, tirándome del pelo y de las sienes como intentando encontrar una salida.
—¡Dora! —oí que gritaba Sylvia otra vez.
La veía como detrás de un velo. Trató de cogerme de nuevo, pero yo no podía soportarla a ella ni a mí ni un minuto más. Quería bañarme, frotarme con el cepillo más duro de pies a cabeza, aunque ya no habría agua hasta mañana por la mañana. De todas formas, sabía que nunca volvería a sentirme limpia, no hasta no haber desgarrado cada centímetro de piel de mi pecaminoso cuerpo.
Entonces, por entre los ecos de mi mente trastornada, distinguí unos golpes lejanos y fui arrancada de las profundidades de mi miseria hacia el presente y la conciencia de que alguien llamaba a la puerta de la encuadernadora. Lancé a Sylvia una mirada de animal aterrorizado y la vi ponerse de pie para abrir. Fui más rápida que ella, y finalmente yo abrí la puerta.
Din estaba de pie frente a mí, como en un sueño lejano. Parecía excitado. Comenzó a hablarme, pero hablaba tan rápido que no lograba comprenderlo.
—Dora... Seño'a Damage... —dijo, sin estar seguro de cómo dirigirse a la amante abandonada.
Debí haberle contado que Sylvia estaba conmigo, para burlarme de él. «¿A quién prefieres, Din?» Sacudí la cabeza, como hacía para expulsar el agua de mis oídos después de nadar cuando era una niña, en Hastings, pero esta vez no sirvió de nada. Seguía sin entenderle, parecía hablar detrás de un vidrio, o desde otro mundo, o desde otra realidad.