La encuadernadora de libros prohibidos (56 page)

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Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
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—Eso es lo que usted quisiera... —comencé a argumentar, pero me mordí el labio. Tenía tantas cosas que preguntarle que no sabía por dónde empezar—. Usted pidió a Diprose que se deshiciera de mí, sir Jocelyn —dije solemne, lanzando la primera salva.

—Dora, de haber podido me habría librado de Charles primero. Usted me quitó un problema de encima.

—¿Sabía que el cloroformo le mataría?

—Él me engañó para que le enseñara a administrarlo correctamente. Me dijo que quería aliviar a su hermana de los dolores del parto. No sabía que pensaba utilizarlo con usted. Se merecía lo que le sucedió.

—Siempre supe que usted era peligroso.

—Por favor, era la opción más segura para ambos. No conozco a un solo cirujano que haya sido juzgado por matar a alguien con cloroformo. En su certificado de defunción escribí «Síncope por cloroformo». ¿Acaso no era cierto? Luego doné su cuerpo a la medicina.

—¿Y por qué quería deshacerse de él?

—Estaba comenzando a cansarme. No paraba de intentar impresionarme: cuanto más notaba que su situación se volvía vulnerable, más se extralimitaba en sus funciones.

—¿Usted no quería esa horrible encuadernación?

—Por favor, Dora. Toda biblioteca médica que se precie contiene un libro de anatomía encuadernado con la piel de algún cuerpo diseccionado. Una puta bien encuadernada no me provoca ninguna emoción.

—Yo sentí un profundo rechazo, y quería venganza.

—Quería hacerme tragar mis huevos...

Reí contra mi voluntad.

—No. Quería usar su escroto para hacerme un monedero bonito y práctico donde guardar mis peniques.

—Se lo dejaré en mi testamento. En todo caso, Charles no se andaba con sentimentalismos cuando se trataba de elegir a sus víctimas. No podría soportar la idea de palpar su trasero cada vez que recorriese las páginas de un libro. Por muy apasionante que pueda parecer, usted me es más útil viva que muerta. Y nunca estuve de acuerdo en utilizar mis conocimientos médicos para amenazarla con dañar a su hija.

—Lo sé. —Me volví hacia él, finalmente relajada. Entonces hablé en voz tan baja que sir Jocelyn tuvo que inclinar la cabeza hacia mí para comprender lo que decía—: A ella le gustaría volver con usted, ¿sabe? Sylvia le ama. —Mis labios casi rozaban su oreja, y advertí que estaba tenso—. Lo que usted me ha contado ya no le importa. Ha dejado atrás la sociedad, y le trae sin cuidado.

Pero sir Jocelyn era incapaz de creerlo. Volvió a enderezarse en su asiento y acarició las cortinas.

—Su intención es loable, Dora, pero inútil —dijo con tristeza.

—Por favor, sir Jocelyn. Tienen un hijo juntos.

—Es algo demasiado absurdo para tenerlo en cuenta.

—Ella le ama, sir Jocelyn. ¿Acaso el odio que siente por usted mismo le ha vuelto inmune?

En ese instante me di cuenta de que era inútil intentar pensar en el amor sin el amor mismo. El amor visto desde el odio es doloroso, y sólo sirve para endurecer aún más el corazón. «El amor visto desde el odio...» Al fin había encontrado una buena definición de los libros que había encuadernado para él.

Sir Jocelyn interrumpió mis pensamientos.

—Aquí ya no tengo nada. ¿No oyó hablar de la
razzia?
Todas mis traducciones han sido incautadas y destruidas. Las dejé una sola noche en Holywell Street, y desaparecieron. Incluso Pizzy sigue en prisión.

—¿Por qué no lo ha sacado?

—También se estaba poniendo tedioso. Usted nos había proporcionado el alivio de tener a Diprose en un lugar donde ni siquiera el Ministerio del Interior podía encontrarle, y quisimos hacer lo mismo con el señor Bennett.

