Read La encuadernadora de libros prohibidos Online
Authors: Belinda Starling
Tags: #Histórico, Intriga
«Din. Din. Te amo, Din. No, nunca lo confesaré.» Pero las palabras surgían de mi corazón y acechaban en los rincones de mi boca, como desafiándome a tragármelas o a escupirlas. Todo menos decirlas. Din...
—Sé lo que hiciste anoche, Din —le dije una mañana, aunque en voz muy baja. Estaba limpiando un pincel para encolar un cuero, y no lo miré. Cuando vi que no reaccionaba, añadí—: Es allí donde pensé que irías cuando te seguí a Whitechapel.
—Es aún más imprudente de lo que creía —contestó al fin, cuando la lucha por asegurar el telar fue demasiado para él—. ¿ Quería ir para ver cómo un grupo de hombres se arrancan la piel y se aplastan la cabeza?
—¿Por qué lo haces? —pregunté sumergiendo el pincel en la cola.
Se encogió desafiante de hombros.
—¿Por qué no?
—¿No es un poco inhumano, Din?
Cerró los ojos y suspiró.
—Puede ser...
—¿No te rebaja al nivel de los perros, osos o gallos?
—¿Por qué le interesa tanto seño'a? ¿No sabe ya de sobra que los hombres son inhumanos? —preguntó, irguiéndose en la silla más de lo que le permitían las heridas, clavando su ojo bueno en mí.
Tragué saliva y dejé el cuero en el banco. Nunca antes habíamos conversado acerca de la particular especialidad de Encuadernaciones Damage. Prefería ignorar que él lo sabía.
Intentó continuar trabajando en el telar, pero vi que le costaba.
—Venga Din, ayúdame aquí. Te será más fácil. ¿Puedes sostener el cuero? Ojalá Jack estuviera aquí...
—¿Lo extraña, seño'a? —preguntó, poniéndose de pie y acercándose hacia el banco.
—Sí, Din. Le tenía mucho aprecio.
Sostuvo las dos puntas opuestas de la piel color verde oliva, como ya había hecho antes. Yo estaba cerca de su cuello, y vi la gravedad de sus heridas de la noche anterior. Le habría propuesto vendarlas, pero temía la intimidad. Busqué algo más que decir para expresar mi tristeza por la ausencia de Jack, pero ahora que estábamos tan cerca el uno del otro, las palabras ya no venían a mí.
Mientras encolaba, Din respondió en cierto sentido a mi pregunta:
—Seño'a, a veces me hace falta senti'me menos que humano. Pero también me hace sentir más humano. Me recuerda lo que tenemos y podemos perdé.
—¿Y necesitas que te lo recuerden, Din? —dije en voz baja, sin alzar la mirada.
—Quizá todos lo necesitemos.
—Quizá —respondí, y sus afirmaciones me recordaron las fotografías de las cajas, y me puse a pensar en otras cosas como para demostrarle que su presencia no me afectaba tanto—. ¿Crees que ellos... quiero decir, los Nobles Salvajes —ya no había escapatoria—, quizá necesiten que les recuerden... quizá necesitan esto —señalé las cajas con el pincel—, estas fotografías, estas palabras, esta violencia, para poder sentirse más humanos?
—O menos...
—O menos, es cierto. Creo que comienzo a comprenderte, Din.
—En las peleas también hay jóvenes aristócratas —añadió.
—¿Van a veros? ¿A apostar?
—A peleá. Un muchacho que se llama Smith-Pemberton, recién salido del internado de Eton. O un tal Gallinforth, que se está entrenando para ser oficial del ejército. ¿Le dicen algo esos nombres, seño'a?
—¡No te creo! —dije, aunque sí le creía.
Era incapaz de levantar la vista del cuero.
—Todos tenemos nuestros demonios. El dinero no vale nada cuando estás destrozándole el cráneo a alguien en las peleas de los barrios del este. Hacer esto sería imposible en los barrios del oeste, ¿no cree? Le sorprendería la gente que va por allí. Conozco a pocos hombres que no necesiten golpear a alguien de vez en cuando.
—¿Pero los curtidores no ven suficiente sangre cada día, en el trabajo?
