La encuadernadora de libros prohibidos (11 page)

Read La encuadernadora de libros prohibidos Online

Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
5.69Mb size Format: txt, pdf, ePub

Jack estaba boquiabierto, pasando su mirada horrorizada de Peter a mí, y nuevamente hacia Peter. Sólo había faltado ocho días. Pensé que debía intervenir. Tenía que defender a ese pobre muchacho. Pero ya me había adjudicado todo el poder que había osado robarle a Peter. Todavía no era la jefa del taller, así que me quedé en silencio, cobarde como era.

—Un mes de salario del muchacho cuya incompetencia casi me cuesta el negocio. Mejor que te laves la cara y te subas los calcetines, chico, ya me has hecho bastante daño. Que no se diga que Damage no es bueno contigo: te da una segunda oportunidad y te ayuda a resarcirte. —Peter se dirigió a la cortina que separaba el taller de la casa—. Voy a preparar más cola, y cuando vuelva quiero ver lo agradecido que estás. No sucede todos los días que un maestro acepte de nuevo a un aprendiz que le ha perdido el respeto.

Jack inclinó la cabeza, pero me miró de reojo, detrás de sus rizos, antes de analizar el trabajo que yo había hecho en su lugar. Compartimos una sonrisa. Amaba a Jack casi de la misma forma en que amaba a Lucinda. No era mucho más joven que yo, pero todavía parecía un niño. Nunca mostraba interés por las muchachas, ni tenía novia. Con un poco más de carne en el rostro incluso podría ser apuesto. Pobrecito, no pude evitar pensar. Era demasiado bueno para los barrios bajos. Era como un abedul plateado esquelético, que brillaba incluso en invierno, cuando los otros árboles parecían ramas muertas.

Le pasé su delantal, que cogió sin decir palabra, y luego acarició con el dedo la bisagra que había estado haciendo en el libro, sobre la prensa.

—¿Qué es esto, señora Damage? ¿Intenta hacer mi trabajo? —preguntó.

—La necesidad obliga, maestro Jack. ¿Qué piensas?

—No es de lo mejor que he visto —dijo frunciendo la nariz.

—No, yo tampoco —reconocí—. Me alegra que hayas vuelto. Tengo que centrarme en el acabado, si queremos que esto funcione.

—Bueno, trataré de arreglar el desorden que ha hecho, para que al menos pueda utilizar el lomo para practicar.

—Gracias, Jack —susurré, mientras Peter volvía con la cola—. Es bueno tener un amigo aquí.

Cuando cayó la noche, una pila de libros en blanco de diferentes tamaños esperaba en los bancos, secándose, y aunque nosotros seguíamos a punto de caer en el hospicio, por lo menos aún no habíamos caído. Sabíamos que era una carrera contrarreloj, y si los alguaciles, los cobradores, la policía o quien fuere llamaban a la puerta de nuestra casa, todo lo que había en el interior sería suyo. Incluso la señora Eeles estaba en su derecho de reclamar las rentas atrasadas embargando todo lo que poseíamos. Si lo hacía, tendríamos apenas cinco días antes de que lo llevase a la casa de empeños.

Pero yo estaba decidida a que nadie pusiera las manos sobre mis preciosos álbumes. Nadie excepto Charles Diprose y sus clientes. Antes de que estropeasen nuestro trabajo, permitiría que Peter fuera a prisión, pensé. Aquella noche, y todas las noches que siguieron, antes de irme a dormir, cogía los libros con cuidado, uno por uno, y los colocaba bajo una tabla que había debajo de nuestra cama, hasta que estuvieron listos para llevárselos al señor Diprose.

La mañana en que debía entregar los álbumes, finalmente se había secado el barro de la falda de mi vestido de flores. Cepillé las costras en el jardín y lavé las zonas donde se había adherido la tierra. A mi regreso, el vestido estaría igual de sucio, pero no podía permitirme llegar a la tienda del señor Diprose con la ropa en ese estado.

