La encuadernadora de libros prohibidos (50 page)

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Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
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—Está sucediendo, ahora. Ha estallado la guerra en mi país. Tengo que...

Entonces sus palabras resonaron fuerte en mis oídos, como si el agua hubiera partido, como si el cristal se hubiera roto, como si el sueño se hubiera terminado.

—Tengo que... —repitió.

—¡Irte! —le grité, como completando la frase en su lugar—. ¡Vete ya!

Su rostro se difuminó por un instante, y luego volvió a aclararse.

—¡Vete! —volví a gritar—. ¿Una guerra? ¡Ya tengo suficiente sangre en las manos!

Él seguía de pie, inmóvil. Me estaba cuestionando, y yo no aceptaba que me cuestionaran. Quise poder desaparecer, pero su presencia me hacía sentir aún más real. Necesitaba que se alejase de mí para poder desvanecerme junto a él.

—¡Por favor, déjame sola!

De humani corporis fabrica.
Fabricado con piel humana.

«¿Nos follaste a las dos por el precio de una?», quería gritarle.

Cerré la puerta contra su pie, contra su brazo y su rostro, y noté la resistencia de su cuerpo hasta que el pestillo encontró el agujero, cerré con llave y comprendí al fin que se había ido. Pero no se llevó consigo el odio que sentía por mí misma. Me dirigí hacia la botella de gotas negras que había en el aparador, y pronto ya no supe si Sylvia seguía allí, mirándome, o si se había ido con sus miserias.

22

Timbi-dimbi-pimbi-dano,

tengo un vestido nuevo para el verano.

Cuando el verano terminó,

mi vestido se gastó,

timbi-dimbi-pimbi-dano.

—¡Santo Dios, qué claro lo veo todo ahora! Dora, ¿sabes qué significa
sati?


¿Sati?
La inmolación de una viuda hindú en la pira funeraria de su esposo. Hace tiempo que se considera ilegal.

—Pero sigue practicándose en regiones rurales, en los lugares más alejados de la India. Me lo contó Jocelyn.

—¿Por qué atormentarte contándote algo así?

—¿Atormentarme? ¡Lo que intentaba era calmarme! Yo odiaba sus largas ausencias, y Jossie me aleccionaba con las prácticas bárbaras de los rincones más oscuros del mundo a las que él, y sólo él, debía poner remedio. Me decía que debía partir, en nombre de la civilización. Para detener a los africanos que blandían un cuchillo contra sus hijas pequeñas en nombre de la castidad, a los hindúes que prendían fuego a sus viudas en nombre de la fidelidad, a los... ¡Oh!

—¡No sigas!

—Es duro para mí. Y por eso debo explicártelo, Dora, porque oí a Jocelyn que le decía a alguien, no sé si Valentine, Charles, Hugh o a quién, que pensaba rescatar a una hermosa viuda
sati
de la pira funeraria de su esposo e inmortalizarla para siempre en el mayor trabajo científico y literario de la época. Yo asumí que con ello quería decir que la utilizaría para un estudio frenológico, que era una curiosidad científica para él. Pensé que habría algo en la forma de su cráneo y en su fisonomía que predisponía a su pueblo a la barbarie, y que Jocelyn tenía el deber de descubrirlo. ¡Es lo que yo había leído! ¡Nunca pensé que debía interpretarlo literalmente!

Me pregunté cuál sería el valor intrínseco del ser humano, puesto que podíamos ser reducidos a algo así después de muertos. ¿Qué podía llevar a alguien a actuar de aquella manera en nombre de la exaltación? ¿Se puede estar tan alejado de nuestra esencia humana como para deber alejarse más aún en busca de la totalidad? Cortamos árboles y desollamos animales para fabricar nuestros libros, matamos elefantes y destruimos bosques para fabricar los pianos en los que componemos la música que aplaca nuestras almas. No en vano la música es como una queja, el sufrimiento del marfil por su vida perdida. ¿Y cuando los materiales provienen de nosotros mismos? Sir Jocelyn había quitado a esta mujer algo más que su ropa.

