La encuadernadora de libros prohibidos (27 page)

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Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
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—No tiene nada que ver con tus progresos en el taller, que, por cierto, son enormes. Estoy satisfecha con tu trabajo hasta el momento. Pero hoy no te necesito. Supongo que encontrarás algo en qué ocupar el tiempo...

—Supone bien. Gracias, seño'a. Le agradezco la libertad, tengo asuntos que atender.

—¿Asuntos? —sonreí, asumiendo que se trataba de una broma—. Pero sólo hoy, ¿está claro?

—Como usted diga, seño'a —repitió, y me sonrió también.

Creo que mi corazón volvió a latir cuando la puerta se cerró y sus pasos se alejaron por Ivy Street. Había estado muy tensa desde que abrí la caja y descubrí su contenido. De inmediato supe que tenía que deshacerme de Din. Intenté convencerme a mí misma de que sólo estaba cumpliendo los deseos de Diprose: Din aún no había sido verificado, por lo que no podía confiar plenamente en él. Y estoy segura de que cualquiera que hubiese visto el contenido de aquellos libros le habría pedido que se fuera.

Cada pila de papeles era una colección de varios cientos de fotografías. Tenían que ser encuadernados como una serie de catálogos, todos sobre temas diferentes. Esto es lo que decía el prefacio del primero:

Este ejemplar no está destinado ni al lascivo ni al pérfido, ni al inocente o al ignorante. El artista de criterio, que profese la búsqueda de la verdad, la liberación de los tabúes y la eterna supremacía de Bretaña como las fuerzas de los más elevados temas de sus representaciones, encontrará una gran utilidad en sus contenidos. La naturaleza de tal comportamiento necesita la reproducción de imágenes complejas, lo cual es un triunfo de la tecnología actual.

Recorrí las páginas del volumen. El título de la página 21 decía: «La venganza del negro. Joven esposa violada por un negro como venganza de la crueldad de su amo». En la página 45: «Sin título. Estupro de las hijas de un mulato por su padre». Luego, en la página 63: «Sirvienta africana practica la ablación de sus partes».

El apreciado lector, artista o no, no estaba lo suficientemente prevenido por el prólogo. Sin duda, esto era lo peor que había visto. Cogí la segunda pila, y luego la tercera, y las recorrí todas hasta que estuve tan aturdida que los papeles se deslizaron de mis manos, cayeron dentro de la caja y se arrugaron las esquinas. Me levanté despacio, y luego corrí a casa y a la letrina, donde vomité con violencia.

Incluso Jack estaba taciturno. Hablábamos en voz baja, y notábamos el temblor en las mejillas del otro. Cuando decidimos las encuadernaciones y atrapamos las imágenes entre las tapas rígidas más apropiadas, no volvimos a hojear los libros.

Hiperión se transformaba en sátiro, la medicina en veneno; aquel mundo del revés nos arrojó a un choque de perspectivas, en el que Encuadernaciones Damage era el punto donde ocurría la colisión. Así fue cómo a la mañana siguiente recibimos un paquete de un tipo completamente diferente, poco después de que Din llegase a trabajar enarbolando una sonrisa inocente, como diciendo «¿Todo en orden, seño'a?».

Pero a él las cosas tampoco parecían irle muy bien. Caminaba con rigidez, y cojeaba más que de costumbre. Tampoco movía el brazo, y tenía una herida en el cuello que al principio no noté, pero que al avanzar la mañana asomó claramente por debajo del cuello sucio de su camisa.

—Buenos días, Din. Espero que hayas disfrutado de tu día libre.

—Gracias, seño'a, ha sido muy agradable.

—¿Tienes algún problema, Din? —le pregunté al verlo sentarse con una mueca de dolor.

—No, seño'a —respondió, dando por terminada la conversación.

No me atreví a decir nada más, por decoro.

Y fue entonces cuando llegó el paquete, así que envié a Din a preparar más cola y me quedé inmóvil un momento, mordiéndome la piel seca del labio superior.

—¿Qué hay dentro, Jack? —le pregunté haciendo un gesto con la cabeza.

—¿Quiere que eche un vistazo?

—Sí, por favor.

Tiré de una escama de piel que me separó el labio de los dientes.

—Ninguna fotografía —fue lo primero que dijo. Y luego—: Éste parece correcto. Y éste. —La escama se separó de mi labio, y cuando lo presioné con el labio inferior sentí el sabor de la sangre—. Son todos manuscritos. Siete, todos iguales. A mí me parecen bastante seguros, señora Damage. Ya puede mirar. Todo está en orden.

Entonces me senté y comencé a leer, humedeciéndome el labio con la lengua para que dejase de sangrar. Entretanto, Din regresó al taller con cola fresca.

