La encuadernadora de libros prohibidos (45 page)

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Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
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—Cálmate, Sylvia, no te lo tomes tan a pecho. No es la primera teoría monstruosa que he oído de parte de sir Jocelyn. Tú lo sabes mejor que él, lo sabes en tu corazón y en tus actos.

Procuré recordar si había algo raro en el color de la piel de Nathaniel. Tenía un color precioso, como una tarta recién horneada. Nada fuera de lo común.

La sospecha intentó abrirse camino en mi mente, pero la descarté antes de que pudiese instalarse. Din me lo habría dicho. ¿O no? La idea trató de entrar de nuevo en mi mente a pesar de mi negativa; logré mantenerla a raya.

Sylvia dejó caer las manos sobre el banco y se puso a jugar con las herramientas, como intentando distraerse.

—¿Esto es lo que utilizas para hacer los dibujos? —preguntó, sorbiendo.

Asentí con cautela. Sopesaba una herramienta con una mano, pasando un dedo por la punta de hierro. Luego cogió un molde en forma de rosa, uno de lágrima, y uno que yo utilizaba para las alas de los ángeles. Finalmente, sus manos se detuvieron en un molde más grande y pesado.

—Creí que habías devuelto el escudo de armas de la sociedad.

Esperé a que lo estudiara con más profundidad, y cuando por fin se dio cuenta dio un grito y suspiró profundamente.

—¿Qué sabes de ese blasón? —pregunté.


Les Sauvages Nobles
—dijo en un susurro.

—¿Quiénes son, Sylvia? —insistí.

Quizás al fin esta mujer me sería de alguna ayuda, a pesar de lo que le hubiera hecho a mi Din.

—Es un club. Un club privado. Comenzó como un pequeño círculo en la Sociedad Científica, aunque ahora incluye a otras personas que piensan igual. Se encuentran para cenar todos los lunes por la noche en algún despacho, o en la residencia de alguno de ellos, incluso a veces en Berkeley Square.

—Lord Glidewell es uno de ellos, ¿no?

—Desde luego. ¿Le conoces? Su familia posee plantaciones en las Indias Occidentales, son dueños de varias acciones de la Compañía de las Indias Orientales y tienen una mansión en Hampshire.

—¿Y de qué hablan?

—De todo un poco, por lo general bastante aburrido. Sobre la especialización de sus esfuerzos científicos y creativos, o de teorías que podrían o no ser aceptadas por círculos más amplios. Debo confesar que nunca se me confiaron mayores detalles sobre sus actividades, pero tampoco demostré demasiado interés.

—¿Cuáles son sus actividades?

—Bueno, no se reúnen a jugar a las cartas, si a eso te refieres —me lanzó.

Estuve a punto de decirle que yo no le había pedido que viniese a vivir conmigo, ni a ella ni a su hijo negro, pero preferí instigarla a que continuase.

—Creen que soy un poco crítica, como las esposas de los otros. Incluso los pobres sirvientes desaprueban sus encuentros de los lunes. Más de un sirviente de Valentine, lord Glidewell quiero decir, ha entregado su renuncia el martes por la mañana y se ha despedido esa misma tarde sin esperar referencias. Nunca logra que se queden.

—¿Qué más sabes de ellos?

—Ay, mi pequeña Dora... Ellos no significan prácticamente nada para mí. Ya habrás visto cómo ridiculizan a los grupos antiesclavitud, o a cualquiera que sea antialgo. Una noche oí un fragmento de su conversación, y aún me queman los oídos con el recuerdo. Estaban hablando del futuro enlace de Herberta, la hija de Aubrey, con un príncipe rumano, o un conde bávaro, ya no lo recuerdo, y se preguntaban cuán al este era demasiado al este para aceptar un yerno. Luego se pusieron a hablar de razas occidentales, y pude distinguir perfectamente a Jossie cuando dijo: «Lamentablemente, mi esposa es negrófila. Dadle un negro y lo preferirá siempre a un yanqui», a lo que Ruthven replicó: «Mejor un negro africano que un católico irlandés». Todos rieron, Dora. Todos.

