Read La encuadernadora de libros prohibidos Online
Authors: Belinda Starling
Tags: #Histórico, Intriga
—Buenos días, señor Nelson —dije en voz alta antes de seguirle y cerrar la puerta.
¿Me equivocaba, o su ojo bueno me había mirado?
Estaba a punto de decirle que limpiase las lámparas de aceite cuando escuché un carruaje que se acercaba por la calle. A través de la ventana distinguí a Charles Diprose en un viejo carro.
—¡Rápido! ¡Escóndete! —siseé a Din, y de inmediato saltó por encima del banco hacia un rincón de la habitación.
Se movía rápido, a pesar de su tamaño. Santo Dios, pensé, ¿creerá que su antiguo amo va tras él con una banda de mercenarios? Din trataba de llegar a la caseta de dorado, que era un lugar bastante adecuado gracias a las cortinas, pero no tuvo tiempo. Diprose ya había abierto la puerta y me sonreía. De repente su sonrisa desapareció al ver a Din detrás de mí, y su rostro sudoroso empalideció.
Por el bien de todos, decidí de inmediato implicar a la única persona que difícilmente sería castigada. Eso era decir la verdad, algo que parecía escasear en mi negocio estos últimos tiempos.
—Señor Diprose, permítame presentarle al señor Din Nelson, nuestro nuevo aprendiz, que ha llegado a Encuadernaciones Damage por intermedio de lady Knightley y su... usted sabe... la Sociedad para Esclavos que Huyen... de... de América, creo.
Las cejas de Diprose se arquearon con fiereza y sus ojos sobresalieron como dos cucharas grasientas. No le dirigió una sola palabra a Din, sino que me cogió por el brazo y me llevó hacia la puerta para que Din no pudiese escucharle.
—¿Sir Jocelyn sabe algo de esto?
—Creo que no, señor.
—Lo sabrá. Le advertí a sir Jocelyn lo arriesgado que era contratar a una
ingénue.
Está claro que usted trabaja bajo una gran
méconnaissance
de la seriedad de la situación.
—¿Qué se supone que debía hacer? Estoy bajo las órdenes de lady Knightley.
—¿Acaso es ella quien paga su salario? ¿Quien pone la comida en su mesa?
—Señor Diprose, con todo respeto, el hombre era un esclavo. Era lo mínimo que podía hacer, lo menos que cualquiera podría hacer, darle el trabajo. Y yo necesitaba ayuda. Los encargos que usted me trae son demasiado para nosotros dos. Realmente, ¿qué daño puede hacer?
—Ésa no es la cuestión.
—¿Debo hablar con lady Knightley?
—Sería difícil.
—¿Por qué?
—Está
enceinte.
—Parecía como si la palabra le dejase mal sabor de boca—. No recibe visitas desde agosto. Seguramente no se le permitirá trabajar en sus cosas mientras se encuentre en estado.
—Entonces estamos atados a él. Tendremos que hacerle trabajar de alguna manera.
—Su optimismo
ne vous sied pas,
señora Damage. No sabemos nada de este hombre.
—Eso no puede ser muy difícil. Usted me parece admirablemente capacitado para obtener información.
—No me pase su trabajo sucio. Usted aceptó que él viniese, y usted debe descubrir de quién se trata. —Era casi una hazaña su forma de hablar en murmullos sin apenas mover los labios y al mismo tiempo cargar cada palabra de amenazas—. Deberá contarme a mí todo lo que descubra, y procurarse los medios necesarios para garantizar su discreción.
No era precisamente pereza: yo le brindaba la oportunidad que había estado esperando, y sabía que la utilizaría para derribarme de mi lugar de preferencia a los ojos de sir Jocelyn.
—Si no lo hace —continuó— me aseguraré personalmente de que usted termine más al fondo de la cloaca que cuando la encontré.
—Seguro que será fácil, señor Diprose —exclamé, revolviendo los papeles hasta encontrar el contrato de Jack, un viejo papel arrugado con el sello rojo del abogado. Se lo enseñé—: Mire... «... dicho aprendiz deberá servir fielmente a su maestro, guardar sus secretos, seguir gustosamente sus instrucciones donde sea, no provocarle ningún perjuicio...».
—Vaya,
ben trovato,
señora Damage,
ben trovato
—dijo con sarcasmo—. Es usted una muchachita muy lista. Considerando que el límite legal es un aprendiz por cada cuatro obreros, y que yo sólo veo un aprendiz, una mujer y dos espacios vacíos donde solía haber trabajadores capacitados,
ergo,
usted ya está violando dichos límites...
—Señor Diprose, no le estoy sugiriendo que preparemos un contrato de aprendiz. Sólo necesitamos un documento legal donde ponga lo mismo que en éste, quiero decir... déjeme encontrarlo... ¡Aquí está!: «cualquiera de ambas partes está atada a la otra...», ¿oye eso, señor Diprose?, «... atada a la otra por el presente documento...».
