La encuadernadora de libros prohibidos (52 page)

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Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
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Un humo dulzón flotaba en la habitación, pero entre la bruma vi que todo estaba perfectamente limpio y ordenado, al igual que la mujer. Nos indicó una cama baja, repleta de almohadones. Me pregunté de dónde vendría aquel aroma. No era desagradable. Me senté en la cama. Había algo extraño en aquel olor. Intenté atraer a Lucinda junto a mí, pero Diprose se apresuró a sentarse a mi lado, y vi cómo la pequeña mujer extendía sus brazos hacia Lucinda, y la niña iba hacia ella.

—Lucinda, ven aquí —dije con cansancio. ¿Por qué me sentía tan cansada? Lucinda no parecía oírme. Me dije que mientras pudiera verla, estaría a salvo—. ¿Qué hacemos aquí? —pregunté a Diprose.

—Venimos a ver a sir Jocelyn —respondió con naturalidad.

—¡No! ¡No para operar! —de haber sido capaz, me habría sobresaltado y tapado la boca con la mano, pero no tenía fuerzas para moverme.

—Pues sí, tiene usted razón, es para operar.

—¡Usted...! ¡Demonio! —Las palabras se arrastraban en mi boca—. ¡Salgamos de aquí! ¡Lucinda!

Ese olor... Me estaba robando algo. Mi mente no podía despegarse de aquel olor almibarado. Me quitaba las fuerzas.

—Cálmese —oí que me decía—. Sir Jocelyn no va a operar a su hija.

—Pero usted dijo...

El olor era intenso, como el de la miel fresca, o el de la preparación que sir Jocelyn me daba para Peter, aunque más concentrado. Había algo muy divertido en todo esto.

—Es a usted a quien van a operar.

Intenté decirle que no comprendía. Creo que me puse a reír. Era absurdo. Todo me parecía extremadamente divertido.

—Sir Jocelyn por fin ha aceptado que yo tenía razón —continuó Diprose—. Su exposición al material excitante la ha vuelto peligrosa y problemática. —Lo que decía me parecía graciosísimo—. Es momento de calmar su furia uterina mediante la amputación quirúrgica de su clítoris.

Creo que no paré de reír. Pensé que sería como un eunuco en un harén. Mutiladme, para poder serviros sin ser una amenaza. Todo era tan divertido... ¿Era esto lo que llamaban histeria? En ese caso, el diagnóstico de sir Jocelyn sería correcto. ¿Qué estás esperando entonces, Charlie? ¡Mutiladme!

El gas empalagoso que inundaba la habitación debía provenir de los vapores del río Leteo, porque a medida que me sumergía en el éter, me sentía transportada a las profundidades del valle que marca la frontera entre la existencia y la muerte. Cada tanto lo veía todo desde arriba, y podía distinguir los extremos del valle en ambas direcciones: de un lado, la muerte, y del otro, el mundo que estaba dejando atrás. De repente descendí de nuevo hacia el valle, y allí me quedé inmóvil durante no sé cuánto tiempo.

Mientras flotaba sobre el valle había tenido varias visiones, aunque no sé en qué lado se encontraban.

Vi a un hombre de piel amarilla con un sombrero de seda en forma de cono y una larga toga.

Vi una habitación, bañada de un aura casi espiritual, vacía a excepción de una cama sobre la que yacía una mujer boca abajo, con las piernas abiertas y desnudas.

Vi una vara larga de bambú con un abanico de pequeñas agujas en la punta, como una fantástica herramienta de encuadernación.

Vi a una mujer pequeña con gafas, trayendo varios cuencos en una bandeja.

Vi un martillo de marfil.

Vi a Lucinda, llamándome: «Mamá, mamá».

Y luego silencio.

23

Un cerdo de rabo largo,

o un cerdo de rabo corto,

o un cerdo de rabo cortado;

que sea un cerdo gordo,

o que sea bien salvaje,

o que tenga mal pelaje.

