Read La encuadernadora de libros prohibidos Online
Authors: Belinda Starling
Tags: #Histórico, Intriga
—Está trabajando con...
—Dame mi medicina —suplicó de repente.
—Peter, no hay nada que temer. Es el señor Din Nelson, y va a ser...
—¡Dame mi medicina ya!
Destapé la botella y se la di. Peter la bebió con gusto y volvió a sentarse temblando en su silla frente al fuego. Así que no pude presentarle a Din, y él nunca volvió a mencionarlo. Le ordené a Din que no saliera nunca del taller, ni entrase en la casa, ni siquiera para preparar cola. Desde entonces, la cortina permaneció siempre cerrada.
Todas las mañanas el mismo grupo de niños acompañaba a Din hasta la puerta del taller, y lo único que cambiaba eran las madres que los obligaban a entrar en sus casas, en función de los rumores del día respecto de su buena naturaleza o su maldad. Era una lucha sin fin entre el decoro y la conveniencia, ya que, sin duda, aquel hombre entretenía a sus hijos, lo que siempre era bienvenido para respirar un poco. Además, había algo divertido en el cojear de Din, y cada mañana saludaba a las damas con el sombrero, y enderezaba un poco más sus ojos al mirarlas.
Por las tardes se quedaba hasta las seis; entonces ordenaba sus trabajos, barría los hilos bajo su asiento, cogía su abrigo y nos deseaba buenas noches. Nunca preguntaba, como haría un empleado en busca de promoción, si necesitaba que se quedara hasta más tarde. De hecho, nunca esperaba a que yo le dijera que se fuese. Pero aquello no me molestaba; lo que sí me preocupó fue que su cuarto día de trabajo, un viernes, cuando a las cinco de la tarde regresé tras correr a servirle unas crepes a Lucinda, Din no estaba. Había limpiado, guardado su trabajo y cogido su abrigo una hora antes de tiempo, todo sin que Jack lo notase. Aquel día no pensé más en ello, a pesar de estar un poco indignada ante su insolencia.
Pero su ausencia nos venía bien, ya que necesitábamos comenzar con la trilogía de Príapo y teníamos una hora más. Estábamos pensando en experimentar con un repujado, es decir, un dibujo trazado en relieve por el reverso de la tapa de cuero. Jack humedeció el cuero y, mientras lo mantenía tirante, yo recorté los bordes del dibujo, con un cuchillo afilado y sin decir una palabra entre nosotros. Luego con paciencia conseguimos la tumefacción de nuestros tres orgullosos
peni:
con la punta de la plegadora de hueso y el ágata hicimos que la incisión se elevase y sobresaliese, antes de llenar los huecos con papel maché, serrín y cola. Jack y yo estábamos tan ensimismados en la delicadeza del procedimiento que pronto olvidamos el motivo de la ilustración. Hubiéramos podido perfectamente estar haciendo el repujado de una nariz, o de una barbilla. Hacia las diez de la noche, mientras Jack y yo contemplábamos el primero de los tres libros terminado, comprendimos que habíamos creado una verdadera obra maestra de las partes bajas.
Escuché un grito en el piso de arriba y salí corriendo; encontré a Peter arrodillado junto a su cama, haciendo muecas sobre un charco de orina. Se había volcado el orinal encima, y tenía el camisón empapado.
—Dame mi medicina —suplicó—. Dame un poco de gotas.
—Claro, amor. Déjame limpiarte antes.
Doblé la parte húmeda de su camisón sobre la parte seca y luego se lo quité. Cogí uno limpio del armario; no lo había ventilado, pero la necesidad obligaba, así que lo vestí con rapidez y lo puse de nuevo en la cama. Tomó su brebaje de inmediato, y se hundió entre las sábanas, ensimismado, mientras yo limpiaba el resto del charco con el camisón sucio, lo metía en el orinal y me lo llevaba todo escaleras abajo.