—No tendría valor legal, pero si tiene el dinero para cubrir los gastos de un abogado, adelante, señora Damage. Aunque déjeme sugerirle algo: o cierra bien sus puertas incluso para las obras de caridad, o busca los medios para garantizarse
sa loyauté.
En efecto, debe encontrar una manera de que ambas «partes», como usted dice, estén «atadas» entre sí, pero no así, no con
un morceau de papier.
Le sugiero que comience a reflexionar. —Se llevó la mano a la barbilla y la frotó con tanto vigor que temblaron sus mejillas—. Además, un documento legal no soluciona un problema insuperable con relación a los orígenes de este hombre.
—¿Cómo dice?
Diprose hizo un gesto de disgusto con la mano.
—¿No se había dado cuenta antes? ¿No ha visto la naturaleza indelicada de algunas de nuestras obras? —Estaba tan enfadado que casi escupía al hablar—. ¿Su clave antropológica, su tendencia etnográfica?
—No pensé que...
—Haré que le lleguen algunas, y entonces veremos dónde reside su lealtad, y cómo podrá ayudarla un endeble papel repleto de tonterías de leguleyo. Buena suerte, señora Damage. En cuanto a mí, no se me romperá el corazón al prescindir de usted.
Dicho esto, salió del taller caminando con su típica arrogancia chirriante y rígida.
—¿Puedes ayudarme, muchacho? —gritó al conductor del coche, quien se mostró poco dispuesto, como si Diprose le hubiese pedido que escalara el Himalaya.
El muchacho bostezó, se levantó del asiento y entró en el carruaje como un gato buscando dónde recostarse. Por fortuna, volvió a salir, con una gran caja de mimbre en las manos que trajo hasta el taller.
—¿Libros? —pregunté con recelo, pensando en el trabajo que ya teníamos.
—No. Es
personnel.
No de mi parte,
je vous assure.
Ábralo más tarde, tiene demasiadas cosas de qué preocuparse para distraerse con esto.
Diprose subió al carruaje, y desde dentro me pasó dos pieles. Eran dos exquisitas pieles de color rojo veneciano. Parecían viejas, pero al tacto se notaban frescas y húmedas.
—¿Qué es esto? —pregunté—. Son hermosas.
—Piel de cabra —respondió—. Viene de los territorios de Níger, o del Congo, o algún lugar
maudit
por el estilo, teñidas por los nativos con corteza de árbol, o lo que sea que utilicen allí. Un método secreto del que, sin duda, nuestro imperio conseguirá la receta dentro de no mucho. Llévelas dentro y regrese a por los libros.
Esquivé al conductor en la puerta del taller y penetré en la oscuridad de la habitación para dejar las pieles sobre el banco. Din miraba fijamente por la ventana trasera, hacia el patio. No le dije nada, sino que regresé de inmediato al coche como me habían ordenado. Vi a Nora Negley espiando detrás del gastado carruaje, y a Agatha Marrow que sacudía su colchón calle arriba, aunque no lo suficientemente rápido ni fuerte para no oír los que decíamos.
—
Les voici
—dijo Diprose sosteniendo ante mí una pila de libros grandes y pesados—. Son tres volúmenes y necesitan una nueva encuadernación. El primero trata de lo que podemos llamar antropología, una incursión en los ritos, prácticas y folclore de algunas culturas extrañas. —El viejo libro no llevaba título, así que lo abrí para leer el frontispicio—. ¡Por favor! —siseó Diprose enfadado—. ¿Es necesario que lo haga en mi presencia, y encima en medio de la calle? No es precisamente decente, ¿sabe? No lo haga más difícil. Si las cosas se hiciesen a mi manera, usted no trabajaría para nosotros.
El libro se intitulaba
Las divinidades generadoras, o el culto del falo,
y el dibujo del frontispicio era un enorme falo incorpóreo que llegaba hasta el cielo y penetraba en las nubes. Cerré el libro rápidamente.
—Y por si no es obvio —murmuró Diprose—, nuestra conversación de hoy no debe llegar a oídos de sir Jocelyn. No quiero que sepa nada respecto de su maldito esclavo, al menos no hasta que tenga alguna prueba de su lealtad. Las ocupaciones de su esposa no son precisamente su
cheval de bataille.
Y tampoco debe revelarle mis amenazas —añadió con indiferencia, como interesándose de pronto en los bordes arrugados del papel que sobresalían de una esquina del libro—. Por desgracia, estoy obligado ante él como usted lo está ante mí —y antes de que yo pudiese intervenir, continuó—: Supongo que debemos encontrar una forma de apañarnos —la punta del papel de guarda se deshizo entre sus dedos, y se los frotó unos con otros para eliminar los restos—, por más que quiera cerrar para siempre su maldito sumidero.
Si esperaba una reacción por mi parte, no la obtuvo. Entonces señaló el libro que sostenía.
—París, 1805. Quiero que los tres sean una suerte de trilogía, de la que éste será el primer volumen. Y éste será el segundo. Un clásico de 1786 de Richard Payne Knight, el adorador de Príapo.
El libro se llamaba
El discurso sobre la adoración de Príapo y su conexión con la mística teológica de los antiguos.
