La encuadernadora de libros prohibidos (20 page)

Read La encuadernadora de libros prohibidos Online

Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
14Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Qué... qué es eso? —pregunté, muy a pesar mío.

—El sol. Un tatuaje del sol —respondió mientras se abotonaba la camiseta y metía de nuevo la camisa en los pantalones, acomodándose a la perfección el chaleco en la cintura—. Seguramente creyeron que era un dios menor, ya que si no, ¿cómo podría haber sobrevivido a sus ataques? «El dios Sol», me gustaba la idea, así que le pedí a un marino que me lo tatuara en el barco de regreso.

Liberé a Lucinda, pero no podía apartar de la mente la imagen de aquel sol azul que manchaba la piel alrededor del agujero negro de su ombligo. Oí que Jack resoplaba con fuerza antes de volver a sus tareas.

—He dejado instrucciones en mi testamento para que mis obras completas sean encuadernadas con la piel de mi torso, con la cicatriz dejada por la lanza en la tapa posterior, y el tatuaje de mi ombligo en la tapa anterior. ¿Qué piensa de ello, Dora? —me preguntó, aunque siguió hablando ante mi silencio—. Titularé mis memorias
El Apolo africano: Helios en la sabana, o viajes del último dios Sol.
¿No le parece una buena manera de lograr la inmortalidad?

No tenía respuesta a su pregunta. Los granos que le había dado a Lucinda me sirvieron para cambiar de tema.

—Pero ¿y los granos, sir Jocelyn? Por favor, dígame de qué se trata.

—Bromuro de potasio —dijo mientras arreglaba las colas de su abrigo—. Reduce de forma significativa la incidencia de las convulsiones, pero quizás aumente su apetito y la frecuencia de sus micciones. También puede afectar en cierta manera a su coordinación.

—¿Es seguro?

—Completamente. Ha demostrado una gran eficacia en muchos casos de epilepsia histérica o menstrual.

—¡Pero ella sólo tiene cinco años, sir Jocelyn!

Yo seguía sin poder mirarle a los ojos, ni a ningún otro lado.

—Lucinda sufre de convulsiones desde que nació. ¿Acaso desea esperar a la pubertad para deshacerse de ellas? Eso sería peor para las dos.

Luego se volvió hacia Lucinda con un «¡Ajá!», como si hubiese olvidado algo, como si no tuviese idea de la enorme violación a la decencia que había cometido frente a ella. Me sorprendía el mundo en que vivía, donde las convenciones estaban para ser rotas y pisoteadas en la intrépida búsqueda de una vida mejor, con mejillas sonrojadas y bigotes rizados ante la cálida brisa del progreso.

—Aquí, mira.

Cogió una pequeña bolsa azul de su bolsillo y ordenó a Lucinda que extendiese las manos. Contó uno, dos, tres pequeños bastoncillos marrones y los colocó sobre sus pequeñas palmas. Luego cuatro y cinco. Lucinda dejó caer uno y rió, y extendió su falda para atrapar más. Pronto tuvo diez bastoncillos.

Yo sabía qué era: opio crudo. Sentí una punzada de ira: sin duda este hombre me estaba insultando. Se podía comprar en cualquier farmacia por uno o dos peniques.

—Dáselos a tu mamá, pero son para tu papá. Y dile de mi parte que si se los ofrezco es por la simple razón de que una mujer con sus responsabilidades y tareas tiene poco tiempo para ir a la farmacia.

El hombre era tan persuasivo que podría convencer a un molino de no hacer daño a los granos de trigo.

—Ahora ve a jugar con Mossie, y cuéntale lo de tus granos mágicos —dijo a Lucinda.

—¡Sí! —exclamó Lucinda y levantó la muñeca hacia él, demasiado impresionada para darle las gracias.

Como yo estaba demasiado sorprendida para obligarla, ambos la observamos decir adiós con la mano y salir corriendo hacia Ivy Street para mostrársela a Billy.

Sir Jocelyn, con su enorme mano, cerró la mía con los bastoncillos de opio dentro y sonrió.