Me puse otra vez a frotar las lámparas con vigor, sonrojada.

—¿Increíble, no? —añadió desanimada, creyendo leer mis pensamientos sobre su esposo.

Y si lo pensaba un poco, estaba en lo cierto. He aquí un hombre cuya fascinación por África y la India era tanto profesional como personal, y cuyas experiencias científicas le llevaban a calibrar, estudiar e intentar catalogar a los africanos y otras razas. Pero también era un hombre que había leído
El turco lujurioso,
había ido a los baños turcos y era más salvaje que noble, en cuanto a sus ideas sobre razas y sexualidad.

—Pero Jossie no es el peor de ellos —continuó Sylvia—. Siempre he pensado que los Nobles Salvajes forman un club basado en compartir el conocimiento de... ¿Cómo decirlo? De la crueldad. Me cuesta decir esto, pero creo que mi esposo y sus contemporáneos tienen cierta maldad que necesita manifestarse de alguna forma. Dora, debo confesar que con el tiempo he terminado agradeciendo sus infernales y salvajes noches de los lunes, con sus excesos de vicio, porque me devolvían a mi esposo los martes por la mañana lleno de un júbilo y una ligereza más dulces que el azúcar.

Las pesadillas que me azotaron cuando al fin conseguí dormir aquella noche podrían haber salido perfectamente de los libros que había encuadernado. En la primera de ellas, yo avanzaba ante una hilera de partes de cuerpos femeninos conservados en grandes tarros con alcohol, buscando mi corazón. Cuando al fin lo encontré, descubrí que le habían dado un mordisco, y que a cada lado había uno de los órganos castrados del dey en
El turco lujurioso.
Cogí mi corazón mordido y corrí por un pasillo hasta una habitación verde, donde lord Glidewell, vestido sólo con unos pantalones de piel ajustados, estaba de pie sobre su escritorio, bajo un lazo. Pero no era lord Glidewell, sino sir Jocelyn. Me preguntó muy educadamente si me molestaría jugar a su juego favorito, el de «cortar la cuerda», y me pidió que le pusiera mi corazón en la boca. Yo hice lo que me pedía, aunque con dificultad, porque mi corazón era muy grande y su boca demasiado pequeña. Sin embargo, conseguí asfixiarlo bien. Me dio un cuchillo, y yo debía cortar la cuerda en el momento de la eyaculación.

Me desperté horrorizada mientras él se sacudía y sufría sobre mi cabeza, con los dientes castañeteando sobre mi corazón. Me quedé con la vista fija en la oscuridad del trastero, reteniendo mi respiración agitada para no despertar a los demás, sin saber si al final lo había matado o le había salvado la vida.

A la mañana siguiente me instalé en la caseta de dorado para preparar el «revestimiento» del particular encargo de Diprose. Su orden de trabajar en él lejos de la presencia de los demás me venía bien, ya que mantenía tanto mi cuerpo como mi espíritu alejados de Din durante el día. No sería fácil atar los cordeles al cartón: tendría que utilizar dos cartulinas, una gruesa y una fina, en lugar de un simple cartoné. La cartulina era más flexible y menos duradera, pero de esta manera podría encolar los cordeles entre las dos cartulinas para realizar el acabado. Era casi una bendición poder preocuparme por otra cosa que no fuera Din.

No fue complicado de preparar, pero encontré la piel curiosamente poco manejable. Era demasiado rígida, y no era sencillo estirarla ni encolarla. O la habían curtido mal, lo que era difícil de creer dada la usual calidad de los materiales que me traía Diprose, o efectivamente se trataba de la piel de algún animal exótico. Pasé los dedos por encima; poseía una extraña belleza, y la luz jugaba cautivadora sobre su superficie desigual. Tuve que encolarla varias veces.

