Read La encuadernadora de libros prohibidos Online
Authors: Belinda Starling
Tags: #Histórico, Intriga
—Vaya... Gracias, sir Jocelyn.
—Eres un idiota, Charles —le respondió.
—Pero, sir Jocelyn, usted me dijo que me ocupase de ella —protestó Diprose—. Siempre se ha referido a ella como «su puta». Pensé que antes de lanzarla al río querría amortizar su inversión. La policía sólo verá que uno de los tantos cadáveres de prostitutas que suelen encontrar ha sido despellejado.
Qu'est-ce que cela peut bien faire?
—Lo que dije fue que pensaba que su trabajo para nosotros tocaba a su fin, y que debíamos encontrar una forma razonable de deshacernos de ella. Razonable, no salvaje.
—Pero deshacerse...
—¡Eso no quiere decir matarla! Renunciar a ella. Despedirla... ¡Pero no borrarla de la faz de la tierra! Y dije razonable...
—¿Entonces qué hacemos? —preguntó Diprose.
Mi mirada saltaba de uno a otro sin cesar. Mi futuro dependía de su decisión. Sir Jocelyn se volvió hacia mí y me observó de arriba abajo.
—Siempre pensé que era demasiado delgada, Dora —me dijo al fin—. ¿No podías haber encontrado a una mujer con un culo engordado entre los cojines del harén del dey, Charles? Algo para un buen libro... El culo de la señora Damage sólo serviría para las tapas de un pequeño diario, o una libretita de notas.
La horrible boca del señor Diprose se deformó en una sonrisa, luego se rió, y al final los dos hombres se divertían abiertamente con mi muerte. Supe que Knightley no sería mi aliado.
—No importa —cortó sir Jocelyn—. ¡Será nuestro más valioso libro de bolsillo!
—Y en cuanto a su niña, no hay nada más placentero que trabajar en una primera edición —añadió Diprose, riendo con tal fuerza que apenas podía pronunciar las palabras.
Antes de que ambos comprendiesen lo que hacía, corrí hacia la pared y cogí una lanza tribal con plumas de color naranja y amarillo. Agarrándole con fuerza, avancé decidida hacia la espalda del señor Diprose. Al clavársela con toda mi energía, me encontré con una resistencia, y vi cómo volvía su rostro enrojecido hacia mí. Tenía las cejas alzadas, y su boca húmeda me sonreía por encima del hombro. Volví a intentarlo, esta vez en su flanco. Nada, seguía riendo, observándome maravillado. Quizá la lanza no estaba afilada. Lo intenté una y otra vez, desde todos los ángulos, y en cada intento mi miedo aumentaba. Finalmente, cogió el mango y lo levantó para evitar que siguiese atacándole.
—Nunca antes había pensado en lo afortunado que era por llevar una faja —dijo con desdén—. «Las ventajas de la escoliosis en la protección de la vida.» Aquí tiene el título para un nuevo estudio, sir Jo...
Antes de que pudiera terminar la frase, le arrebataron la lanza de las manos y lo aplastaron contra la pared, sin que ninguno de nosotros comprendiera lo que sucedía. Pero todo estaba claro, porque el hombre que sostenía la lanza contra su pecho, a pocos centímetros de su rostro y amenazando con quitarle la vida era Din. Din sostenía la lanza, la misma lanza que había blandido frente al pecho de Sylvia.
No me detuve a preguntarme cómo había llegado hasta aquí; corrí una vez más hacia la pared, cogí un arma de mango corto y punta alargada, y, sin verificar el filo, me lancé contra Diprose, aunque esta vez apunté bajo la cintura. Él me vio llegar, pero no podía hacer nada, retenido por la lanza. La punta aterrizó directamente y sin resistencia en su entrepierna. Este cuchillo sí era afilado, y la tela y la carne cedieron fácilmente. Diprose gritó y chilló. La sangre chorreaba por la lanza y las piernas de Diprose hasta la cabeza de la alfombra de piel de tigre que había bajo nuestros pies. Yo ya sabía de lo que era capaz, y qué debía hacer. Observé el rostro tembloroso y pálido de Diprose, y elegí el nuevo punto de impacto: tenía que encontrar su cuello, oculto entre las mejillas temblorosas y la barba.