—Además —continuó su explicación—, tengo entendido que vuestra farmacia sólo vende opio de Bridport, que no vale nada comparado con el turco. Y antes de que me olvide —sacó una pequeña botella de otro de sus bolsillos—, aquí tiene una ya preparada, para no tener que esperar a que sus preparaciones estén listas.

—Gracias, sir Jocelyn. Es muy considerado de su parte.

Me alejé y puse los bastoncillos en una caja en lo alto del armario.

—Y para usted, un producto turco de otra clase.

Sacó una caja cuadrada de madera de su maleta y la abrió para mostrar algo que parecía un bloque de gelatina amarillo pálido cortado en trozos con forma de diamante y cubierto de una gruesa capa de polvo blanco.


Rahat lokum.

—¿Perdone?

—Significa «satisfacción de la garganta» en árabe. Un sentimiento que alabo. Pruebe uno, señora Damage.

—¿Con los dedos?

—¿Hay algo mejor?

Con dificultad, cogí una de las formas de diamante y me la metí en la boca. De inmediato el polvo blanco me hizo cosquillas en la nariz y aunque no estornudé, me saltaron lágrimas de los ojos y se me cerró la garganta. La pastilla era bastante empalagosa, y se adhería a los dientes y al paladar mientras masticaba, y a la lengua cuando intentaba despegarla de donde se había metido. No me atrevía a tragar por miedo a lo que pudiese pasarle a mi garganta. ¿Satisfacción de la garganta, dijo?

¡Y el gusto! ¡Era igual que comer un pedazo solidificado del perfume demasiado fuerte de una dama rica! Pero era dulce, muy dulce, como una cucharada de miel.

—¿Le gusta?

Negué con la cabeza y luego asentí. No podía hablar, y me goteaban los ojos y la nariz. Además, a decir verdad, no sabía qué responder.

—Intento ayudar a un viejo compañero de escuela que pretende abrir el primer baño turco de Londres —siguió hablando mientras yo me debatía con la pastilla—. La ciudad necesita algo que la haga recomendable, ¿no? Los azulejos de Iznik llegaron ayer...

Y continuó hablando, como si yo fuese el tipo de persona que podría estar interesada, o pudiese permitirme ir a un baño turco, y luego mencionó sus viajes por el Imperio otomano con su compañero, los olores y colores de Izmir y Latakia, los pachás, los beyes, los sultanes, las mujeres... Entonces hizo una pausa, como si hubiese sido atrapado por mi furiosa masticación, y sonrió con languidez. Se acarició el mentón con sus largos dedos, se inclinó hacia mí y me preguntó en un murmullo:

—¿Sabe por qué el
lokum
está tan de moda, querida?

Negué con la cabeza otra vez, sin dejar de masticar.

—Es la forma de diamante —susurró, para que Jack no le oyese—. Los amantes pueden colocarlo entre los labios externos del orificio inferior de la mujer, para luego lamerlo. Según me han dicho, los vuelve a ambos locos de deseo y causa delicias indecibles.

Me atraganté y escupí un poco de pasta blanca y amarilla en mis manos, mientras sir Jocelyn se enderezaba para disfrutar de mi reacción.

—¿Ha notado el sabor del jazmín, Dora?

Asentí, finalmente capaz de liberar la lengua. Pronto, pensé, me atrevería a tragar esta peligrosa pasta. No era seguro retenerla en la boca o en la garganta.

—Confío en que la haya complacido —insistió—. Es su único propósito: fue especialmente encomendado por el sultán Abdul Hamid I para el deleite de las mujeres de su harén. Eran demasiadas para satisfacerlas a todas, por lo que el dulce tenía la función de calmar a las mujeres más lascivas que buscaban consuelo en los brazos de su único hombre. Eso me recuerda que uno de mis libros favoritos acerca de un turco más bien infame necesita ser reparado. Se lo enviaré a Diprose para que él se ocupe de dárselo. Quizá le guste.

En aquel momento no quise admitirlo, pero hoy estoy convencida de que me guiñó un ojo. Se inclinó para recoger su maleta y se puso el sombrero.

