Read La encuadernadora de libros prohibidos Online
Authors: Belinda Starling
Tags: #Histórico, Intriga
—¡Dora, perdóname! ¡Perdóname! ¡Soy una mujer muy, muy malvada! Mis palabras han sido injustas, y me arrepiento de haberlas dicho. Lo hice por miedo, y porque el amor me ha desilusionado profundamente.
—Eso lo dices ahora...
—Ya había adivinado tus sentimientos por Din hace tiempo —continuó sin escucharme—. Te deseo lo mejor. Sé que deberás dejarme, y me entristece. Me has demostrado una amabilidad poco común en momentos de desgracia, y además de ser la única amiga que tengo, eres la mejor amiga que jamás podré tener. ¿Me creerás si te digo que te quiero?
No tenía respuesta. Ya no sabía qué creer de todo lo que me había dicho.
—¿Y si te digo que quiero a Lucinda? ¡Mira mi amor por Nathaniel, ahora que he aceptado mi papel de madre! ¿Cómo podría no querer a Lucinda, que ama tanto a Nathaniel? ¿No te das cuenta?
—Sí —susurré.
—Y mejor que sepas que te deseo lo mejor. Porque te quiero, Dora, como quiero a Lucinda. ¿Comprendes que no pueda soportar que dos personas que me importan tanto se vayan a un país en plena guerra civil? ¿No te das cuenta de que Lucinda, Din y tú seréis separados por más enemigos de los que podáis imaginar? ¿No tienes ojos, u oídos, o sabiduría, o sentido común? ¿Tan ciega estás por el amor?
A pesar de las advertencias de Sylvia, fui hasta el albergue de la señora Catamole, en Borough Street, pero ella había salido, y su hija no sabía nada sobre las vidas de sus inquilinos. Dejé una nota para Din, no obstante, al final de la semana seguía sin saber de él, así que cogí el autobús en el Strand en dirección a Whitechapel. Deseaba que fuese más rápido entre el denso tráfico, y cuando finalmente bajé en Whitechapel me puse a correr por las calles, con el velo oscureciéndome la vista. Ahora era más difícil, ya que la vez anterior había ido siguiendo a Din, no buscando carteles y nombres de calles. Me decía sin parar que aún no era demasiado tarde. Sabía lo que costaba encontrar el barco adecuado, con un buen capitán, y si ya lo había conseguido, podían pasar varias semanas antes de que zarpase. No era demasiado tarde.
Y mientras corría, dando tumbos entre la gente que se volvía a mirarme con indignación, me preguntaba si le amaba de verdad o si veía a Din como mi billete de salida. Lo que sí sabía era que cada rostro negro que veía en la multitud hacía saltar mi corazón de ansiedad, y también sabía, a pesar de lo que Sylvia había afirmado y de lo que pudiera haberle obligado a hacer a Din, que en cuanto volviera a verle me enamoraría locamente otra vez, a pesar de que cada centímetro de mi ser ya estaba poseído por mi amor por él.
Al llegar a la esquina de enfrente de la taberna resbalé, sorprendida de haber dado con ella. La puerta al pie de las escaleras estaba abierta. ¿Quién habría abajo? ¿Qué iba a decirles? Al menos me reconocerían por el velo. Entré. Estaba oscuro, pero encontré el primer peldaño y bajé. Contuve la respiración; el sótano olía a humedad.
Iba por la mitad de las escaleras cuando supe que lo que hacía era ridículo, pero no estuve del todo segura hasta que mi pie se apoyó en el suelo de cemento. Podía distinguir unas sombras en la oscuridad: eran de barriles, cajas y paquetes. Volví a subir rápidamente y salí a la calle. Entonces entré por la otra puerta, la de la taberna, y levanté el velo sobre mi cabeza.
Aunque todos los presentes se hubiesen callado al verme no me habría importado. Era insensible a sus miradas, y en cuanto encontré mi objetivo, me dirigí hacia él sin dudar y al descubierto. El propietario estaba llenando la copa de un cliente, y su cabeza desaparecía de vez en cuando detrás de una multitud de espaldas grandes como toneles.