Pero cada asesinato tiene un momento oportuno, y cuando ese momento pasa, ya no es posible hacerlo. Mientras Diprose estuviese contra la pared inmovilizado por un hombre más fuerte que él y chillando como un cerdo, podía creerme a salvo. No obstante, cada segundo que pasaba el momento se escapaba más y más. Aunque todavía sostenía el cuchillo ensangrentado en las manos, ya no sabía qué hacer con él.
—¡Mátalo! —gritó Din—. ¿Qué estás espe'ando?
Sir Jocelyn me observaba con el desconcierto de alguien que, tras ver muchos espectáculos, finalmente encuentra uno que vale la pena.
—Si lo hace pagará por ello, señora Damage, pero... ¿qué pasará si no lo hace? —dijo alzando una ceja.
Me pregunté por qué tenía que matar a Diprose, y no a este hombre cuya aura roja brillaba como la del diablo. ¿Acaso no éramos, tanto Diprose como yo, sus víctimas? Sabía la respuesta incluso antes de terminar la pregunta: una prostituta debe guardar sus instintos asesinos para su chulo y no para sus clientes, por más repugnantes que sean. Además, no podía evitar pensar que la mirada de sir Jocelyn, si bien no destilaba ni una pizca de respeto, sí irradiaba cierta admiración. No, dejaría vivir a Lucifer, porque su Fausto era más despreciable: él había elegido esta
entente
diabólica; el diablo, en cambio, no tiene la posibilidad de escoger.
Yo sí podía elegir. Ya no se trataba de la lucha de una madre por el bienestar de su hija: Lucinda sufriría de cualquier forma, ya fuera porque su madre había sido asesinada y desollada, ya fuera porque había sido condenada y ahorcada por asesinato. Mi opción era simple: el bien contra el mal, la virtud contra la venganza.
Pronto tomé una decisión, pero en aquel momento sir Jocelyn se dirigió hacia mí:
—Permítase un poco de tranquilidad, querida. Hágale probar, o más bien oler, su propia medicina. —Hurgó en el bolsillo de Diprose y añadió—: Cloroformo, señora Damage.
Diprose comenzó a debatirse una vez más mientras sir Jocelyn intentaba coger la botella. Escupió en el rostro de Din y lanzó patadas al aire, como hice yo cuando él estaba sobre mí. Golpeó a Knightley en la espinilla, éste se dobló con una mueca y casi dejó caer la botella. La lanza sostenía los hombros de Diprose, pero con una mano pudo coger a sir Jocelyn de los cabellos y tiró con fuerza.
—¡Charles! —chilló sir Jocelyn.
Parecía que Diprose le había arrancado un mechón de cabellos.
Grité. Supuse que sir Jocelyn estaría sufriendo. Tenía un aspecto extraño, con una sombra oscura sobre el cráneo. Intenté coger la botella de cloroformo, para que no la dejara caer. Cloroformo, por supuesto. Seguramente Diprose lo había utilizado conmigo para tatuarme. Cloroformo. Lo dejaría inconsciente, y podría retrasar el fatídico momento.
Mientras destapaba la botella, preguntándome cómo administrárselo, vi que sir Jocelyn se erguía de nuevo, y sus cabellos estaban perfectamente normales. El extraño vacío había desaparecido de su cabeza. Necesitaba un paño. Busqué a mi alrededor pero no encontré uno, por lo que recogí mi falda, vertí un poco de líquido en la tela y la presioné con fuerza sobre el rostro de Diprose, apoyando todo el peso de mi cuerpo contra él. Quizá dejé mi tatuaje a la vista, pero la dignidad era lo último en que pensaba.
—¿Cuánto tiempo debo sostenerlo? —grité a Knightley.
