La encuadernadora de libros prohibidos (23 page)

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Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
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A lo largo de la mañana pasé varias veces por el taller para coser algunos pliegos, pero enseguida regresaba a casa para remover el guiso, echar un vistazo a las botellas de gotas negras que fermentaban junto al fuego y sacudir y dar la vuelta a los colchones. A las once, Lucinda y yo fuimos al mercado, pero apenas distinguíamos los puestos a través de la niebla densa y amarilla, por lo que regresamos trayendo sólo leche, huevos, pan, mantequilla, jamón, manzanas y queso, y con un humor tan oscuro como el día.

Mientras avanzábamos lentamente por Ivy Street a través de la lúgubre neblina, distinguimos junto al taller la figura del vendedor ambulante de vinos y sus grandes toneles tirados por una mula.

—¿Se le ofrece algo, señora? —me preguntó al acercarnos.

Jack se unió a nosotras.

—¿Quieres algo, Jack? —le pregunté.

Peter nunca había autorizado el alcohol en el taller, él tampoco consumía, dado su temperamento moderado, pero yo no podía evitar preocuparme, visto el líquido que se acumulaba en sus tejidos. Sabía que era costumbre en los otros talleres tomar una copa a diario. Los hombres necesitan una gratificación de vez en cuando.

—Usted decide, señora Damage.

—¿Qué tiene? —pregunté, intentando distinguir los toneles a través de la bruma.

—Vino inglés, cerveza negra, de malta y rubia.

—Póngame una jarra de vino y una de malta, por favor.

—¿De forma habitual o solamente hoy?

—Habitual. No nos vendrá mal un poco de líquido para acompañar el trabajo nocturno.

—Ningún problema, señora...

—Señora Damage.

—Perfecto, señora Damage.

Pasó un tren, y mientras el hombre llenaba las jarras preguntó:

—¿Es el tren de los fiambres?

—Sí, señor —respondí, y no pude contener la risa.

A decir verdad, y nunca lo confesaría ante Peter, yo andaba necesitando un proveedor a quien comprar mi cerveza. La bomba de agua de Broad Street, de la cual mi madre contrajo el cólera, también alimentaba de agua a Golden Square, Berwick Street y St. Ann, y por eso mi madre se enfermó en la escuela Ragged, donde había comenzado a dar clases. Desde nuestra casa nunca hubiésemos ido a por agua a Broad Street. A mí me había sorprendido mucho que ninguno de los setenta hombres que trabajaban en la fábrica de cerveza de Broad Street se hubiese contagiado; cuando les preguntaron, la mayoría de ellos confesó que nunca bebía agua, sólo cerveza. Si recordamos que aquella vez hubo más de seiscientos muertos, es un buen argumento para no beber agua nunca más. Cuando abrieron la bomba para ver qué había sucedido, descubrieron que un pozo negro goteaba con la reserva. Desde entonces, siempre tuve la ligera sospecha de que el agua no era buena para la salud, aunque jamás se lo dijera a Peter.

Lucinda y yo entramos con nuestras compras. Puse las manzanas en un cuenco, los huevos, el queso y el jamón en la losa de mármol y vertí la leche en una cacerola que puse sobre la estufa para que no se agriara. Cuando oí que el carro del vendedor se ponía en marcha, corrí hasta el taller para dar instrucciones a Jack sobre las formas de diamante color marrón que quería que incrustara en un cuero de Marruecos negro.

En ese momento alguien llamó a la puerta, y al abrir me encontré frente a un caballero pequeño y nervioso. La niebla era tan densa que no podía ver si había un carruaje detrás, y por entre el oscuro muro de niebla que se cernía amenazador bajo el dintel apareció una sombra alta, que resultó ser otro hombre. El más pequeño carraspeó, pero siguió sin presentarse. En cambio, sí anunció a su acompañante, con una cierta afectación e hinchado de orgullo.