—Y yo que pensé que el Imperio británico llegaba a casi todas partes.

Sir Jocelyn rió y continuó con sus reflexiones.

—El sexo ya es algo demasiado arriesgado en estos días. Voy a concentrarme en los estudios antropológicos. Dentro de un mes parto hacia África, para nunca más volver.

—Ya dijo lo mismo hace cuatro años.

El silencio que siguió dijo más que muchas palabras. En aquel momento supe que sería la última vez que nos veríamos. ¿Por qué si no me revelaría un secreto guardado durante tantos años?

—Lamento lo de los tatuajes —admitió de repente—. Aunque hay que admitir que eran bastante hermosos. La imagen permanece imborrable en mis recuerdos.

—Ya no están tan mal. Pansy me llevó a un marino que modificó la insignia. No quería llevarla para siempre conmigo, y ha hecho un buen trabajo.

—Siempre puede inspirarse en Olive Oatman, o en los marineros que naufragaban en el Pacífico sur, y alegar que fue secuestrada y tatuada a la fuerza por una tribu de salvajes...

—Lo que, si lo piensa un poco, no estaría demasiado alejado de la verdad, sir Jocelyn.

—Voy a echarla de menos, Dora Damage. Usted es la única que no pude poseer.

—Ignoraba que me desease...

—¿Hubiese sido diferente?

—No.

Entonces me cogió de los hombros, tiró de mí y apretó sus labios contra los míos. Metió la mano bajo mi gorra y entrelazó sus dedos en mi pelo, mientras con la otra mano me acariciaba el muslo, la rodilla, y comenzaba a levantarme la falda.

—¡No, sir Jocelyn! ¡No puede hacer esto!

Me temía lo peor. A pesar de nuestra conversación íntima, yo no dejaba de ser una empleada más a punto de ser desvestida por un aristócrata más. Había leído lo suficiente al respecto.

Pero para mi sorpresa, sir Jocelyn asintió y se separó de mí.

—Disculpe, señora Damage. Lo siento.

Nos quedamos un rato sentados en silencio. Me pasé un dedo por los labios, donde los suyos me habían tocado, y pensé en Din, en Lucinda, en Sylvia y en Nathaniel, en el divorcio, la posesión y mi interior que se revolvía. Entonces repetí en un tono más amable:

—No puede hacer esto. Pero acepto besarle de nuevo. Sólo un beso.

Lo besé en la boca, el cuello, la oreja y de nuevo en los labios, que eran dulces, húmedos y dorados. Lentamente me alejé. Era algo tan delicioso como insatisfactorio, y me sonrojé ante mi osadía.

—Entonces, señora Damage, por lo visto tiene usted debilidad por los hombres de color... —dijo desplomándose en mis brazos.

—No, sir Jocelyn. Tengo debilidad por aquellos que luchan por la libertad. Por lo que yo sé, usted es el único que decide permanecer encadenado.

—Me pusieron el lazo al cuello en el momento en que nací —respondió con calma.

—Usted eligió no quitárselo.

—Soy un híbrido.

—Usted no es Calibán, el personaje de Shakespeare. Eso no es una calamidad.

Calló un momento, y luego alzó la cabeza y volvió a hablar:

—¿Cómo se atreve a acusarme de no luchar por la libertad? He pasado la vida entera luchando por ella.

Apoyó otra vez la cabeza en mi regazo, y acaricié sus cabellos negros, los verdaderos. Volví a besarlo, aunque con una eficiencia que delataba la finalidad. Le cogí el peluquín de las manos y se lo coloqué con cuidado en la cabeza.

—Ahora debo irme —dije—. Creo que nosotros ya hemos terminado.

Me levanté, pero antes de abrir la puerta hice una pausa.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—Una idea... Casi un favor, si no es demasiado pedir.

—Vaya con cuidado. Quedará comprometida conmigo...

—¿Acaso no lo estoy ya? Usted se llevará mis secretos a la tumba, como yo los suyos.