De vuelta al trabajo, inquieta por Peter, me preguntaba si estaba haciendo lo correcto en mi nuevo negocio, con los penes de cuero y esas cosas. Sin duda no eran los libros que una mujer como yo debería leer, lo que aparentemente demostraba una y otra vez, con millones de pequeñas variantes, que a las mujeres no las perturba el deseo, y que la moralidad de la nación dependía de su pureza y su domesticidad. Yo pensaba en los libros que había amado, más que en aquellos hechos para subestimarme. Intentaba imaginarme a Jane magreándose con Rochester, lo que no era difícil, dado que sólo habían hecho el amor cuando él ya estaba lisiado y que yo había encuadernado suficiente literatura sobre el tema. O a Cathy y Heathcliff, con Edgar mirando, o mejor aún, un
ménage à trois
alimentado por la pasión del odio. Me sorprendía la facilidad con que imaginaba esto, pero siempre encontraba una pasión más genuina en las páginas de
Jayne Eyre
que en las de
El turco lujurioso.
Yo comprendía a Jane: su vida sin esperanza, la minimización de sus deseos, su habilidad para ponerse manos a la obra y hacer lo que fuera necesario. Después de todo, yo era la hija de una institutriz que nunca había pensado en casarse, y como Jane, nunca me había sentido parte del sexo débil.
Claro que, pensándolo bien, las mujeres de Lambeth, un sábado por la noche, tampoco podían considerarse del sexo débil. Mujeres que chillaban y se caían, que mostraban sus muslos en el suelo, riéndose borrachas. Mujeres que vendían a sus bebés a cuidadoras, que también eran mujeres, para que se ocupasen de ellos e hicieran lo que ellas eran incapaces de hacer. Mujeres que entregaban a sus propias hijas a los hombres que se negaban a pagar por su carne vieja, capaces tratar así a sus propias hijas para evitar el hambre, antes de tirarse desde lo alto de un puente. El sexo débil, pero qué tontería. Éramos más bien el sexo fuerte, y lo más injusto de todo era que si íbamos a las ejecuciones públicas, o a las bibliotecas públicas, o a cualquier otro lugar público, se nos regañaba por no proteger nuestra pureza.
Cuando el reloj de la iglesia dio las doce, dejé las herramientas, me quité el delantal y ni siquiera me preocupé de revisar el fuego de la cocina. Dejé la cocina sucia y verifiqué que Lucinda estuviera bien, aunque no le di un beso en la mejilla porque yo también estaba sucia. Me quité la ropa sucia y me puse el camisón sucio. Pero no podía quitarme la vergüenza y dejarla colgada en la silla junto a la cama. Eso no se iría nunca, por lo que me acosté junto a Peter, incómoda por la suciedad y el cansancio, sumergida en mugre, pavor y odio, sabiendo que a la mañana siguiente mi vergüenza seguiría allí, colgando como un chal húmedo, como la niebla de Londres.
Al día siguiente era sábado, y yo estaba lista para hablar con Din, no sobre por qué había salido una hora antes, sino para encontrar algún medio de comprometerlo con Encuadernaciones Damage. Mis preguntas no estaban motivadas por la conversación con el señor Diprose; confieso que sentía mucha curiosidad por la vida que había vivido antes de que unas damas ricas conspirasen para dejarlo frente a mi puerta.
—¿Dónde duermes, Din?
—Ce'ca de aquí, seño'a.
—Necesito la dirección exacta, por favor. Es para los registros.
—En el Albe'gue para Trabajadores Transitorios, seño'a, en High Street.
—¿Quién es tu casera?
—La seño'a Catamole.
—¿Cuánto tiempo llevas allí?
—Ocho meses, seño'a.
—Y antes, ¿dónde te alojabas?
—En un antro.
—¿Perdona?
—Un albe'gue para indigentes.
—¿Y por qué te fuiste?
—Sólo son lugares temporarios, seño'a. La Sociedad de Damas para la Asistencia a los Fugitivos de la Esclavitud quería encontrarme algo rápido, y menos caro, así que me enviaron con la seño'a Catamole.