—¿Dónde está mi copa? —gritó alguien.
—Disculpe —pedía intentando avanzar, tocando espaldas y cinturas con las manos enguantadas.
Todos se retiraban como aguijoneados, unos sonriendo, otros mirándome incrédulos, hasta que por fin llegué al mostrador de madera de cerezo.
—¿Dónde está Din? —grité. Ya lo había visto antes, por supuesto, pero él no me conocía—. Din. Del sótano.
—¿Qué es lo que quiere saber?
—Él trabaja para mí.
—Pues ya no.
—¿Se ha ido?
—Sí. Todos, hasta el último.
—¿Adónde?
—¿Y por qué debería decírselo?
—Porque se lo estoy preguntando.
—¿Y yo qué gano con eso?
—¿Se han ido a Estados Unidos?
—Vaya, entonces usted lo sabe.
—Estuve aquí en una reunión, en noviembre.
Dejó de servir cervezas, apoyó la que estaba sirviendo en el mostrador y se secó la mano con un paño, sin escuchar las órdenes que le llegaban de todos lados.
—Se fueron a Bristol el miércoles.
—¿Tan rápido?
—Fue Din el que insistió. Dijo que no podían esperar ni un día más.
—¿Lo encontraré todavía en Bristol?
—Sólo si pierde el barco. De todas formas, iba con el tiempo muy justo. Zarpan mañana.
En ese momento se volvió, y mezcló varias bebidas en un cuenco. Lo dejó sobre el mostrador y gritó: «¡Ésta va por la casa!», y todas las espaldas se cerraron de nuevo a mi alrededor, y los enormes pies aplastaron los míos. Me encogí todo lo que pude y me deslicé entre la gente hasta que por fin salí al aire de la noche.
Mi mente aún intentaba aferrarse a la esperanza, recurriendo a la lógica: habían partido el miércoles. ¿Habrían encontrado a alguien que les llevase? ¿Tenían dinero para el tren? En cualquier caso, como muy pronto llegarían hoy al puerto de Bristol; sin embargo, mi viaje sería de tres días. Pensé en enviar un telegrama. Podía ir a la oficina de St. Martin's-le-Grand, abierta toda la noche, o incluso a West Strand si me animaba... Pero ¿dónde lo mandaría? ¿Y qué le diría?
«Te diría por qué te rechacé a causa del miedo, por qué no me acerqué a ti en busca de apoyo. Te diría por qué tenía sangre en las manos, ya que acababa de sostener en ellas la epidermis seca de una inocente. Te diría que no soy una asesina, sólo la involuntaria asistente del asesino. Te diría todo esto...»
Por supuesto, no podía hacerlo. ¿Qué conseguiría? ¿Acaso se habría quedado? No, se habría ido de todas formas a luchar por su país. ¿Me habría dejado ir con él? No, no si era sensato. Pero al menos podría haberle dado un beso de despedida, y quedarme de pie en el muelle, saludándolo con un pañuelo, rezando por su seguridad. ¿Y para qué? ¿Me habría servido de algo, a mí o a alguien? Din siempre sería una ausencia para mí.
En el camino de vuelta a casa, si bien el peligro amenazaba los oscuros rincones de las calles, yo no sentía temor. Mi único miedo era tener que vivir para siempre con la ira y la desesperanza que me consumían. Me sentía sola e insignificante, sacudida por el odio y el dolor. Irónicamente, lo que me protegía del peligro que me acechaba era el dolor, ya que las marcas de mi aflicción flotaban a mi alrededor mientras avanzaba por el puente de Waterloo, e incluso los más malvados las veían y me dejaban sola en mi miseria.
—¡Despierta, Dora, despierta! —Sylvia me sacudía con fuerza. Tenía los cabellos revueltos. Si podía verlos, es que era de día—. Un mensajero ha traído esto —decía mostrándome una carta—. Al principio no la encontré, porque estaba escondiéndome de ese horrible Charles Diprose.