—Me parece justo. La escucho, y espero que no volvamos a vernos nunca más.

—Se trata de Jack, Jack Tapster. Lleva ya cinco años en prisión. Quizá su Noble Salvaje del Ministerio del Interior pueda hacer algo por él, ahora que ya no se dedica a liberar a Diprose.

No me respondió, pero se frotó la nariz con el índice y se volvió hacia la ventana, aunque estuviese corrida la cortina.

—Que tenga usted un buen día, sir Jocelyn —dije.

Recogí mi cesta del suelo del carruaje y bajé. No miré hacia atrás al alejarme, y mis pensamientos ya estaban junto a Nathaniel, quien no tenía nada de particular en la piel, al menos no para lo habitual en Lambeth, nada que se notase. Incluso la piel de un irlandés era más oscura que la suya, y lo que me ponía más nerviosa era que, dos generaciones después, en el niño no quedaba rastro de su abuelo argelino, ni siquiera un tono marrón que le diferenciaría de mí, de Nora, de Agatha, Patience o Pansy. Y qué decir de si Nathaniel se casara con una de las hermanitas pelirrojas de Jack: eso sería verdaderamente el fin de la «herencia». Y entonces pensé que quizá fuera así para todos, y que lo que había de mis abuelos en mí era igual de insignificante.

Aunque quizá no. Claro que no. Bastaba con ver a mi pequeña Lucinda y su tratamiento de bromuro y a mi abuelo Georgie Tanner, envenenado en el manicomio. Tres generaciones después, la misma enfermedad. El libro en blanco de la vida que nos ofrece san Bartolomé al nacer es una mera fantasía. Nuestra herencia es nuestro destino... ¿Quiénes somos nosotros para decidir qué legados de nuestra madre predominarán sobre los legados de nuestro padre en el momento de la concepción?

Estos pensamientos me corroían mientras caminaba hacia Ivy Street, pero al cruzar Waterloo Road distinguí el carruaje de sir Jocelyn, que pasó a mi lado y se alejó hacia el norte, y me detuve un instante para verlo desaparecer en la distancia. Cuando comencé a andar de nuevo, las estrechas calles de Londres habían dejado de ser una prisión, había algo en mi andar, en cómo se mecía la cesta a mi lado, en mi sonrisa, sorprendentemente ligera y libre, como si aquello que me mantenía apresada se hubiese ido con el carruaje, llevándose consigo un pasado que ya no me servía.

Pero el carruaje se detuvo delante de mí, y yo no tenía motivos para esquivarlo, porque ya no corría ningún riesgo. La cabeza de sir Jocelyn asomó de una de las ventanas.

—¿Dora? —dijo mientras me acercaba.

—¿Sí, sir Jocelyn?

Me sonrió abiertamente, aunque con un aire triste, tocó el ala de su sombrero para despedirse y dijo en voz baja, como para que sólo yo pudiese oírlo por encima del ruido del tránsito y los trenes:

—Quizá su culo podría haber sido un libro perfecto, pero su espíritu nunca debería ser doblegado.

EPÍLOGO

Cuando los editores de mi madre me pidieron que escribiera un prefacio para la publicación de la primera edición, no me sentí capaz de hacerlo. El pasado es historia, y no puedo escribir una introducción. Tan sólo puedo escribir unas palabras finales, y acepté hacerlo porque creo que el texto está, en cierta manera, incompleto.

Tres meses después de su conversación con sir Jocelyn, cuando mi madre casi había olvidado el favor que le había pedido, Jack fue liberado, para su sorpresa, con su sentencia de diez años a medio cumplir. Él se hizo cargo de Encuadernaciones Damage: consiguió nuevos clientes y, a diferencia de mi madre, demostró ser capaz de abrirse camino entre los estafadores e indeseables de la industria. Quizá no fuese el camino más recto, pero sí el más sólido dentro de la ley, como ella jamás había estado.