Sir Jocelyn se encogió de hombros y se alejó de mí. Diprose se agitaba presa del pánico bajo mi falda, pero no podía evitar respirar, por lo que pronto sus músculos se relajaron y terminó por perder el conocimiento. Din tuvo que apretarlo con más fuerza contra la pared para mantenerlo de pie.
—Ya puedes soltarle —dije.
—¡Está fingiendo, Dora! —gritó Din.
Quité la falda del rostro de Diprose. Tenía la piel fruncida alrededor de la nariz y la boca, y los ojos vidriosos. Le abrí los párpados y toqué el globo ocular.
—No. Está fuera de combate.
Din apartó la lanza y el cuerpo de Diprose se desplomó, rodando sobre el tigre. En ese momento comprendí que había tomado la decisión equivocada. Jamás podría matar a un hombre inconsciente, a sangre fría. Maldito sir Jocelyn. Seguramente su plan había sido éste desde el principio.
¿Qué me haría sir Jocelyn ahora? ¿Me dejaría escapar, para que Diprose me encontrase después y me matase, enfurecido? ¿O se ocuparía de ello personalmente? Y mientras pensaba en el demonio, éste surgió de entre las sombras y se arrodilló junto a Diprose. Le tomó el pulso.
—Efectivamente, está fuera de combate. Muerto. Felicidades, finalmente le ha matado.
Din intentó retenerme, pero nada conseguiría pararme ahora. Esperé que sir Jocelyn agregase algo, pero no fue así. Sin duda me entregaría a la policía, y me colgarían por asesinato. Lo inevitable del asunto me comprimía el pecho. No importaba lo que yo dijese, ¿quién creería en la palabra de una mujer y un negro contra la de un caballero del Imperio? Había matado a un hombre.
—¿Por qué no vais a mi habitación a limpiaros? —dijo con una tranquilidad que me heló la sangre.
Nos abrió la puerta él mismo y nos guió por el pasillo hasta una habitación de paredes azul pálido. Dentro había una bañera, un lavabo y un váter con cisterna. Din y yo permanecíamos inmóviles en el centro.
—Tened. —Nos dio un pequeño paño y una toalla blanca—. Venga, rápido —insistió.
Seguíamos sin movernos. Observamos a sir Jocelyn abrir los grifos, y el vapor del agua comenzó a inundar la habitación.
—¡Tiene agua caliente! —exclamé.
—Y usted tiene sangre en las manos.
Nos pusimos en acción y nos frotamos la cara y las manos, después limpiamos las manchas de la ropa.
—Mi velo y mi chal... —dije como perdida a sir Jocelyn.
—No tengo idea. Evidentemente, Charles no pensaba dejarla salir de la casa. —Luego se dirigió a Din—: Le sugiero que saque de aquí a la dama por el mismo lugar por donde entró, para no llamar la atención.
Din asintió y me llevó en silencio por las escaleras, pero en lugar de girar a la izquierda hacia la puerta principal, fuimos a la derecha, hacia la zona de la servidumbre, donde el suelo era más rústico. Nos escondimos en un armario cuando pasó una sirvienta con una vela, y luego seguimos hasta la cocina vacía, abrimos una puerta y bajamos al sótano. Justo cuando nos disponíamos a subir las escaleras de hierro que llevaban a una alcantarilla, Din me empujó al depósito de carbón. En la oscuridad, pude distinguir a una mujer en lo alto de las escaleras con el rostro pegado a la alcantarilla, intercambiando besos con un hombre que se encontraba del otro lado, ambos aparentemente indiferentes a las barras de hierro que les separaban.
Din y yo permanecimos inmóviles sobre la precaria pila de carbón. Tuvimos que esperar casi un cuarto de hora a que los enamorados terminasen sus asuntos, abrazados, mientras nuestros corazones latían al unísono. Teníamos las bocas secas, pero eso no tenía importancia. Din era mi salvador y mi consuelo, y le amaba. Pero era incapaz de decírselo, por temor a que pareciese poca cosa.