Habría querido poder hacer lo mismo con mis manos, que, arrugadas, manchadas, enrojecidas, delataban que había estado trabajando. Un par de guantes las habrían escondido de Diprose, pero no tenía ni un par de guantes de algodón. La familia para la que mi madre trabajaba solía decir que si no pueden pagarse guantes para niños, es mejor no usar guantes nunca. En cierto sentido tenían razón, ya que los guantes son difíciles de limpiar y costosos de remplazar, por lo que a una mujer que debe realizar hasta el más pequeño de los trabajos sucios le conviene más no llevarlos. Pero aquel día me hubiera gustado tener un par de algodón. Nunca pareceré una dama, con o sin guantes: no tenía ni cintura ni caderas dignas de ese nombre, mis brazos eran más musculosos que los de Jack, y nunca había visto a una dama de sociedad con una nariz respingona como la mía, unos ojos grises como los míos y cabellos quebradizos como los míos. Así, mientras llevaba la caja de libros a la tienda del señor Diprose, cualquiera podía ver mis manos agrietadas y frías, rojas por el trabajo y amarillas a causa de la presión. Estaban a la vista de todo el mundo.

—Vaya, vaya, señora Damage. Qué placer verla —me saludó Pizzy en la puerta, y cogió la caja de mis manos.

Diprose apareció por la puerta trasera.

—Supongo, por esta visita, que el pie de Peter sigue molestándole —dijo, y él y Pizzy intercambiaron una sonrisa que me excluía.

No podría decir cuánto tiempo estuvimos conversando, ya que todo lo que recuerdo es el momento en que Diprose me pidió que abriera la caja para analizar su contenido, y su primer «muy bueno», seguido de un «estoy impresionado». Y por fin pude comprobar que los libros eran, en efecto, muy buenos e impresionantes. Quizá lo había sabido siempre, pero su veredicto me permitió creerlo. Tampoco recuerdo cuánto me pagó por ellos, pero fue a la vez como el rescate pagado por un rey y como un insulto a un pobre. Haber ganado una pequeña cantidad de dinero era un gran logro, y me recordaba todo lo que necesitábamos para ponernos a salvo. Estaba encantada, orgullosa y preocupada, todo al mismo tiempo.

Cuando partí, caminé en dirección nordeste a través de calles desconocidas, entre gritos y gente, durante casi una hora, hacia Clerkenwell, donde estaba el comerciante de tejidos James Wilson. Impulsada por la reacción favorable de Charles Diprose a mis encuadernaciones de tela, o más bien ante la ausencia de quejas, planeaba investigar si valía la pena encuadernar nuestra Biblia en tela antes que en piel, para economizar algunos peniques. El olor de los colorantes y del tratamiento de los tejidos me llevó hacia el almacén, donde pude tocar las muestras de batistas y bucaranes. Acaricié los tejidos que imitaban el cuero y escuché cómo el vendedor me explicaba que servían para todo, desde libros hasta gorras, cortinas o ataúdes, pero los precios me sorprendieron.

—Si quiere tela, debe pagarla, cariño —me dijo—. Es por culpa de los yanquis. La escasez de algodón. Hoy en día hay menos algodón que honor en esa tierra. ¿A qué se dedica usted? ¿Sombrerera? ¿Costurera?

—Mi esposo es encuadernador. Está demasiado ocupado para venir hoy, y su aprendiz está enfermo. Usted sabe cómo es eso.

—¿Entonces por qué la envía aquí, si podría habérselo dicho él mismo y ahorrarle el viaje? ¿Acaso no lo sabe? ¿Qué ha estado utilizando hasta ahora? ¿Papiros? —Se rió de su propia broma mientras yo me sonrojaba a causa de mi ignorancia. El taller Damage no era una factoría industrial que producía gran cantidad de libros encuadernados en tela—. Es peor que en Crimea, se lo digo yo —continuó—. Mire esto. Es una tela de la mejor calidad, Charles Winterbottom. Antes valía siete peniques el metro. Durante la guerra, costaba cuatro chelines y seis peniques. Hoy en día no se consigue por menos de seis chelines. ¿Por qué cree que todos se han puesto a encuadernar con telas lisas? Nada de qué preocuparse. En unos años, los libros se convertirán en artefactos históricos.