Cógelo bien fuerte,

híncale el diente,

así sabrás seguro

que le has dado muerte.

Me desperté con el rostro pegado a unas sábanas blancas y lisas, sobre la mancha húmeda que había dejado mi saliva. Estaba recostada boca abajo con las piernas abiertas, como la mujer de mi visión, y había un lavabo frente a mis ojos. La habitación estaba a oscuras, pero el espejo del lavabo reflejaba la luz de la luna de la ventana. El espejo estaba decorado con azulejos de color blanco y azul cobalto que formaban intrincados dibujos. A la luz de la luna, éstos parecían ojos, narices. Yo jugaba a esto con el viejo papel pintado de mi habitación cuando era niña, ayudada por las manchas de humedad y las desconchaduras.

Noté una sensación de ardor por debajo de mi cintura y traté de recordar dónde me encontraba. Pensé en Lucinda. ¿Dónde estaba? Levanté la cabeza para ver si estaba en la habitación conmigo, y el esfuerzo me hizo sentir un fuerte pinchazo en la ingle. Volví a apoyar la cabeza en la cama. Finalmente comprendí que Lucinda no había sido la víctima, y sentí que una curiosa sensación de alivio inundaba mi cuerpo. Casi era gratitud. Quería volver a reír. ¡Paz, por fin! ¿Dónde estaba mi vergüenza? Me la habían borrado, la habían extirpado de mi cuerpo. Había sido justamente castigada. Me sentía aliviada. Al fin.

Lentamente, repleta de temor, moví una mano hacia abajo, entre mi cuerpo y la cama. Levanté la falda por encima de mis caderas lo suficiente para poder meter la mano entre las piernas. No tenía idea de lo que encontraría. Suponía que vendas manchadas de sangre. Pero no había nada. Tenía los muslos lisos, no pegajosos por mis fluidos secos. El vello también seguía en su lugar.

Con cautela, acerqué la punta del dedo medio a donde tenía el clítoris, pensando que tocaría un desastre de tejidos y heridas y debería retroceder horrorizada y en agonía. De pronto me sentía enfurecida. Era el centro de mi sexualidad recién descubierta, era el lugar donde Din había estado. Donde me había encontrado a mí misma. Y ahora me había sido arrebatado.

Pero no. Lo toqué delicadamente primero, con más firmeza después, y respondió con su turgencia. Retiré el dedo, incrédula. Algo fallaba.

Me di cuenta de que el dolor venía de detrás. Apoyándome en las manos, levanté el tronco hasta poder girar la cabeza para mirar. La falda me cubría el trasero, así que estiré un brazo y la subí hasta la cintura, pero estaba demasiado oscuro para poder distinguir algo. La luz no llegaba a la cama. En la oscuridad, me pasé la mano por la piel de las nalgas y sentí una serie de puntos y pequeños verdugos. Picaban, como un rasguño.

Me puse de pie con cuidado. Sentía la cabeza curiosamente despejada, a pesar de mi reciente sopor. Me volví de nuevo para echar un vistazo al espejo, pero sólo podía verme de cintura para arriba.

Subí de pie a la cama. Ahora sí estaba a buena altura, aunque fuera de la luz. Bajé de la cama y la empujé con dificultad un par de centímetros hacia el espejo. Volví a subir ella, ahora bajo la luz de la luna. Levanté la falda otra vez, me volví y pude ver por encima del hombro mis nalgas totalmente iluminadas por la luna.

En la nalga izquierda alguien había dibujado una hoja de hiedra, con el rostro de una joven mujer de nariz respingona y gorra de cintas en el centro. Se parecía bastante a mí. En la derecha tenía dibujada la insignia de los Nobles Salvajes y, debajo de ella, la palabra
Nocturnus.

Froté la pintura con un dedo. Me dolía demasiado para frotar con fuerza, y cuando miré mi dedo de cerca descubrí que la pintura no lo había siquiera manchado un poco. Poco a poco fui comprendiendo.