Finalmente la mujer bajó, limpiándose la boca con el dorso de la mano y riendo para sí. La observamos entrar en la cocina y subimos las escaleras. Din juntó las manos para que apoyase el pie en ellas y me levantó hasta la calle, luego trepó él. Salimos en medio de las callejuelas, sucios y ennegrecidos por el carbón, como dos negros. Me llevó por Hill Street, corrimos por los callejones de Hays, doblamos en Charles Street y salimos por un costado de Berkeley Square directamente a Picadilly.
—Tenemos que encontrar a Lucinda —dije a Din, tirando de su brazo.
—¿Dónde está?
—No lo sé —respondí.
Le conté a Din lo que había sucedido, todo lo que recordaba, casi sin aliento, sin dejar de correr por las calles, ajenos a los fantasmas y las amenazas de la noche londinense.
—¿El hombre que viste era japonés? ¿Y su esposa? —preguntó.
—No lo sé. Parecían asiáticos.
—Sólo conozco a un tatuador japonés, en Limehouse. Es el mejor. Todos los antiguos esclavos acuden a él para que les modifique las marcas de esclavitud. Así fue como conocí a la gente de Whitechapel. Yo dormía cerca de su local, y siempre veía a esos negros que iban y venían. Transformaba sus marcas en dragones, flores, o dibujos abstractos.
—En la puerta había un dragón y un pez.
—Es él. Sin duda. ¿Cuándo viste a Lucinda por última vez?
—La oí antes de desmayarme por el cloroformo.
—Tiene sentido, es el único verdadero profesional de Londres. Diprose no te habría llevado a la trastienda de una taberna para que te tatuara un marinero, ¿no crees? Iré a verle en cuanto te deje en casa.
—¿Tú? ¡Yo voy contigo! ¡Es mi hija! Puedes necesitarme...
—No, Dora. Piénsalo. ¿Cómo llegaremos hasta allí? Ya es demasiado tarde para coger un autobús.
—Pagaré un taxi.
—Ni con un sobo'no conseguirás que alguien te lleve a Limehouse a esta hora de la noche.
Oímos un chillido a lo lejos y unos pasos que resonaban en las calles vacías.
—Pues caminaremos —insistí.
—Sólo conseguirás retrasarme. Yo iré corriendo. Puedo correr incluso descalzo. Tú estás demasiado cansada.
—No lo estoy.
Apuré el paso para demostrárselo, pero estaba casi sin aliento.
Atravesamos Trafalgar Square, donde acechaban hombres cenicientos vestidos de negro lejos de la luz de las lámparas de gas, como vampiros.
—Además, se me da muy bien encontrar cosas secretas en lugares ocultos. Sobre todo si las esconde sir Jocelyn —dijo extrayendo un libro de la cinturilla de sus pantalones.
Bajo la luz de las lámparas de gas, frente al Colegio de Medicina, vi que se trataba de aquel libro horrendo, el de la inscripción. La evidencia de sus habilidades no me amedrentó.
—Esto no cambia nada. Voy contigo —insistí cogiendo el libro de sus manos—. ¿Por qué lo has robado? —pregunté.
—Sylvia me lo contó todo. No me pareció justo que esos hombres se queda'an con él.
—¿Has hablado con Sylvia?
—Vino al albergue de la seño'a Catamole y me encontró allí. Estaba preocupada.
—¿Fue hasta...? ¡Vaya, finalmente ha resultado ser una mujer valiente! Se suponía que tú estabas en Bristol... A esta hora deberías haber zarpado.
—El barco se retrasó. Nos dijeron que nos quedáramos.
—¿Sylvia te mencionó... algo más?
—Me lo contó todo.
—¿Y sobre el niño?
A pesar de que yo ya vacilaba, Din mantuvo el paso.
—No te comprendo...
—Sir Jocelyn no está seguro de la paternidad de Nathaniel. ¿Tienes algo que decir al respecto?