Su acento era hipnotizador: espeso, almibarado, con un gangueo típicamente americano, pero también algo más. Al igual que su caminar, hablaba de manera divertida.
—¿Y te gusta?
—Sí, seño'a. La cama es cómoda, y la pensión sana y agradable. Nunca esperé mucho, ni lo deseé tampoco.
—¿Cuánto tiempo llevas en Inglaterra?
—Once meses, seño'a. Nueve en Londres.
—¿Dónde estuviste antes de Londres?
—En Portsmouth. La Sociedad de Damas para la Asistencia a los Fugitivos de la Esclavitud me trajo con un trasatlántico. Me dejaron en Portsmouth.
—¿Dónde te alojaste en Portsmouth?
—En ningún lao.
—¿Entonces qué hiciste?
—Caminé, y a veces alguien me llevaba un poco.
—¿Y dónde dormías?
—Donde podía.
—¿Cómo?
—En la calle. O en los emba'caderos, o en el campo. Llegué a Londres lo más rápido que pude, seño'a. Llegué a casa de mi benefactora, pero se había puesto enfe'ma y murió.
—Sí, claro, lady Grenville. Seguramente pensaste que tu suerte había muerto con ella.
—No, seño'a. Yo hago mi propia sue'te. No esperaba nada más de la Sociedad de Damas para la...
—Sí, sí, sé a lo que te refieres. —Mis rápidas intervenciones lo intimidaban. Me mordí mi lengua impaciente y dije con dulzura—: Continúa, por favor. Cuéntame, ¿cómo llegaste hasta aquí?
—Conocía a otro ame'icano como yo, que había vagado por ahí hasta que el precio por su cabeza fue muy alto, así que se vino a Inglaterra. Oí decir que estaba en Limehouse, así que fui para allí.
—¿Le encontraste?
—No. Pero encontré a los que le conocían. Ame'icanos, muchos, todos negros. Y otro fugitivo.
—¿Y así fue como te encontró lady Knightley?
—La hija de lady Grenville me pidió que dejara una dirección, y la única que conocía era la de Limehouse, a donde iba. Llevaba conmigo esa dirección desde hacía años.
—Y fue allí donde te encontró lady Knightley.
—Sí. Los que estaban allí le dijeron que podía encontrarme en la pensión de un chino, donde yo dormía en el suelo, a unas calles de allí. Y allí me encontró.
La imagen de la historia era remarcable: lady Knightley recorriendo en su carruaje lugares insalubres, en busca de un hombre a quien nunca había visto, proveniente de un país al que nunca había ido. Incliné la cabeza. Si ella hubiese estado con nosotros en aquel momento, me hubiese puesto de rodillas con humildad y respeto.
—¿Y fue ella quien te llevó al albergue, y luego a casa de la señora Catamole?
—Sí, seño'a.
—¿Y qué te han parecido los ingleses, Din?
—Muy amables, seño'a. Y civilizados. No me molestan cuando camino por la calle. Cuando llamo a un autobús se detiene. Y durante la cena, la seño'a Catamole me pregunta qué me parece la comida. Eso nunca antes me había ocurrido, incluso antes de que me atraparan.
—¿Te atraparon?
—Sí, seño'a.
—¿Y te reenviaron con tu amo?
—No, seño'a. Me atraparon al principio.
—Perdona, Din, pero no te comprendo.
—Me atraparon los comerciantes, cuando era niño. Antes era libre.
—¿Tú... te convertiste en...? —Din no había utilizado la palabra, y yo no sabía si hacerlo—. ¿Qué edad tenías?
—Catorce, seño'a.
Quería aclarar lo que estaba oyendo, y averiguar más cosas, pero estaba entrando en terreno pantanoso, y Din no revelaba nada que yo no preguntase. Cogí la pluma y reanudé lo que pretendía ser una investigación en toda regla.
—¿Tienes familia, Din? Para mi registro...