—Que tenga un buen día, Jack.

—Buen día, sir Jocelyn.

Le abrí la puerta del taller, y su cochero descendió para abrir la puerta de su carruaje.

—Buen día, señora Damage. Ha sido una visita muy satisfactoria.

—Adiós, sir Jocelyn —conseguí decir, tras tragar con excesiva fuerza.

Permaneció un instante de pie frente al taller, bajo el frío húmedo, como si quisiese saborear por última vez el hedor de Lambeth antes de partir. Luego, cuando parecía haber llenado sus pulmones, me miró directamente a los ojos y, con la más dulce de las sonrisas, dijo como de pasada:

—Usted cuide de mis libros, y yo cuidaré de la pequeña Lucy.

—¿Quién ha venido? —preguntó Peter sentado frente al fuego cuando yo llevaba a Lucinda a la cama.

Tenía los pies apoyados en el sillón Windsor, llevaba unos calcetines marrones que le cubrían los pies, pero que apenas le llegaban hasta los anchos y rojos tobillos, que parecían el cuello hinchado de un bebedor empedernido.

—Un cliente —le dije—. ¿Quieres que te enfríe los pies?

—¿Qué cliente? Iba demasiado bien vestido para ser un librero.

—Mi amor, no te fatigues hablando. Mírate.

—Necesito un poco más de brebaje.

—Ya casi te lo has terminado.

—¡Tráeme mi brebaje!

—Te prepararé unas gotas negras. Tengo algunos bastones... —dije, y añadí rápidamente—: que compré en la farmacia.

—Tengo que ir a la cama. Llévame a la cama.

Envié a Lucinda a acostarse sola y retiré la manta de las rodillas de Peter. Se apoyó en mí hasta que llegamos a las escaleras. Parecía más pequeño y más viejo. Tenía las piernas curvadas, los pies hinchados, y todo él flaqueaba ante el peso de la invalidez.

—¿Trajo libros?

—No, pero trajo la promesa de libros.

—¿De qué tipo?

—Casi todos extranjeros.

—¿Para qué?

Me costó construir la frase mientras subíamos las escaleras.

—Creo que son informes sobre el comportamiento de las comunidades en lugares remotos del Imperio de Su Majestad.

—Ah, el Ministerio de Asuntos Exteriores.

—Puede ser. Es probable.

—Bien, bien. —Finalmente llegamos a la habitación—. Acuéstame poco a poco, mujer, que a pesar de la hinchazón no voy a rebotar.

De la mesilla de noche cogí un bote con gasa, cinta y unas tijeras.

—¡No, la embrocación no! ¡Prepárame una cataplasma!

—Primero debo ocuparme de Lucinda. No tardaré mucho, ya la oigo desvestirse.

—¡No te vayas! ¡Dame algo, lo que sea, que me alivie el dolor!

—Ya casi no queda poción. Te prepararé unas gotas negras esta noche, pero hay que dejarlas fermentar.

—¡Consigue algo!

Entonces recordé la botella que Knightley me había dado. Corrí al taller, donde Jack seguía trabajando duramente. Eché una mirada a la pila de libros, calculé el coste en velas contra el número de encuadernaciones que podíamos hacer en ese tiempo, y una vez más la balanza se inclinó del lado de los libros.

—Cuatro libros más para encuadernar esta noche, Jack —le grité mientras cogía la botella—. ¿Podrás hacerlo?

—Desde luego, señora Damage —respondió a mi espalda.

Al menos no tenía que traerse sus propias velas, como era costumbre en los talleres de los más grandes encuadernadores comerciales, como Remy & Rangorski.

Volví a la habitación. No pensaba dejarle beber de la botella, así que tuvo que esperar a que le sirviese una cucharada. Hizo una mueca ante el gusto desagradable.

—Esto te ayudará. Ahora, iré a lavar a Lucinda y a escuchar sus plegarias, y volveré en cuanto pueda.

Peter parecía contrariado, pero yo debía sacar adelante la casa lo mejor posible. Lavé a Lucinda con una toallita fría, le ayudé a ponerse el camisón y la abracé a ella y a Mossie con fuerza mientras recitaba sus plegarias.