Quizá sorprenda al lector saber que Jack y Pansy se casaron, pero para nosotros y para ellos era algo perfectamente lógico. El cariño que se tienen es más grande que el de la mayoría de los matrimonios, y la esterilidad de Pansy no es un problema para alguien con las inclinaciones de Jack. Se otorgan el uno al otro amor, apoyo y consuelo, al igual que lo hacen mi madre y Sylvia entre ellas. Ninguna de las dos logró recuperarse del todo de los hombres que amaron pero nunca pudieron poseer en el pasado, por lo que dedicaron su futuro a ellas mismas y a los niños. Mi madre nunca estuvo de acuerdo con el señor Acton cuando afirmaba que las mujeres no tienen necesidades sexuales, y declaraba (cada vez en un tono más elevado, a medida que la edad era mayor que el decoro) que ella prefería no estar con nadie antes que con un mal amante, habiendo llegado a esta conclusión tras su experiencia con su difunto esposo, su amante guerrero y miles de libros pornográficos.

Sir Jocelyn Knightley murió en África, en algún momento entre el 8 y el 14 de abril de 1867. Las noticias, así como les obituarios que aparecieron en los periódicos
The Times
y
The Daily Telegraph,
eran escasas, y todavía hoy circulan rumores sobre su muerte. Hasta ahora se ha dicho que se despeñó en las cataratas Victoria, que murió envenenado por un jefe local, que sufrió una o más enfermedades tropicales (malaria, fiebre amarilla, enfermedad del sueño, esquistosomiasis...), que fue apuñalado por una libertina en alguna ciudad, que fue intencionado, que fue un accidente, que fue un asesinato y que se suicidó. Nunca sabremos la verdad, pero sin duda es un final perfectamente oscuro y del cual sir Jocelyn estaría orgulloso. Llevaba África en las venas, y al final le había atrapado.

Sir Jocelyn legó a Nathaniel toda su fortuna o, mejor dicho, la de Sylvia. La propiedad de Berkeley se vendió, y a Christie se le confió la venta de la mayoría de muebles y el equipo científico. Sylvia eligió, sin embargo, donar su colección de libros a la British Library, los cuales probablemente se quedaron demasiado desconcertados por su contenido como para negarse. Ella nunca encontró partes del cuerpo de ninguna mujer en jarras de cristal, y mi madre tampoco recibió un escroto seco por correo desde África, para su gran alivio.

Poco después de la muerte de sir Jocelyn, dejamos a Pansy y Jack en Lambeth y nos mudamos a Gravesend con Sylvia y Nathaniel. Era una casa pequeña pero elegante de estilo georgiano, con un gran jardín. Pronto la gente de los alrededores comenzó a rumorear sobre nosotros, pero después de haber vivido entre los comentarios maliciosos de Ivy Street durante años, esto era, como mucho, divertido. Por supuesto, que viniéramos de Londres era, para los vecinos, sospechoso, como si el safismo y el tribadismo fuesen algo exclusivo del barrio de Lambeth. Los comentarios no nos molestaban. Nathaniel y yo estudiamos en la escuela local, donde Sylvia y mi madre colaboraban un par de días a la semana. Mi madre terminó con los resquemores de nuestros vecinos cuando se ofreció para encuadernar los viejos libros de texto de la escuela de algunos muchachos de nuestra calle. También le gustaba hacer encuadernaciones cuando alguien se lo pedía, lo que era una manera constructiva de conocer gente, pero no volvió a ejercer el oficio.

La primera vez que alguien le llevó una vieja Biblia para encuadernarla, se dio cuenta de que el Cantar de los Cantares todavía revivía recuerdos en ella, buenos y malos. Una vez, mientras esperaba en la carnicería, el párroco del pueblo le dijo que consideraba aquel texto el máximo exponente de la obscenidad. Mi madre, con una dulce sonrisa, solicitó al carnicero un cuarto de kilo de riñones, y no preguntó al párroco si alguna vez se había cruzado con el arcediano Favourbrook o el reverendo Harold Oswald durante su formación religiosa en Londres.

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