Se encogió de hombros y sonrió.
—¿Y no lo hacen por dinero? —insistí.
—No.
—¿Y tú lo haces porque... porque los demás son blancos?
—No todos son blancos. El color no importa cuando estás cubie'to de sangre de la cabeza a los pies. Aunque como soy negro, se nota menos si estoy sangrando.
—No estoy segura de que eso sea una ventaja...
—La sangre les muestra lo fuertes que son. Si no ven sangre, se sienten débiles. Siempre y cuando se pueda soportá el dolor, no hay que dejar que vean cuánto sangras.
Comenzaba a sentirme sin fuerzas. Primero pensé que se debía a esta conversación sobre sangre, pero Din se estaba inclinando ligeramente hacia mí, y en mi mente nuestras mejillas se rozaban, y yo me alejaba, y luego me inclinaba hacia él otra vez, aunque ahora más despacio, y el vello de nuestros cuerpos se erizaba antes de que nuestra piel entrase en contacto con la del otro, y movíamos un poco la cabeza para aumentar la sensación de hormigueo. Mis labios se topaban con su nariz y la besaban, y mis pestañas se movían al ritmo de mis párpados como una mariposa sobre su frente. Clavaba mi mirada en sus ojos oscuros, inspeccionando las viejas cicatrices de su rostro sólido como la piedra pero cálido, tan cálido y vivo, con su herida abierta, igual que su boca, hacia la cual me deslizaba inexorablemente, pero me sostenía de sus enormes dientes, que devoraban mis labios, y yo me aferraba a ellos, pero seguía deslizándome y ahogándome e intentando respirar, y mi pecho empujaba en busca de aire, empujaba y se lanzaba hacia él, hinchándose y encogiéndose, expandiéndose y debilitándose, y sus manos me sostenían, y Din era el pilar que me sujetaba, la columna que me daba fuerza, pero él también se deslizaba, cayendo y cayendo. Miraba hacia abajo y le veía subiendo por mi pierna, mis faldas se levantaban, y él se erguía y sus manos rodeaban mis pantorrillas, mis rodillas, mis muslos, y él seguía subiendo, y yo no podía ver su rostro hundido en mi piel, subiendo, y quería caer sobre él pero no lo hacía porque estaba bien así, con su lengua marcando el ritmo de los latidos dentro de mí, y entonces sus dedos reiniciaron su avance mientras su boca chupaba, y yo me humedecía y me hinchaba, y debía cogerme del banco para sostenerme allí, en el borde, lo máximo posible, y mi mano atrapaba algo, y no sabía qué era...
Entonces vi el pincel bañado en la cola fría, y el cuero que ya estaba completamente encolado, desde hacía bastante rato, y vi a Din, que me observaba de forma extraña, y supe que ya no podía retenerlo más en mi mesa.
Una voz que no se parecía a la mía dijo: «Gracias, Din», y él regresó, sin saber nada, a su telar.
El señor Diprose pasó por la encuadernadora aquella tarde. Le hice entrar rápidamente en el taller y cerré la puerta detrás de él.
—Din, ¿serías tan amable de ir a comprar más hilo? Aquí tienes algo de dinero.
Pensé frenéticamente en lo que diría: desde luego, había descubierto un terrible secreto que garantizaría la fidelidad de Din, pero bajo ningún concepto lo compartiría con Charles Diprose. Me preparé para defenderme, a mí y a Din, una vez más.
Pero aquello ya no le interesaba. Estaba nervioso, y parecía ansioso por exponer sus asuntos cuanto antes, a pesar de llevar consigo tan sólo dos cosas: un trozo de cuero y una bolsa de muselina que contenía un manuscrito recientemente plegado y cosido.
—
Regardez
—dijo con pompa mientras me mostraba pavoneándose lo que traía—. Quizás éste sea el trabajo más importante de su vida. Puede parecerle modesto, pero se le pagará muy bien.
Pasé un dedo por el cuero. Era bastante áspero y casi transparente en algunos lugares, como un pergamino rugoso. Sentí curiosidad. La piel no era especialmente bella, pero por mi cabeza desfilaban tigres y dotes junto a sir Jocelyn y el conde armados con fusiles.