Y mientras reflexionaba sobre los encuadernadores víctimas de la guerra, y la perspectiva de que los Damage corriesen el mismo destino, me di cuenta de que en realidad me daba miedo ir a donde realmente tenía que ir. Para mí, una mujer, no había peligro alguno en las tiendas de telas. Pero el cuero era diferente: las curtidurías me aterrorizaban.

Partí nuevamente, esta vez en dirección sudeste, a través del corazón de la ciudad y hacia el otro lado del puente de Londres. Con cada pisada contra el pavimento me dolían los huesos de las piernas. Estaba cansada y necesitaba sentarme. Por aquí las casas eran miserables, tan derruidas e irreparables como sus habitantes. A medida que me acercaba a los edificios anchos y bajos de las curtidurías, bajo mis pies los adoquines se iban enrojeciendo y cubriendo de mechones de pelo animal, cartílagos aplastados y lana, como de un raro musgo rojo y marrón. Esa maldita moqueta se espesaba al tiempo que me acercaba a la fuente del olor pestilente, tan intenso que revolvía las tripas ante la terrible imagen no de la muerte, sino de la lenta putrefacción que le sigue. Se adhería a las ruedas de vagones y carruajes y a los zuecos de madera de los trabajadores. Caminaba con cuidado para no resbalar y entrar en contacto con aquel limo de muerte. Unos destartalados puentes de madera pendían sobre los arroyos de las mareas que condenaban a este distrito londinense a su horrible comercio y proveían de agua suficiente (pero no precisamente limpia) dos veces al día a los curtidores y preparadores de cuero. Y donde no llegaba el río se veían enormes piscinas de aguas oscuras y grasientas que burbujeaban amenazadoras, expeliendo gases venenosos, como heridas que apestaban a animales en putrefacción. Unos niños pequeños, con las piernas enrojecidas, en cuclillas y armados con varas afiladas, hurgaban en busca de carne que, yo esperaba, venderían para elaborar comida para gatos, y no para elaborar pasteles. Con ellos había también niños más mayores que llevaban cubos de mierda de perro, que en las curtidurías servía para limpiar las pieles recuperadas de los pozos de cal. Les pagaban ocho peniques por cubo. Los niños tenían el rostro hundido y la nariz achatada, como si hubiesen sido creados para limitar la cantidad de aire envenenado que penetraba en sus cuerpos.

Pasé de largo del almacén de Felix Stephens, ya que sabía que le debíamos dinero, y me dirigí hacia el letrero que anunciaba «Pieles selectas y prendas de cuero». Dudé un instante frente a la puerta, y cuando finalmente entré, me topé con cientos de pieles apiladas hasta el techo y una importante cantidad de hombres gritando precios, escribiendo notas y saliendo apresurados con grandes rollos de piel bajo el brazo.

—¿Busca algo?

—Sí —respondí con falsa confianza.

Quizá la voz de aquel hombre fuera juvenil, pero su piel estaba tan curtida como sus mercancías, y tenía los brazos fuertes como un buey. Le expliqué lo que buscaba, y él me mostró varios cueros de Marruecos, pieles de cerdo y de becerro, y me permitió examinarlos todos.

—¿Qué es esto? —pregunté, señalando una línea que corría a través del cuero.

—Pué ser una vena. Demasiado recta pa' cicatriz.

Extrajo varias pieles de otra pila y me mostró algunas con marcas de desuello y cicatrices de peleas o de trampas.

—¿Éstas son más baratas? —pregunté.

—Depende —dijo encogiéndose de hombros—. Son bestias salvajes que vivieron bien su vida. A usté le parece imperfecto, pero pa' otros es muy bonito.

—¿Y esto qué es? —pregunté señalando un parche blanco en uno de los cueros de Marruecos, que aparte de ésa, no tenía otras manchas.