Sabía bien de qué se trataba, dadas las extensas referencias en otras obras que había encuadernado.
—¿Y el tercero? —pregunté.
—
El Satiricón y otros escritos priápicos.
Si quiere, puede imaginar una serie de encuadernaciones dedicadas al gran dios Príapo. Si me permite una sugerencia, el diseño que dé unidad a las tapas de los tres libros debería ser algo que pudiese ser descrito como «emblemático», si entiende lo que digo. Los necesito rápidamente, considérelos prioritarios sobre el resto.
Au revoir,
señora Damage. Ya nos veremos. No le auguro un buen día.
Era un hombre venenoso, pero el veneno se puede evitar, purgar o anular con un antídoto. Regresé al taller, cerré la puerta detrás de mí y tomé la decisión de no preocuparme por las despreciables maneras de Diprose, sino por mantener ocupado a Din, por si Lucinda comía suficiente o por cómo diablos iba a grabar en oro tres dibujos «emblemáticos» sin que Din lo notase.
Le di los libros a Jack para que los desarmase y limpiase, pero no pude evitar echar una mirada a la caja de mimbre antes de comenzar a trabajar. Quedé boquiabierta, y la abrí por completo para ver bien su contenido.
—¡Que me den! —exclamó Jack—. ¡Comida!
Era una cesta repleta de alimentos exóticos: latas de cremosas galletas danesas, frascos de mermeladas francesas, un enorme jamón especiado con clavos de olor y rodajas de piña, dos botellas (una de oporto, y una de champán) y dos quesos envueltos en papel parafinado. En un lado había un paquete de papel de embalar: al abrirlo descubrí un pañuelo de seda color crema, suave y liso como el jabón, y un abrigo de lana azul marino para niños, cálido, ligero y de la talla de mi Lucinda.
También había para mí un par de botas color marrón, punteadas, con un tacón delicado y lazos que subían hasta el final de la bota, que se doblaba sobre mi pantorrilla. No pude evitar probármelas en ese mismo instante: me iban perfectas, como hechas a medida. ¿Cómo había sabido el ángulo de mis dedos, el arco de mi empeine? Los tacones eran tan altos que tropecé, y me froté el tobillo que me dolía maldiciendo a todos los caballeros. Necesitaba desesperadamente un par de botas nuevas, pero con éstas no podía caminar y no me servían para nada.
Me las quité enseguida y las devolví a la cesta. Cerré la tapa; hoy no podía permitirme aquel tipo de distracciones. La dejaría donde Lucinda pudiese descubrirla. Regresé al trabajo, avergonzada por mi excitación y enfadada ante el derroche de un regalo que nunca podría utilizar.
Me senté en la caseta cerrada para planificar mis dibujos. Din podía verme desde donde se encontraba, pero me coloqué de manera tal que no viera lo que hacía. Además, una vez que comenzara con el grabado de oro, cerraría las cortinas.
Estudié el frontispicio del primer libro: un falo solitario, separado de su cuerpo. Lo copié, y comencé a experimentar suspendiéndolo en un óvalo de hojas de hiedra. Que yo hiciera eso ya me parecía algo normal, a pesar de estar casada y de no haber visto el «emblema» de mi esposo sino ocasionalmente, y de eso hacía mucho tiempo. Me entretuve preguntándome cuál sería la reacción de Peter si le dijese que necesitaba desvestirlo para profundizar en mis investigaciones. El suyo parecía pertenecer a una especie completamente diferente del palo de mayo de Fanny Hill o el del dey. Tampoco recordaba el instrumento de Peter lanzando su munición como un fundíbulo color carne, o erguido como un arma cargada, o en erupción como el Vesubio. Pero esto, al menos, también quería decir que yo nunca había sido la víctima silenciosa de sus balas, su metralla o su lava. Quizás era así cómo los hombres preferían a sus mujeres. ¡Qué desilusión para mi esposo que yo no fuera un conducto dócil y receptivo, un espacio de descarga fisiológica para el vertido de su alteza Zeus!
Quizá la respuesta más fácil era que Diprose tenía razón, y que yo no debería haber leído nunca ese tipo de cosas.
Al cruzar la puerta del tintorero
me encontré con un impotente negro;
negras manos, negra cara,
negro vestido,
encaje de plata.
—¡El diablo está entre nosotros! —chilló Peter.
Yo subía del sótano con un poco de cola fresca, y corrí creyendo que encontraría a mi niña en el suelo: llevaba mucho tiempo sin tener un ataque, y cada día temía que sucediera. Pero no vi a Lucinda. Peter estaba de pie en la puerta que separaba la cocina del taller, aferrando el dobladillo de su camisón como un niño que acabase de despertar de una pesadilla, y señalando los bancos con un dedo morado.
—¡Llévatelo!
—Peter, mi amor, déjame presentarte a...
—¡Llévatelo!
La piel del rostro, inyectada en sangre, le colgaba como una cortina de brocado rojo y temblaban mientras gritaba, como si alguien se escondiese detrás sacudiéndolos con fuerza.