—Debe llevar el escudo de
Les Sauvages Nobles
y
Nocturnus,
sin título —me explicó.
Era un trabajo para sir Jocelyn.
—¿Lo quiere decorado con oro o en relieve? —pregunté.
La piel parecía indicada para un Noble Salvaje, y me pregunté si sería de elefante o de algún otro animal salvaje cazado en un safari.
—Con oro.
—¿Qué piel es?
—No puedo decirle de qué animal se trata, ni de qué país viene —respondió—. Para mí todas son iguales, pero si quiere darle un nombre, podríamos llamarla «Piel Imperial». ¿Qué le parece? —dijo, y soltó una risilla pringosa.
—¿Lo quiere teñido o natural?
—
Au naturel,
sin duda. Pero hay otra cosa, Dora. Usted no trabajará propiamente con el libro.
—No comprendo...
—Tengo el libro aquí, en esta bolsa, pero no estoy autorizado a dejárselo. Debe tomar las medidas del manuscrito ahora, delante de mí, y trabajar la encuadernación sin él.
—¿Pero cómo haré el acabado?
—Ése es su problema. Dentro de una semana regresaré con el manuscrito, y entonces podrá coserlo en mi presencia.
No respondí nada, ocupada en mis frenéticos pensamientos. Esto daba un nuevo enfoque a la encuadernación, sin precedentes. Estrictamente hablando, sería un revestimiento, no una encuadernación, puesto que tendríamos que dejar los cordones sueltos para coserlo después del acabado. Era algo retorcido, pero no imposible: requeriría destreza e ingenio. Hubiera querido que Jack estuviese aquí para ayudarme, y me pregunté si Diprose estaría al tanto de su arresto.
Como si me hubiese leído la mente, Diprose dijo:
—Dora, también necesito estar seguro de que sólo usted trabajará en este libro. No es trabajo para un aprendiz, sino un encargo confidencial, exclusivamente para usted. Ni siquiera debe trabajar en él en presencia de otros. Debe ser
en cachette...
No tenía otra opción que aceptar. Bajo la supervisión de Diprose, guardé la piel en la caja fuerte y la cerré, y luego le acompañé hasta la calle.
—Hay tres guineas para usted en esto —dijo Diprose en voz baja, subiendo al carruaje.
¿Tres guineas? No estaba segura de si se burlaba de mí. Levanté una ceja en su dirección. ¿Tres guineas? Lo había dicho en un hilo de voz, pero noté el viento que transportaba sus palabras hacia todas las ventanas abiertas de la calle. Estaba anonadada. Si esto era lo que hombres como Knightley pagaban por un libro así, ¿cuánto estaría cobrándole Diprose?
Tres guineas.
«Sí, soy la puta de sir Jocelyn, ¿no lo sabía?»
«¿De verdad? Yo soy Patience Bishop.»
«Y éste es mi chulo, el señor Charles Diprose.»
«¿Puedo ofrecerle un poco de leche de cabra, señor Diprose? Está recién ordeñada, y es más dulce que un bebé.»
«Le maldigo, Charles Diprose, a usted y a su dinero repugnante. Y al resto de vosotros, con vuestros infames ojos y oídos.
Virtus post nummos.
Ya no estoy orgullosa de la virtud y el vicio, ni me avergüenza ni me impresiona. ¿Acaso insistir en la virtud no es un vicio más? Deseo que os quedéis todos sordos y ciegos a causa de vuestra propia suciedad, si no lo estáis ya.»
Más adelantada la semana, mientras limpiaba las lámparas de aceite en la encuadernadora para comenzar con el nuevo encargo, la puerta se abrió. Ya era de noche, por lo que no había pensado en cerrarla con llave. Sylvia se deslizó al interior del taller en silencio.
—¿Necesitas algo? —pregunté.
Se me acercó con cautela. Aunque llevaba puesto el desaseado delantal de Jack, no me miró con desdén ni con reprobación. Parecía, de alguna manera, tímida.
—Te he traído una taza de té —dijo—. De hecho, quería pedirte disculpas, Dora. Debes pensar que soy una cerda horrorosa. Llevo más de un mes aquí, y todo lo que he hecho es lamentarme por mi mala suerte.