—Lo llamamos la marca del beso —respondió el muchacho sin emoción alguna—. Es donde las pieles se tocan unas con otras en los pozos, así que los curtientes no llegan hasta allí. Quiere decir que alguien no hizo bien su trabajo. Seguramente un irlandés.

—¿Me haría un descuento por ella? —pregunté.

Excepto por la mancha, era de muy buena calidad, y sabía que podría disimularla de alguna manera.

—Vale —dijo el muchacho tras pensarlo un minuto.

Sólo compré una piel: una pieza de esta calidad sin marca de beso me hubiese costado dos chelines y cuatro peniques, pero la compré por un chelín y seis peniques. Me parecía suficiente para encuadernar ocho libros en octavo.

No estaba demasiado lejos de casa, al otro lado de la niebla y del ayuntamiento, y mientras caminaba me preguntaba cuánto osaría gastar en comida para esa noche, o si sólo cenaríamos sobras. Hundí la nariz en el cuero, que olía mucho mejor lejos de la curtiduría, y dejé que su magnífico olor de animal muerto me alimentase. Era como haber comprado también la carne. Las monedas de Diprose todavía bailaban en una bolsa bajo mi falda, y sentí una suerte de cosquilleo, que sin serlo, era casi como una esperanza.

Jack marcó las dimensiones de la Biblia y cortó el cuero. Recortó las esquinas y el lomo con la precisión de un cirujano, lo colocó sobre una losa de mármol y separó con cuidado la dermis, afinándola ligeramente en los ángulos y en las partes superior e inferior del lomo. Debió de ser duro para Peter observar a Jack con el cuchillo que él no había podido coger, separando con precisión el cuero que él sólo hubiera sido capaz de destruir.

—¡Una pizca de cola, nada más una pizca! —ordenó Peter mientras Jack humedecía un lado de la piel y repartía la cola por el otro, alisándola con firmeza a lo largo de las cartulinas.

Dobló el cuero hacia la parte superior de la cartulina e hizo un pliegue sobre la cabezada con la plegadora de hueso para dar forma al cuero. En ese momento tuve que irme para preparar a Lucinda para la siesta y llenar los cubos de agua, antes de que la cortaran de nuevo. Cuando regresé, Jack había repetido el proceso en la parte inferior de la cartulina y del lomo, luego en los lados y finalmente en las esquinas, donde el cuero formaba un inglete perfecto. Jack era muy diestro, entre otras cosas porque había aprendido de un experto. Para terminar, colocó las portadas y los libros entre una lámina de hojalata y una franela y los acomodó en la prensa.

Había que esperar al menos doce horas antes de que estuviese listo para el acabado. Me hacían falta todas las horas que la casa y Lucinda me dejasen libres, necesitaba prepararme para el acabado. Su carácter definitivo me intimidaba. A diferencia de la limpieza de la casa, en la que pueden pasarse de largo manchas o marcas para luego volver atrás, la inscripción de las letras y las doraduras no podían borrarse ni pintarse por encima. El acabado es signo de nobleza y excelencia, desde el oro en sí hasta las herramientas utilizadas, que como ocurre con las que se ven en joyería, provoca gran satisfacción tenerlas en las manos. Calenté las herramientas de Peter en la estufa, y comparadas con mis cacerolas y cucharas, parecían horribles. Mezclé clara de huevo con agua para preparar la albúmina de encuadernación, y me sentí como una alquimista. Luego haría tortillas, salsas o natillas con las yemas, y me sentiría un ama de casa. El acabado es la manera en que el libro se presenta ante el mundo y se hace notar. El cosido y el pegado se parecen al trabajo de las mujeres, ya que no se notan a menos que estén mal hechos. Sólo doce horas, y la tarea, el honor y la responsabilidad serían míos.

Other books

Broken Vows by Henke, Shirl
Pursued by Patricia H. Rushford
Diamond Star Girl by Judy May
The Reign of Trees by Folkman, Lori
Mrs. Lizzy Is Dizzy! by Dan Gutman