—¿Diprose estuvo aquí? —pregunté sentándome en la cama—. ¿Por qué?
—No lo sé —dijo desinteresada—. No quería que me viese aquí, así que me quedé en el piso de arriba. Escucha, quería leerte esto. —Cogí mi chal, me apetecía una taza de té—. Comienza diciendo «Constance». Es mi segundo nombre. Jossie solía decir que representaba mejor sus sentimientos que Sylvia, demasiado pagano para él. —Intentaba concentrarme, pero era demasiado temprano—. «Quiero que sepas que me importan muy poco tus deseos, y aunque sé que te agradará saberlo, te concedo el divorcio. Para mí se trata de algo inmaterial, literalmente, y tu dote para nada insignificante nunca fue la razón de que al principio me enamorase perdidamente de ti. Por pura generosidad de mi corazón, y contra lo que me exige la justicia, te ofrezco una renta anual de trescientas libras. Dejo el asunto en manos de mis abogados, los doctores Krupp y Tadyer, quienes se pondrán en contacto contigo en mi nombre, dada mi inminente partida a África. Tus especulaciones son peligrosas y no te benefician, y ya no tienes necesidad de albergar fantasías vanas. Espero renuncies a ellas como renuncias a nuestro matrimonio. Tuyo, Jocelyn.»
—No menciona a su hijo —le dije, buscando mi vestido.
—Ni una palabra —respondió.
—Pero dudo que te hubiera dejado una renta si Nathaniel no existiera.
—¿Eso crees?
—Eso creo.
Sylvia suspiró.
—Siempre pensé que era un hombre del Renacimiento.
—¡Más bien un hombre de la Resurrección! Es de los que ponen velas al demonio. ¿He sido muy dura? Déjame ser más precisa: es, a partes iguales, un déspota, un idiota y un cobarde.
—Y un insolente —añadió Sylvia.
—Ven, bajemos. Necesito un té. —Me puse las botas y bajé las escaleras, seguida de Sylvia—. ¿Lucinda? —llamé al llegar al pie de las escaleras—. ¿Lucinda?
No estaba en el salón, ni en la cocina. La busqué en la calle, pero ya casi no salía a jugar y, además, todavía era muy temprano.
—¿Sylvia, has visto a Lucinda? —le pregunté.
—Ella fue quien le abrió la puerta a Charles. No debe de estar lejos; yo no podía recibirlo, Dora, visto que él sabe que sabemos...
No necesitaba mirar la puerta, sabía que estaba abierta por la corriente de aire frío que recorría la casa. Pero lo que yo sentía era un frío interno.
—¿Que sabemos qué, Sylvia? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta.
Esta mujer era más insensata de lo que pensaba.
—Era la respuesta perfecta —la oí protestar mientras me ponía el velo—. Era mi forma de acusarle de ser cruel, no conmigo, sino con la muchacha a la que salvó de la pira, que es una forma indirecta de ser cruel. El adulterio sería evidente ante cualquier juez, frente a una acusación como ésta, ¿no crees?
—¿Se lo dijiste? —La furia me atontaba— ¡No, no me respondas! ¿Iba en un carruaje? —pregunté cogiendo los guantes y el chal.
—Sí, eso creo. Dora, ¿he hecho algo malo?
«Tus especulaciones son peligrosas y no te benefician.»
Ya corría por Ivy Street hacia el río cuando conseguí pasarme el chal alrededor de los hombros. El viento frío me atizaba las mejillas, y pronto estuve abriéndome camino entre los vendedores, comerciantes y tenderos del mercado del sábado, hasta que pude correr nuevamente. Los carruajes avanzaban con velocidad, y tenía pocas esperanzas de encontrar el que buscaba. Sabía que debía cruzar el puente de Waterloo, pero luego no tenía idea de si dirigirme a Holywell Street o a Berkeley Square.