Me arrodillé en la cama, con el trasero al aire, ya que era incapaz de sentarme sobre él.

Al fin, me di cuenta de que había sido tatuada.

¿Qué era lo que Nocturnus me había dicho en la encuadernadora? «Es curioso que encontremos tanta belleza en la escarificación y el dorado póstumo sobre la piel de un animal.» Había dicho que el estampado era como un tatuaje sobre la piel muerta. ¿Qué más? Sí, claro: «He dejado instrucciones en mi testamento para que mis obras completas sean encuadernadas con la piel de mi torso, con la cicatriz de la lanza en la contratapa, y el tatuaje alrededor de mi ombligo en la tapa. ¿No le parece una buena manera de lograr la inmortalidad?».

No se puede tatuar el cuero, sólo la piel de los vivos.

Me había llamado «Mi
magnum opus»
en el despacho de Glidewell. No se me había ocurrido que estuviese hablando literalmente.

Estaba preparando mi piel para ser el cuero de un futuro libro.

Sería el segundo tomo.

Sin duda, no se trataba de algo que yo debiese saber. ¿Acaso el árbol conoce su futuro más allá de la fábrica de papel? ¿Los búfalos, cocodrilos, cabras y terneros que utilizaba conocían su destino? ¿O yo era la única que me dirigía al matadero consciente de mi horrible destino ? Yo, que había sido una mujer, ¿me convertiría en la cobertura de un libro?
Sartor Resartus.
El encuadernador encuadernado. ¿No valía algo más que las bestias del campo, el aire, los pantanos y las praderas, con las cuales me uniría en la muerte?

¿Y cuándo sería el momento? ¿Se me permitiría llegar a vieja y morir por causas naturales, y sólo entonces sir Jocelyn vendría a reclamar mi piel? Difícil. Lo lógico era suponer que, cuando mi piel hubiese sanado, moriría. O más precisamente, me matarían.

Una llave giró en la cerradura y la puerta se abrió.

—Vaya, está despierta —exclamó Diprose al entrar, seguido de cerca por sir Jocelyn.

Vi el pasillo detrás de ellos, y comprendí que estábamos en Berkeley Square, en casa de sir Jocelyn.

—Buenas noches, querida Dora —dijo sir Jocelyn.

—Lucinda... —murmuré—. ¿Dónde está? —Nadie respondió—. ¡Llevadme con mi hija!

Entonces me cogieron de un brazo cada uno, me arrastraron fuera de la habitación y me hicieron bajar al piso inferior. Quería escupirles al rostro.

—¡Por favor! —supliqué—. Decidme dónde está mi hija.

Tenía miedo. Pasamos junto a criadas que limpiaban las molduras con largos plumeros, y junto a Goodchild, que llevaba una bandeja. Ninguno parpadeó siquiera al verme. Entramos en el despacho de sir Jocelyn.

En medio de la habitación había un gran baúl de cuero y dos paquetes más pequeños. Muchos anaqueles estaban vacíos, y el suelo, tapizado de papeles, libros y diferentes instrumentos esperando ser embalados: sextantes, telescopios, microscopios, compases, e incluso un baño portátil. ¿Era aquí donde pensaban matarme?

—Siéntese, sir Jocelyn —dijo impaciente Diprose, frotándose las manos—. Usted, aquí —me ordenó y tiró de mí hacia un rincón de la habitación, junto al modelo anatómico.

El
De humani corporis fabrica libri septum
seguía en la biblioteca. Pude distinguir el lomo ancho y las letras de oro en el acto.

—Ahora, quítese las faldas.

—¡Ni lo sueñe, señor Diprose! —dije enfurecida—. ¡No lo haré!

Atrapé sus manos y clavé las uñas en su carne.

Él se limitó a sonreír y a coger mi falda. Volví a apartar sus manos, y le di patadas en las espinillas; luego le cogí la barba grasienta y tiré de ella, hasta que sus mejillas estuvieron a la altura de mi clavícula.