—Has estado bastante preocupada, Sylvia —la consolé—. No tiene importancia.
—Pero nunca me he preocupado por ti, ni por tu trabajo. Tu esposo ha muerto, tu aprendiz se ha ido... Debe de ser muy difícil.
—Voy tirando —dije—. Por el bien de Lucinda.
—Háblame del esclavo, el Dun ese.
—Se llama Din.
—¡Qué tonta soy! ¡No sé dónde tengo la cabeza! Dora, me siento tan mal por ello... Sabíamos que estábamos abusando cuando te pedimos que lo admitieses en tu taller, pero no tenía idea de lo cerca que tendrías que estar de él. ¿Te da miedo a veces? Pareces tan valiente...
—Es un buen hombre. Es callado, y se porta bien.
—Sí, pero una nunca sabe en qué andan pensando. Debes tener cuidado, y no quedarte sola con él. No me gustaría tener que cruzarme con él.
—¿Cruzarte? Pero si lo viste aquí mismo, el otro día.
—¿De verdad? He estado muy distraída últimamente, Dora. Me olvido de las cosas.
—Y ya le habías visto antes. ¿O tampoco lo recuerdas?
—¿Cómo dices? ¿Dónde le he visto?
—Él me contó que fuiste a buscarle a Limehouse, a la dirección que había dejado a la sirvienta de lady Grenville.
—¡Claro que no! ¡Qué idea tan ridícula! —Nos quedamos mirándonos como intentando leernos la mente. Entonces de repente dijo—: ¡Envié a Buncie por él! Con una carabina, por supuesto. Yo nunca haría un viaje tan peligroso, así que envié a Buncie. Es una buena chica. ¿Acaso él creyó que era yo?
—Eso parece —dije, mordiéndome el labio.
¿Debería mencionar las veladas en Berkeley Square?
—¿Es más bien fornido, o es delgado?
Pensé que quizá Sylvia tenía un montón de esclavos y trataba de averiguar cuál era por su aspecto físico.
—De todas maneras —continuó— hablaré con la sociedad para que se lo lleven de aquí.
—En serio, Sylvia, él no molesta.
—¡Dora, quizá pienses que estás a salvo gracias a tus facciones poco elegantes y tu ropa gris, pero a esta gente no le importa si tienes la peste o has perdido la nariz por la sífilis! —Se cubrió el rostro con las manos y estalló en lágrimas—. ¡Ay, mi querido esposo! ¿En qué estaría pensando? ¡Como si yo fuese a traicionarle, a traicionar a la naturaleza! Como si yo pudiera acostarme con un... con un hombre de «color».
—¿Qué estás diciendo? No te comprendo, Sylvia.
—¡Me acusó de tener un romance! ¡Dijo que tenía que haber sido así! Con un... con un... ¡hombre de color! Que Dios sabe que oportunidades no me faltaron, bajo el auspicio de lo que llamó mi «horrible sociedad»... Que su hijo, su pequeño Nathaniel, es un... —En este punto la voz de lady Knightley alcanzó los más altos tonos agudos—: ¡Un mestizo!
—¿Lo es?
—¡Lo es! O al menos eso es lo que dice Jossie. Dijo que es... que tiene... un color poco común. Yo protesté, le dije que simplemente tiene las mejillas bronceadas de su padre. Sus colegas dijeron que era ictericia. Pero no, Jocelyn no estaba contento. Dijo que su cráneo se había soldado mucho más rápido que el cráneo de un blanco, y que era una señal de raza negroide, que tiene la frente más amplia y sin embargo es menos inteligente. También dijo otras cosas, que no recuerdo. Salvo que no podía demostrarlas, y la falta de pruebas lo estaba volviendo loco, entonces se encerró en su escritorio para encontrar la respuesta en sus libros y anotaciones, hasta que finalmente me echó de casa. —Su pecho se sacudió y comenzó a sollozar—. Yo sostuve mi inocencia. Siempre he sido honesta y fiel a mi esposo adorado. ¡Le dije que mi alma es blanca y pura, como la del niño!