—Mamá, creo que los ángeles son los bebés de Dios.

—¿No lo somos todos?

—Sí, pero ellos son los que se quedan con él en el cielo.

Le di un beso y bajé para preparar las cataplasmas de Peter. Mezclé un poco de pan con agua en una cacerola, y cuando estuvo bien caliente, coloqué la pasta sobre un trapo limpio. Luego subí deprisa las escaleras para ver qué miembro de Peter necesitaba más atención esa noche.

—No, ahora no —gruñó—. Ya basta. Ven a la cama y reconfórtame.

Me quité el delantal, pero en lugar de ponerme el camisón, me acosté junto a él en camisa, coloqué su cabeza sobre mi antebrazo y le acaricié las mejillas mientras me murmuraba:

—Quédate conmigo, enfermera. No me dejes, enfermera. No vuelvas a trabajar, Dora...

Apagué la vela y me quedé quieta, en la oscuridad, escuchando el ir y venir de la sierra de Jack en el taller. Cuando la respiración de Peter se transformó en ronquidos, me liberé de su pesada cabeza, me volví a poner el delantal y bajé de puntillas al taller. El reloj marcaba las diez, y el aire estaba helado.

Jack y yo trabajamos juntos, iluminados por una sola vela clavada en la prensa hasta que él partió cuando las campanas de la iglesia dieron las doce. Yo dejé de trabajar a las dos de la madrugada, apagué la vela y me dirigí a la cocina, donde limpié los cuchillos a la luz de la luna con bicarbonato y papel de lija. No podía dejarlos en remojo porque la hoja se oxidaría y el mango se pudriría. A pesar del cansancio, decidí preparar la maceración de gotas negras, ya que tardaría varias semanas en estar lista. La mezcla de opio, zumo de frutas verdes, levadura, azúcar y nuez moscada era una receta de mi madre, aunque ella nunca había tenido el privilegio de utilizar opio turco. Finalmente, rastrillé la estufa de la cocina y la dejé lista para la mañana siguiente, y conté cuántas velas nos quedaban para poder vernos a través de la oscura niebla de la mañana.

Esas velas, con sus lenguas de fuego, lamiendo el oxígeno y nuestros peniques, ¿qué historias podrían contar sobre las páginas que iluminaban, noche tras noche, en un rincón de Lambeth, en lo más profundo de esta sórdida ciudad?

10

El doctor Foster es un buen profesor,

enseña a los niños con mucha ilusión:

a leer, a escribir y a sumar y a restar,

y nunca se olvida de usar el bastón.

Siempre que lo usa les hace bailar

fuera de Inglaterra hacia Francia,

fuera de Francia hacia España,

alrededor del mundo y vuelta a empezar.

Los jardines de mis encuadernaciones no estaban bien recortados, ni eran cenefas de bordes perfectos. Se revelaban y amontonaban, las hierbas rebasaban las orillas, de los macizos brotaban flores que sobresalían en lugar de recostarse bajo la mirada del lector. Flores que debían haber estado separadas crecían juntas, pero aquello parecía gustarles, así que lo dejé. Mi césped estaba crecido y descuidado, y hacía cosquillas en los tobillos y en la fantasía de quien caminaba por él. Pero finalmente, en una literatura en la que, como terminaría aprendiendo, «poner a Nabucodonosor a pastar» era un eufemismo para definir el acto sexual, pensé que sería más amable por mi parte ofrecer al viejo rey de Babilonia un pasto largo y exquisito donde valiese la pena darse un festín.

Other books

Ash: A Bad Boy Romance by Lexi Whitlow
The Penningtons by Pamela Oldfield
Kade (NSC Industries) by Sidebottom, D H
ARISEN, Book Twelve - Carnage by Michael Stephen Fuchs
Deep Water by Pamela Freeman
The Queen's Exiles by Barbara Kyle
Open Heart by A.B. Yehoshua
Campaign for Love by Annabelle Stevens, Sorcha MacMurrough
Whispers in the Sand by Barbara Erskine