—Vamos, vamos, preciosa —rió—. No vayas a hacerme daño...

¿Cómo osaba reírse? Intenté arañarle los ojos, pero apartó la cabeza, me agarró las manos y las llevó con fuerza detrás de mi espalda.

—Seguramente disfruta resistiéndose. Le sugiero que aprenda algo de
obéissance.

Su pecho se pegó al mío, y sus patillas negras me raspaban las mejillas. Su caliente aliento olía a whisky. Podía ver su lengua manchada, el oro de sus dientes...

Mientras, sir Jocelyn seguía observándonos sentado en el otro lado de la habitación, igual que si presenciara cómo uno de sus compañeros de expedición intentaba controlar a un nativo rebelde para poder llevar a cabo un estudio anatómico.

—Vaya, Charles. Veo que te está costando descubrirme a tu Calatea.

Sin dejar de cogerme las manos, Diprose consiguió girarme, pero cuando intentaba levantarme la falda pude darle una fuerte patada en sus partes, y se dobló de dolor. No era diestro ni ágil, y era demasiado viejo para tener mucha fuerza. Si seguía debatiéndome, probablemente conseguiría liberarme.

Pero mientras yo daba patadas, él cortó la trayectoria de mi tobillo con un pie, y yo caí de bruces. No me soltó las manos y se tiró sobre mí. Chocamos con el modelo de anatomía, que se estrelló contra el suelo. Una maraña de órganos, huesos quebrados, miembros y pintura descascarada se desparramó a nuestro alrededor. Diprose, que seguía encima de mí, me levantó la falda y comenzó a investigar en mi trasero.

—Bien, bien —oí que decía, y sentí su dedo recorriendo las heridas—. Sir Jocelyn, voy a molestarle pidiéndole que se acerque, visto que no puedo convencer a esta arpía de quedarse quieta.

Sir Jocelyn se puso de pie y caminó lentamente hacia nosotros, pasando con cuidado sobre los restos de su querido modelo anatómico.

—Sois unos seres malvados —escupí a ambos.

—Prefiero ser considerado excepcional —respondió Diprose, sin moverse de encima de mí—. Mire, sir Jocelyn.

Los pies de sir Jocelyn estaban junto a mi cabeza. Si daba un paso más en mi dirección, pensé, podría morderle el tobillo.

—Déjeme presentarle la cubierta de su próxima
oeuvre.

Yo no dejaba de agitarme, intentando liberarme, pero Diprose era como un peso muerto sobre mí. Sir Jocelyn seguía en silencio.

—Ha quedado perfecto, señora Damage, si puedo permitírmelo —continuó Diprose como se felicitaría a una dama por un arreglo floral—. Y está sanando muy rápido. Quedan unas pocas marcas, no tardará mucho.

—¿Pero qué has hecho Charles, en nombre de Dios? —dijo finalmente sir Jocelyn. Su voz era grave y tensa, como si hablase entre dientes—. ¡Déjala!

Diprose cambió de posición sobre mi espalda y me aplastó las costillas. Entonces se puso de pie, y yo al fin respiré profundamente, mientras me levantaba con rapidez y me arreglaba la falda.

—Pero sir Jocelyn... —se apresuró a decir—. ¿Acaso hay una mejor manera? Piense en la belleza... Es una armonía perfecta... No tiene precio...

—¿Qué, Charles?

Yo no conseguía descifrar la expresión de sir Jocelyn.

—Por favor, sir Jocelyn —insistió—. Esta vez le demostraré que no soy un timador. Debe saber que sus obras maestras no están fabricadas con piel de cerdo, a diferencia de las cabezas reducidas y las momias en miniatura de los espectáculos callejeros.

—Y todo porque no creí en tu estúpida dedicatoria —ahora sir Jocelyn reía, negando con la cabeza—. De verdad, Charles, esta vez te has superado a ti mismo —dijo secándose una lágrima.

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