Aunque había pensado que ésta sería una buena manera de interrogarlo, veía en su expresión que estaba equivocada. Entonces no sabía que alguien de su color pudiese empalidecer; era una visión aterradora, y tan poco conocida como la palidez de las arenas del desierto para alguien que nunca ha salido de la ciudad.
—No —dijo finalmente—. Mi mamá y mi papá están muertos, seño'a.
Su tono de voz volvía a ser cortés, a pesar de mi total insolencia.
—Tenía dos hermanos y dos hermanas, pero ya no los veré nunca más. Tampoco tengo esposa ni hijos.
—Siento escuchar eso, Din —dije—. Gracias por responder a mis preguntas.
—Encantao, seño'a.
Cerré mi cuaderno de golpe y giré rápidamente sobre mis talones con la esperanza de encontrar en el banco algo que me ocupase por unos instantes. Luego me dirigí a la caseta de dorado a ocuparme de las tareas del día. Desde allí observaba a Din, sopesando sus educadas respuestas en mi cabeza. A lo largo de la mañana, me descubrí mirándolo cada vez que me hartaba de grabar en oro algún título sugerente, o de repujar un nuevo pene.
Y en lugar de dedicarme a la letanía de prácticas sexuales y partes del cuerpo a las que solía abocarme, me puse a planificar cómo demostraría a Diprose que Din no podía ser una amenaza para nadie, ya que era amable y educado; además, cuando un hombre ha pasado por su situación y pierde a toda su familia, ¿qué pueden importarle algunas historias obscenas?
El viernes siguiente, Din volvió a salir una hora antes, y el otro también.
—Tenemos que vigilarlo la próxima vez, Jack —dije—, para ver adónde se escapa.
—Sí, señora Damage.
Pero cada viernes olvidábamos vigilarle, y cada vez que yo lograba recordarlo, ocurría algo que me distraía: Peter me llamaba para que le cortase las uñas, o Lucinda me pedía algo de comer, o el vendedor de vino llegaba para llenar nuestras jarras... Todo parecía más importante que la hora semanal que Din nos robaba.
Una vez le pregunté sobre su vida en América antes de llegar a Inglaterra. Me contó que había nacido allí, lo que borraba de un plumazo las imágenes que me había construido sobre un pobre muchachito transportado desde el trópico en la bodega hedionda de algún barco inmenso. Le pregunté si sus padres habían nacido allí, a lo que me respondió afirmativamente.
—¿Y qué edad tenías cuando comprendiste que eras un... que no tendrías las mismas oportunidades que los demás?
—Soy un negro, así que lo supe desde que nací, mucho antes de que me capturaran. Pero era un tipo de desigualdad diferente. Sabíamos lo horrible que era la esclavitud en el sur, así que el desprecio que sufríamos en la calle, los toques de queda o la segregación significaban que por lo menos éramos libres. Pero cuando me atraparon, todo cambió.
—¿Escapaste alguna vez?
—No, seño'a, no hasta hace poco.
Su cortesía era impecable frente a una mujer que no entendía lo que le decía.
—¿Y cuándo te capturaron?
—El 1 de julio de 1846.
—¿Cuántos años tenías?
—Catorce, seño'a.
—Cuéntame, por favor —le supliqué cuando mi estupidez se volvió insoportable hasta para mí.
Finalmente comenzó a hablar sin necesidad de las preguntas que le disparaba, y atrapé cada una de sus palabras como temiendo que su discurso fluido terminase por secarse.
—Iba a una conferencia de predicadores a Washington D.C. con mi papá.
—¿Tu padre?
—Sí. Papá era ministro de la Iglesia metodista. Mamá era enfermera. Vivíamos en las afueras de Baltimore, con mis hermanos y hermanas. Entonces, íbamos a Washington. Iba a toma'nos dos días llegar hasta allí, pero unos cazadores nos prepararon una emboscada. Nos llevaron al sur y nos vendieron en Virginia —dijo con calma.