—Le presento al señor Ding —dijo en un tono agudo, similar al zumbido de las alas de un insecto. El señor Ding no dio un paso adelante, sino que esperó a que el otro hombrecillo continuase—. Quién es, no es necesario recordarlo, un gran hombre y un hermano para todos nosotros.

—Ehhh, mi nombre es Din. Din Nelson —intervino el hombre más alto.

Su voz era profunda y ronca y su acento cortaba la niebla como el tañido de una extraña campana.

—Ding —dijo el hombrecillo delante.

—Din. Como en «aserrín». Con
n
al final.

—Dinnnn.

La niebla que envolvía al señor Din parecía disolverse a medida que sus palabras pasaban junto a mí y me picaban la piel. No porque hubiese olvidado completamente que vendría (cosa que por cierto había hecho, a causa de la sobrecarga de trabajo), sino porque, por más extraño que parezca, no se me había ocurrido que el ex esclavo que viviría en Encuadernaciones Damage por obra y gracia de la Sociedad de Damas para la Asistencia a los Fugitivos de la Esclavitud de lady Knightley, pudiese ser negro.

Por supuesto, el costado racional de mi mente sabía que era un esclavo, que los esclavos eran africanos, que los africanos eran negros y que los negros eran como él, pero cuando acepté que viniese a trabajar en el taller, mi cerebro no había dado el paso necesario para imaginar un rostro negro detrás del telar de costura. Por fortuna, la sorpresa no me paralizó, y pude sonreír educadamente y extender mi mano en su dirección. El hombrecillo sonrió con aprobación, y el moreno cogió mi mano y se inclinó ante mí, como si yo fuese una dama.

Al entrar en el taller frunció la nariz, igual que hacía todo el mundo.

—Es el olor del cuero y la cola. Siempre huele igual cuando hay mucho trabajo. Los libros sólo huelen bien cuando están terminados.

Como no me miraba, comencé a balbucear, ya que no sabía si me comprendía cuando hablaba. Pero entonces vi a Jack fruncir la nariz, y yo también sentí el olor y me sentí avergonzada, ya que sólo podía tratarse del olor de nuestro nuevo huésped.

—¿Dejó algo en el fuego, señora Damage? —preguntó Jack en el mismo instante en que Lucinda apareció tras la cortina.

—¡Mamá, mamá, la leche!

—¡Santo Dios! ¡La leche!

Corrí haciéndome camino entre el extraño y el banco, atravesé la cortina de humo y quité la cacerola del fuego, donde la leche se había chamuscado y la superficie caliente parecía corroída, como si el metal se hubiese oxidado debajo.

—Otra cacerola para el chatarrero —suspiré.

—No te preocupes, mamá. Yo lo limpio —dijo Lucinda.

—No, no te preocupes, pequeña —contesté, dándole un beso en la nariz—. Me temo que ya no sirve.

La verdad es que quería ponerme a llorar. Estaba cansada, era incapaz de concentrarme en más de una cosa a la vez, y no sabía cómo deshacerme de aquel extraño. Me sentía rígida como una cuerda, tendida entre el mundo doméstico y el comercial, a punto de partirme por la mitad a causa del exceso de vibraciones. Pero acaricié el brazalete de cabellos de mi madre y logré contenerme: no había llorado desde su muerte, y no iba a recomenzar ahora.

De vuelta en el taller, el hombrecillo revoloteaba entre sobres con dinero y papeles contractuales, que conté y firmé; pero pronto desapareció y todo quedó en silencio de nuevo. Cerré la puerta tras aquel señor sin saber qué hacer con mi nuevo huésped. Me era difícil sostenerle la mirada, aunque sabía que debía hacerlo para dejar claro mi lugar. Pero cuando intenté mirarle, él no parecía corresponderme. Uno de sus ojos miraba hacia mi oreja izquierda, y el otro se le cerraba.