Afortunadamente, el tráfico estaba atascado en la entrada del puente, y pude espiar dentro de los carruajes a medida que avanzaba, sin dejar de mirar a mi alrededor esperando reconocerlo. Y por fin reconocí el viejo taxi de otras veces, y reconocí un rostro pálido pegado al vidrio de la ventanilla. El carro estaba al lado de la hilera de taxis que esperaban para cruzar el puente, fuera de la hilera. Parecía como si estuviera esperándome. La boca de Lucinda se abrió al verme, y le hice señales que ella respondió. Estaba cerca, ya casi llegaba junto a ella.
Fue el instinto lo que me llevó a saltar dentro del carruaje y abrazar a mi niña. Quizá lo más inteligente hubiera sido quedarme fuera y negociar su devolución. Pero antes de darme cuenta estaba dentro, sosteniéndola en mis brazos, sintiendo los suyos, que me aferraban, y su grito en mis oídos. Sin poder reaccionar, me encontré sentada junto al otro ocupante del carruaje, y descubrí que el coche se movía, aunque no hacia donde yo pensaba, sino hacia el este, a toda velocidad. Al final comprendí que éramos prisioneras del señor Diprose.
—¿Adónde nos lleva? —le pregunté.
Levantó la mano para indicarme que me callase.
—
Chaque chose en son temps.
—¡No, dígamelo ahora! Ha secuestrado a mi niña, así que debe decirme qué pretende. Lucinda, dime qué te ha dicho este hombre.
—Dijo que íbamos a tener una aventura —susurró sin dejar de abrazar mi cintura.
—Y es la verdad, Lucinda —le dijo el señor Diprose—. Ahora quédate tranquila, que tenemos un largo viaje por delante.
Se cruzó de brazos, apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos. Intenté abrir las puertas, pero estaban cerradas por fuera. Golpeé el techo del carruaje.
—¡Déjenos salir! —grité—. ¡Déjenos salir! ¡Detenga el coche y déjenos salir! —Nadie se inmutó—. ¡No queremos estar aquí! ¡Deténgase! —Sacudí al señor Diprose como intentando despertarle—. ¡Detenga el carruaje, sinvergüenza! ¿Adónde nos lleva?
Diprose se quitó mis manos de encima con desprecio y giró el rostro aún más ostensiblemente. Abrí las cortinas, pero no reconocía el paisaje ni el nombre de las calles. Sin duda, atravesábamos la zona más pobre de Londres, al sur del río, y supuse que todavía nos dirigíamos al este. No recordaba haber cruzado el río. Acaricié las manos de Lucinda y le conté pequeñas historias, incluso una vez conseguí hacerla reír. La ira me quemaba por dentro.
Al cabo de un momento, como si estuviésemos llegando a nuestro destino, Diprose despertó.
—¿ Quizás ahora pueda ser tan amable de explicarnos adónde vamos, señor Diprose? —intenté, pero él insistía en su silencio.
Pronto el taxi se detuvo, y bajamos a la calle. La escena que se presentaba ante nuestros ojos sobrepasaba todo lo que había visto hasta entonces, incluso junto al río, o en las curtidurías. No sabía dónde nos encontrábamos, pero estaba segura de que se trataba de un lugar donde no existían las lágrimas ni la piedad. Todos los edificios eran ruinosos; los ladrillos y maderas colgaban abandonados sobre las vigas, y tablones y trapos cubrían ventanas que jamás habían conocido un vidrio. El aire estaba cargado de olor a pescado frito, mezclado con un dulzor especiado y el hedor de basura podrida, y por las calles desiguales avanzaban pesadamente unos seres de rostros tan amarillos como las lámparas de gas.
El señor Diprose llamó a una puerta diferente del mundo gris que nos rodeaba: estaba pintada de color azul brillante, y en el centro tenía clavado un trozo de paño con un dibujo de un dragón rojo entrelazado con un pez naranja.
—Cállese —me dijo cuando se abrió la puerta.
Frente a nosotros apareció una pequeña mujer asiática, apenas más alta que Lucinda, que nos sonreía detrás de sus gafas. Juntó las palmas de las manos e hizo una reverencia, y luego nos guió a través de unas precarias escaleras hasta el piso de arriba.