Pensé en el libro de nuestra vida, y rogué a san Bartolomé que me diera la oportunidad de borrar y rescribir las últimas páginas del mío. San Bartolomé... Todo me parecía claro de repente: san Bartolomé había sido desollado vivo por convertir al cristianismo a su hermano, el rey de Armenia. Ni siquiera era el santo patrono de los encuadernadores, sino de los curtidores, zapateros y trabajadores del cuero. ¿Se trataba de una broma macabra? ¿O de una tradición cuyos orígenes eran más profundos y sangrientos de lo que yo podía imaginar? Sólo pensaba en la matanza de san Bartolomé
[9]
, el asesinato de cientos de inocentes por sus diferencias, para asegurar el poder de quienes menos lo merecían.

—Dora, Dora... Cálmate, muchacha. ¿Qué estás haciendo?

—¿Qué te parece que hago?

—¿Entonces, por qué? ¿Por qué lo haces? Es un vestido perfectamente apropiado. Aunque quizá sea de la temporada pasada, te durará muchas más. Es lo bastante presentable.

Las tijeras desgarraron las costuras, y pronto tuve en las manos dieciséis trozos de seda marrón de diferentes formas y tamaños, y dos trozos más grandes de seda de color crema. Los revolví hasta encontrar lo que habían sido las mangas y los costados del corsé y los apilé uno sobre el otro en la mesa. Cogí el resto de los retales en brazos y los llevé al taller.

—¡Dora! ¡Así no conseguirás traerla de vuelta! —me gritó Sylvia.

¿Pero qué otra cosa podía hacer? Era lo que había aprendido en tiempos de adversidad: trabajar. Aunque más que trabajo, parecía una planificación: las encuadernaciones no eran tan importantes como el plan que necesitaba formular. De lo que no dudaba era de que prefería tener a Sylvia de mi lado que contra mí. Debería olvidar mis sospechas cerca de ella y Din. Dejé las piezas de tela en el banco y calculé el tamaño de los álbumes y diarios que fabricaría con ellas.

Diseccioné la sombrilla, quité el mango y los radios, y transformé la seda azul pálido en un librito de notas con tapas bordadas y decoradas con encaje. Cosí sobre algunos retazos de seda marrón del vestido varias franjas de seda crema de la pañoleta para hacer unos álbumes. Con un trozo del peine de concha hice una hebilla para otro libro marrón, y con el ribete plateado construí un mecanismo para mantenerlo cerrado. Con las plumas moradas decoré la seda cruda de las enaguas, y distribuí las plumas negras alrededor de la rosa que antes adornaba el centro del vestido y ahora era parte de un extraño y hermoso motivo sobre un cuaderno de notas. Todo, salvo el abrigo de Lucinda, fue sacrificado en aras del proceso alquímico que me permitía mantenerme concentrada y frenética, como si en el trabajo fuese a hallar la respuesta que necesitaba. El trabajo me consumía, y por un tiempo consumió también mi culpa y la vida disoluta que llevaba.

Pero mientras cortaba la seda y envolvía con ella las tapas, no podía quitarme de la cabeza a la pobre desafortunada cuya piel había sido utilizada para hacer un libro. Era una mujer, tenía que serlo. ¿Sería una viuda hindú rescatada de las llamas? Y si era así, ¿cómo había muerto finalmente en manos de sus supuestos salvadores? Estaba furiosa. Furiosa por su muerte degradante, y furiosa también por mi contribución inconsciente en su deshonor. Lo había leído en cientos de libros infames, pero hasta este momento no había comprendido la poderosa unión entre la ira y el deseo. Como en todos aquellos libros, deseaba acabar con los hombres con quienes estaba furiosa. Sólo quería una cosa: venganza.