Ni siquiera sabía dónde ubicarle. Sólo podía pensar en la leche de la estufa, en la cola que necesitaba preparar, y en la suciedad de las lámparas de aceite que nos impedía trabajar en buenas condiciones.

—Ven aquí, colega, vamos a echarte un vistazo —dijo Jack, cogiendo a Din por el brazo y guiándolo hasta el banco. El hombre cojeaba al caminar—. Dime, ¿qué sabes hacer? ¿Qué haces bien con las manos?

Din se encogió de hombros, y por un momento pareció que se le enderezaban los ojos:

—Trabajaba made'a.

—¿Qué hacías?

—Vagones. Muebles. Cercas. Pue'tas. Casas.

—¿Eras bueno?

Volvió a encogerse de hombros.

—¿Qué más?

—Caí de un á'bol. Recogiendo fruta.

Intenté cruzar la mirada de Jack para hacerle un guiño como diciendo: «¿En qué nos hemos metido?», pero Jack no me miraba. Escuchaba al extraño y asentía, y luego le enseñó el taller. Le dio un martillo, le mostró los tableros y abrió la prensa. El hombre no era torpe. Miró en dirección de la casa, detrás del banco. Sabía escuchar, pero yo no lo quería aquí. Quería que se fuera de Encuadernaciones Damage y no volviese nunca más.

Sin embargo, no era honesta conmigo misma, ya que eso no tenía nada que ver con Din. Quería encontrarle algún defecto, pero sólo descubría que los míos eran demasiados. La presencia del extraño me obligaba a reconocer la naturaleza transgresora de mi negocio. No podía anunciar a aquel pobre hombre que a partir de ahora encuadernaría libros indecentes para personas ricas, ni podía dejar que lo descubriera por sí mismo. Que viniese de parte de lady Knightley era irrelevante, sobre todo porque no estaba autorizada a mencionarlo a sir Jocelyn en defensa propia. Santo Dios, con los secretos que guardaban entre marido y mujer, estaba atada a ambos.

Y por detrás de todos estos pensamientos acechaba lo que había oído acerca del africano. Según suponía, sería servil, holgazán, desleal y carente de disciplina, y pronto se convertiría en un problema para el taller. Lo único que me consolaba era el sobre que apretaba contra el pecho con el dinero de la sociedad de lady Knightley, y que guardé bajo mi delantal antes de ayudar a Jack con las indicaciones para el extraño.

Comenzamos con el cosido, pero los gruesos dedos de Din y su mano ligeramente mutilada no respondían con naturalidad a mis demostraciones. Me sentía algo irritada y ansiosa por el tiempo que estaba perdiendo al enseñarle. Necesitábamos otro telar de cosido para continuar con el trabajo mientras él miraba y practicaba. Me mordí el labio, reflexionando, hasta que salí corriendo al salón en busca de una silla.

—¿Adónde te llevas la silla? —gruñó Peter.

Mis prisas fueron la excusa para no responderle, ya que no tenía manera de explicarle la nueva incorporación a quien todavía era el propietario de Encuadernaciones Damage. No era de mi competencia hacer cambios en el personal sin su autorización, e ignoraba cómo afectarían el color de la piel y los orígenes del recién llegado a los prejuicios de Peter. Por no hablar de la reacción de los vecinos. Me encontraría en una situación comprometida, frente a él, y también frente a la señora Eeles.

—¿Un poco más de medicina, mi amor? —pregunté descorchando la botella antes de salir disparada con la silla.