El domingo no trabajé durante el día, aunque cuando todo el mundo estuvo dormido yo comencé el proceso de acabado. Era sencillo, sólo el escudo de los Nobles Salvajes y el seudónimo latino de Knightley, pero la piel no respondía bien al calor y la albúmina, y tuve que trabajar hasta tarde para conseguir un acabado decente. Estaba cansada, y preocupada porque me parecía que iba a resfriarme, o a coger una gripe. También sentía un escozor en la boca del estómago. No era por lo que había comido, o dejado de comer, y la sensación era como de hambre.

Las campanas de la iglesia dieron las tres cuando por fin terminé. Envolví las cubiertas en un trozo de terciopelo rojo y lo guardé todo en la caja fuerte. Limpié los restos de la piel. Un jirón en particular llamó mi atención y lo guardé en un cajón de mi escritorio, pensando en utilizarlo para fabricar un punto de libro para Lucinda. El resto de la piel terminó en la bolsa de retazos. Barrí el suelo, apagué las velas y cerré con llave.

Entonces pude identificar lo que sentía. Ya lo había sentido antes, en Navidad. Me sentía sola. Necesitaba compañía, amabilidad y honestidad. Necesitaba a Din.

20

Mientras caminaba por Charing Cross,

vi a un hombre negro sobre un corcel negro.

La gente me dijo que era el rey Carlos I,

¡y creí que el corazón me estallaría!

Al día siguiente, cuando Din y yo apenas habíamos comenzado nuestra mañana de trabajo, nos llegaron desde el salón los ruidos de una disputa. Al abrir la gruesa puerta de madera, me encontré a Pansy y a Sylvia en plena discusión, con Lucinda de pie entre ellas aferrando a Mossie.

—Yo no soy su esclava, no señora. Yo trabajo para usted, ¿no, señora? No para ella. Hago lo que puedo para ayudarla. Paso las horas tratando de animarla, de arreglarla, de echarle una mano, pero no voy a hacérselo todo como su maldita doncella, señora. El anuncio decía que era para coser y plegar, y cuidar de un enfermo y una niña... Pero no de una pija y su bebé. Lo siento, señora, de verdad. Trato de hacer las cosas bien. ¿Quiere que me vaya? Lo siento. No me molestaría cuidar del bebé.

Miré a Sylvia. Tenía el rostro limpio, y los cabellos perfectos e inmaculados bajo el sombrero que llevaba la primera noche. Sus formas perfectas revelaban que había vuelto a ponerse corsé. Mientras se calzaba sus guantes de seda blancos, me lanzó una mirada bajo el ala de su sombrero. No había duda, aquella mujer estaba lista para que la mirasen de nuevo: casi parecía la de antes.

—Apenas fueron cinco minutos para prepararme, esta niña es una exagerada —dijo Sylvia, y luego añadió más amablemente—: Voy a ver a Jocelyn. Sólo le pedí que cuidara de Nathaniel durante la mañana. Por supuesto, volveré para su próxima comida. Si tiene hambre, puede darle una papilla. Es todo lo que pedí, no me mires así, Dora.

—¿Vas a ver a Jocelyn? ¿Te aceptará de nuevo?

—Tu insolencia es innecesaria. Necesita verme. Debe de echarme de menos, lamentando su actitud, y estará desesperado por tener noticias mías y de su hijo. Le diré que la ictericia ha desaparecido, y que la piel de su hijo es tan clara como la suya.

—Entonces llévate a Nathaniel para probarlo.

—No seas ridícula, sería un estorbo. Tengo que poder hablarle con lucidez, y mostrarle sin trabas que he recuperado mi figura. Además, hacerle esperar aumentará su curiosidad.

Hice una pausa, y finalmente le aseguré que Pansy cuidaría de Nathaniel durante el día.