Pensé en ir a la policía, pero... ¿para qué? Bastaba ver a Charlie Diprose, saliendo de su celda al cabo de una semana, cuando debería haber cumplido una condena de cuatro años. Si aquel hombre detestable podía escapar con tanta facilidad del brazo de la ley, ¿qué me hacía pensar que sir Jocelyn Knightley no sería intocable?

Si por lo menos lo hubiera sabido antes de que Diprose me trajese aquella piel. Si por lo menos... La habría lanzado al fuego, para rechazar los placeres retorcidos de una imaginación enferma. Si por lo menos... ¿Y qué si...? ¿Y si lograba descubrir dónde estaba ahora ese libro? Podría robarlo y destruirlo yo misma. Quizá si intentaba entrar en Berkeley Square, pero... ¿cómo, disfrazada? Podría enviar a alguien, pero ¿a quién? Desde luego, no podía forzar la entrada. ¿Y si enviaba a Sylvia una última vez? Y si... Y si... Y si... No encontraba un plan razonable, y la seda marrón cada vez se parecía más a la piel humana bajo mis malditas manos. Me mareé y sentí que iba a desmayarme, ardiendo de rabia e impotencia.

Sin embargo, mi ira era mi consuelo. Pensé en Lizzie, a quien la vida le había enseñado que no tenía sentido enfurecerse, ya que nada cambiaría con ello. La ira es el lujo de quienes aún conservan esperanzas, de quienes aún tienen dignidad. Los que no tienen nada, como Lizzie, no gastan sus energías en desafíos.

Intenté alejar el libro de mi mente, concentrándome en las mujeres que comprarían mis diarios. No quería dárselos a un librero que acabase siendo igual que Diprose. Quería distribuirlos a mi alrededor, tirárselos desde el puente de Waterloo a las alondras del barro, caminar por Ivy Street y dárselos a la señora Eeles, a Nora Negley, a Patience Bishop, a Agatha Marrow. Gritarles que escribieran en ellos. Y sus rostros, tan blancos como las páginas de los diarios me preguntarían qué podían escribir. Yo les gritaría: «Escribid vuestros sueños. Vuestros pensamientos. Vuestras fantasías. Las vuestras, en vuestro propio lenguaje, y no en el que os han construido el señor Eeles, el señor Marrow, el señor Bishop o el señor Negley, estén vivos o muertos. Sed las autoras de vuestros cuerpos. Pasead y mostrad vuestros textos. ¿Acaso los demás no los leen siempre cuando camináis por la calle? Al menos vosotras leéis el mío con bastante frecuencia...».

Pero no me hacía ilusiones. No sería el caso. Lo más probable era que comprasen los diarios damas de la alta sociedad. Algunos servirían para apaciguar a las viudas, otros para las fantasías de las cortesanas, o para que el propietario de un burdel llevase sus cuentas ilegales, o para que un pintor de poca monta dibujase a su amante desnuda. De nada servían mis nobles intenciones. El mundo seguía avanzando, nuestros cuerpos se pudrían y regresaban al polvo, al oro, a la nada. Bienvenidos a Encuadernaciones Damage, la prostituta de Bibliolonia.

Lo cierto era que yo no trabajaba para calmar mi espíritu, sino para ganar dinero. El tintineo de las monedas sonaba en cada pliegue, cada puntada, cada corte y cada encolado que hacía, ya que sin dinero no conseguiría nada, y el tiempo se acababa.

Al menos una cosa estaba clara en el pantano de mi confusión: no podía seguir trabajando para los Nobles Salvajes y Charles Diprose. Eso significaba que debía romper nuestro contrato no escrito. Lo que a su vez significaba que Londres, e incluso Inglaterra, se convertirían en un lugar poco seguro para nosotras. Necesitaba dinero para lo que sabía inevitable.

Me escaparía con Lucinda.

Encontraría a Din antes de que partiese, y, juntos, iríamos al único lugar donde podíamos estar juntos: Estados Unidos.

—¡Estás loca! ¡Loca!

«No hay esperanzas. No, porque he amado a extranjeros, y tras ellos debo ir.»