De vuelta en el taller, Din me observó mientras yo ataba cuatro trozos de cuerda bien tensada entre la madera superior y la inferior de la silla, separadas por la misma distancia que Jack había dejado entre los cortes del lomo. Cogí un tablero plano de la prensa y lo coloqué sobre el asiento contra las cuerdas. Puse la primera sección del libro encima y acomodé las cuatro cuerdas en las ranuras. Mostré a Din, en su telar y con la que sería su aguja, cómo abrir las páginas y pasar la aguja desde atrás hacia el centro, entre las páginas, y cómo recuperar la aguja por detrás en la ranura siguiente, pasarla tras la cuerda y volver a comenzar. Luego, Din colocó una nueva sección del libro encima, volvió a pasar la aguja justo encima de donde había emergido de la primera sección y repitió el proceso. Cuando terminó, le enseñé a atar juntos los dos cabos sueltos, a comenzar la tercera sección con un hilo nuevo, y a hacer el nudo para unir la segunda y la tercera sección antes de colocar encima la cuarta. Siempre le daba para coser las partes de texto de los libros, y reservaba las ilustraciones picaras para mí.

Sus manos manejaban bien la aguja, rápidamente aprendió a pasarla sin raspar el papel y a tensar los hilos lo justo para pasar las páginas fácilmente. A medida que mejoraba yo me iba relajando, y poco a poco mi ansiedad respecto de las posibles reacciones de sir Jocelyn, el señor Diprose, Peter y la señora Eeles se vio remplazada por una curiosidad irresistible. Mientras observaba el movimiento de sus dedos, el dorso de sus manos y sus muñecas trabajando en lo que yo había hecho durante años, me preguntaba qué se sentiría al tener una piel como aquélla, al ver aquel color al estirar las manos. ¿Sería muy diferente de lo que sentía yo ?

Mientras mi cabeza divagaba en estos pensamientos, él no decía nada, lo que era muy cortés por su parte. Pronto pude continuar con mi propio cosido, y al final del día ambos trabajábamos a la par, y habíamos cosido veintitrés manuscritos.

¡Si todo el trabajo fuera coser veintitrés manuscritos! En la caseta de dorado me esperaban seis libros desde antes de que Din llegase, y para cuando nos despedimos de él a las siete de la tarde, se les habían añadido otros cuatro. Me estaba retrasando, y me retrasaría aún más si no aprendía a adoptar una actitud normal en presencia de este oscuro extranjero. Pero me inquietaba que un desconocido adivinara la verdadera naturaleza de mi comercio.

«Nunca se dará cuenta», intenté engañarme. Sin duda no sabría leer, y además, la cantidad de ilustraciones, litografías y fotografías en los manuscritos era escasa, y mis grabados para las portadas nunca eran obscenos o explícitos, simplemente sugerentes. Pero ni siquiera así cedían mis temores. Supe que muchos días debería deshacerme temprano de Din, para que Jack y yo pudiésemos trabajar sin molestias por la noche.

A la mañana siguiente, cuando abrí la puerta del taller para que entrase Jack, escuché a un grupo de niños que reían y chillaban en la calle. El sol intentaba brillar a través del cielo cubierto, y el aire llegaba como un recuerdo tardío del verano. Seguí el ruido con los ojos para ver qué sucedía.

Al principio distinguí a los niños alejados del círculo, ya que eran varios los que no querían participar en el juego, fuera cual fuese. Hasta que, en medio del grupo más poblado, distinguí la alta figura de Din. Parecía estar contándoles alguna broma, o cantando una canción graciosa. De pronto, sacó algo de detrás de la oreja de uno de los muchachos más mayores, lo que provocó una exclamación general. También había algunas madres que observaban desconfiadas. Agatha Marrow se acercó y se llevó a sus dos hijas a casa, y a otro muchacho se lo llevaron de la oreja.

Todos estábamos acostumbrados a la presencia de personas de color, pero raras veces se veía a alguno en nuestra calle. Aquello se debía sin duda a la influencia de la señora Eeles: Peter había estado de acuerdo con ella cuando insistió en que su territorio debía mantenerse «inglés», lo que según ella era signo de elegancia. Observé a Din mientras se acercaba, y supe que toda la calle estaba pendiente de mí. No pude evitar sonreírle cuando me saludó con el sombrero y se deslizó a mi lado hacia el interior del taller.

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