—Sólo será por la mañana —dije a Pansy para tranquilizarla—. Esta tarde podré ayudarte, cuando haya terminado con algunos asuntos. El señor Diprose vendrá esta mañana —Pansy asintió. Luego fui hasta donde guardábamos el dinero de la casa y cogí media corona—. Aquí tienes. — Le entregué la moneda a Sylvia—. Con lo hermosa que estás, lo mejor será que cojas un taxi. —Le di un beso y le susurré al oído—: Buena suerte.

Sylvia miró la moneda, murmuró un agradecimiento y besó a Nathaniel en la frente. Se acomodó los cabellos con su mano enguantada y salió de la casa.

—Nadie te pide que te vayas, Pansy —aclaré—. Y ni se te ocurra pensarlo. Te necesito, y me aseguraré de que te sientas bien mientras estés conmigo. ¿Por qué no te llevas a Lucinda y Nathaniel a comprar un sorbete? —Le di unos peniques—. Incluso quizás haya algunas verduras de primavera en el mercado. Ve a tomar un poco el aire.

Al despedirme en la puerta de la casa vi un viejo carro que entraba en la calle. Cerré la puerta, me arreglé el cabello y me ajusté la gorra, y luego me apresuré a entrar en el taller y cerrar la puerta detrás de mí.

Diprose parecía más elegante y descarado que de costumbre, a pesar de su particular forma de caminar.

—Dígale al negro que se vaya —fue lo primero que me dijo,
sotto voce.

—Buen día a usted también, señor Diprose —respondí antes de ir a ver a Din y decirle que podía tomarse la mañana libre.

Le observamos mientras colgaba su delantal y se iba. Cerré la puerta detrás de él, y simulé verificar que la puerta que daba a la casa estuviese bien cerrada. Entonces cogí la caja fuerte de debajo del banco de grabado, la abrí, desenvolví las tapas del libro y lo puse sobre el banco.

Desde luego, no se trataba de la mejor encuadernación de mi vida. El dibujo era demasiado simple, y la piel, no lo suficientemente especial para carecer de ornamentos. Aun así, Diprose actuaba de forma ceremoniosa. Extrajo el manuscrito de la bolsa de muselina y se aseguró de que estuviese siempre cerrado, por lo que yo sólo podía ver el lomo y las guardas, de pergamino jaspeado.

Fijamos el libro a la cobertura. Era un trabajo minucioso, por lo que nuestras manos trabajaban cerca, tirando de allí y atando cordeles por aquí, pero sólo me recordaba la falta de intimidad con este hombre que me había traído un gran bienestar económico y muy poca felicidad verdadera. También podía sentir en el aire la estela de la presencia de Din, quien hacía poco me había ayudado a encolar una piel. Terminado, el libro se veía remarcablemente bien, e incluso bajo ciertos ángulos de luz la piel era hermosa, agradable y daban ganas de acariciarla.

Diprose hurgó en su bolsillo y extrajo una larga y fina tira de metal, como una regla, con un pequeño cuadrado cortado en el centro.

—Para terminar, necesito que grabe una inscripción. Tiene que estar aquí —dijo. Abrió el libro por detrás y señaló la delgada tira de piel doblada hacia dentro en la base de la contratapa, justo debajo de la guarda—. Déjeme ver... —Hurgó entre mis tipos—. Necesito su tipografía más pequeña, en minúsculas. —Cogió uno e intentó pasarlo a través del cuadrado en el metal—. Ésta será perfecta, calza justo. Necesito que grabe una inscripción, pero no debe saber lo que dice.

—¿Y cómo se supone que voy a hacer eso?

—Dibujará una cuadrícula en el cuero según las instrucciones que voy a darle, y entonces yo le diré qué letra debe ir en cada lugar una a una. El metal cubrirá las palabras, por lo que usted sólo podrá ver la letra en la que está trabajando.

—Pero podré comprender lo que dice según el orden de las letras.

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