—¡Sylvia!

Yo había pensado que el cambio notable y bastante agradable que se había producido en Sylvia desde que Jocelyn la echase definitivamente de su casa le permitiría comprender mejor mi situación. No tenía otra alternativa que abordar el tema.

—Sylvia —repetí, con mayor dulzura—. ¿Hay algo detrás de tu enojo?

—No entiendo...

—¿Hay algo que quieras decirme sobre tu relación con... con... Din?

—¿A qué te refieres?

—A Nathaniel —susurré.

Inmediatamente deseé no haber sido tan osada. Por supuesto que Sylvia lo negaría todo, aunque se trataba de apreciar la convicción con la que lo hacía.

Sylvia estaba boquiabierta, con los ojos como platos, y parecía que iba a golpearme en cualquier momento. Pero se derrumbó en una silla y me dijo:

—¡Tú también, no! ¿Quiere decir que no me has creído en todo este tiempo? ¿Tú también me acusas?

—Sylvia —dije suavemente—, lo sé todo sobre tus veladas con él. Sé lo de la lanza.

—¡Tonterías! No era sólo yo. ¡Todas sentíamos curiosidad, pero nunca llegamos tan lejos! Dora, me repugnas. Eres peor que Jocelyn. Claro, tú sí te has acostado con un hombre de color, y asumes que los demás tienen tus mismos vicios.

«No hay esperanzas. No, porque he amado a extranjeros, y tras ellos debo ir.» ¿Dónde había leído esa frase?

—¡Y además piensas marcharte a América con él! ¡Nunca he oído algo tan insensato! ¡Debería llamar a un médico de inmediato! —continuó exaltada.

Recordé la cita. Era del libro de Jeremías.

—¡Lo que dices es abominable! ¡Me repugnas! ¡Nunca lo conseguirás!

—Quizá sea cierto, aunque sigo creyendo que lo más seguro para mí es marcharme. Pero estoy preocupada por ti, y por dejarte sola.

—Dora, cariño... déjame intentar hacerte entrar en razón. Comprendo, o al menos eso creo, que tu príncipe negro te parezca ahora una cosa preciosa con su pelo crespo y su piel de terciopelo, pero debo decirte, por más doloroso que sea, que con el tiempo ya no será igual. He aprendido mucho sobre ellos en mis actividades con la sociedad. Quizá sean nuestros hermanos, pero no son nuestros iguales. Para un hombre así, una esposa es por derecho su esclava. ¡No es más que terreno para sus semillas, un recipiente para fabricar más hijos de los que la naturaleza puede asumir, y un escape para su ira!

—¡Sylvia!

—¡Acabará matándote un día en un ataque de brutalidad! ¡O tomará otra esposa! ¡O varias, Dios no lo permita! ¡Quién sabe, quizá ya no sea soltero!

—¡Sylvia!

—¡Eres una atrevida! —Me clavó la mirada, como desafiándome a que la interrumpiese de nuevo. Luego continuó en un tono más calmado—: Dora, hay una razón muy importante por la que nunca tendría relaciones con un hombre de color. Y es que, al hacerlo, una mujer imprudente pone en peligro a todas las otras mujeres blancas. ¡Piensa en tus hermanas americanas! Tu actitud habrá cambiado por completo las expectativas de aquel hombre hacia ellas. ¡Su seguridad ha sido amenazada por tu culpa! ¡Tú! ¡Tus acciones han debilitado al imperio! Además, no tengo idea de por qué querrías tener a un negro como amante.

—¿Tú nunca lo has intentado? —pregunté a mi pesar.

Aunque Din no fuera el padre de Nathaniel, ¿quién podía afirmar que éste no era el resultado de sus encuentros con algún otro esclavo liberado por la sociedad? Aquella explicación era la más convincente. Para mí, al menos.

—¡Oh! —exclamó Sylvia una vez más y comenzó a llorar, pero yo no me moví para consolarla. Ni siquiera le ofrecí un pañuelo.

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