Querida señora Damage:

Parece que haya pasado mucho tiempo desde la primera vez que nos vimos. ¡Qué tediosa se ha vuelto mi vida desde entonces! Jossie ha estado tremendamente pesado sobre mi embarazo; según él, debo descansar todo el día. Me he perdido todo lo que merecía ser visto este verano, y temo perderme la representación de
La cabaña del tío Tom
en el teatro Phoenix si el bebé no nace antes de Navidad. Aun así, tengo la suerte de estar casada con el mejor médico de Londres, y me acerco al final de mi confinamiento con la mayor elegancia de la que soy capaz

Mis actividades con la sociedad continúan viento en popa, a pesar de la desaprobación de Jossie. Y es así como llego al motivo de esta carta: quizás haya oído hablar de los señores Frederick Douglass, William Wells Brown, Josiah Henson y tantos otros. ¡Si no es el caso, le aseguro que sus nombres pronto serán inolvidables para usted, ya que así son sus historias! Es mucho lo que he aprendido de estos eminentes ex esclavos, y quisiera ser capaz de transmitirle la elocuencia con la que ellos cautivaron a su audiencia: la aterrorizaban y captaban su atención, le provocaban mares de lágrimas, una ira reverente y el deseo de pasar a la acción... He visto muchas escenas que han reafirmado en mis ojos lo que ya conocían mis oídos, ilustrando las terribles condiciones en que aquellos hombres son forzados a vivir y trabajar. He descubierto, exhibidos en estos encuentros, innombrables objetos de tortura que me han hecho temblar. También son muchas las historias que he recopilado, y el documento que le adjunto es una de ellas.

Se llama
Mi esclavitud y mi libertad,
escrito por el señor Frederick Douglass. Aquí le entrego siete copias, todas en sus encuadernaciones comerciales. ¡Como verá, ya se encuentra en su quinta edición!

Varias de mis colegas de la sociedad y yo querríamos que usted encuadernase personalmente estos ejemplares para nosotros, con el emblema de la sociedad y su lema en el centro de la tapa, para lo cual adjunto las herramientas apropiadas. Quisiera también en la portada un grabado del perfil de Douglass, para lo que le adjunto unos retratos recientes como referencia.

¡También le entrego la suma apropiada por sus esfuerzos!

Tras mi confinamiento, me visitará el señor Charles Gilpin, el editor de la narrativa completa de William Wells Brown, y le recomendaré sus servicios para las ediciones de calidad. William Wells Brown vendió 12.000 copias de su libro sólo en 1850, cuando yo era apenas una niña. ¡Necesitamos nuestras copias bellamente encuadernadas, para que duren y para indicar el respeto que merecen sus nobles contenidos!

Con la esperanza de que esta carta les encuentre bien a usted y al querido muchacho negro, sinceramente suya,

Sylvia, lady Knightley

El cambio de temática, estilo y autor del encargo representó un gran alivio para nosotros. Jack salió a comprar cuero, mientras Din y yo deshicimos las encuadernaciones comerciales y las costuras, y volvimos a coser los siete manuscritos. Cuando terminamos, cogimos una copia cada uno y nos instalamos a leer, él frente al telar de costura y yo en la caseta de dorado, mientras Lucinda dibujaba en el banco.

Hicimos una pausa para tomar una jarra de cerveza a la hora del almuerzo.

—¿Cómo lo llevas, Din? —pregunté, señalando el libro para dejar claro que no me refería a sus heridas.

Din sopesó mi pregunta un momento y finalmente la descartó.

—Usted no llora —dijo—. En América se dice que las damas de Inglaterra hacen crecer el nivel del océano con sus llantos por nosotros. ¿A usted no la conmueve?

—Te hice una pregunta.

—Yo también.

—¿Las lágrimas te convencerían de mi emoción?

—No. No soy experto en las maneras de las mujeres inglesas, seño'a.

—Yo tampoco, Din. Yo tampoco. Ni en las maneras de los hombres ingleses. Pero quisiera saber qué piensas de lo que has leído.

—Y yo quisiera saber qué piensa usted.

Se recostó en el respaldo de su silla y cruzó los brazos lo mejor que pudo. Pero yo no tenía palabras para explicarme. ¿Qué importaba mi reacción frente al desafío humano de los monstruos humanos? ¿De qué servía su reacción, habiendo sido él mismo tratado inhumanamente por personas inhumanas?

—Mejor dime en qué se parece esto a tu vida. ¿Te ocurrió lo mismo?

—Hay cosas en común —respondió—, porque los dos fuimos cautivos, y escapamos, y fuimos fugitivos. Pero su vida no es la mía. No se puede conocé una conociendo la otra.

—¿Has pensado en hacer algo parecido, Din? ¿En escribir tu propia experiencia?

Din negó con la cabeza.

—Pero estoy segura de que podrías. Eres inteligente, y sabes escribir. Quizá te ayudaría a comprender.

—¿Para qué necesitaría comprendé? —dijo, encogiéndose de hombros.

—Seguramente ganarías dinero.

—¿Para qué necesitaría dinero? Tengo un trabajo, ¿no?

Parecía como si se estuviese burlando de mí. Apoyó las manos en las rodillas y se enderezó, como si fuese a ponerse de pie.

—¿Y la causa? Podrías juntar dinero para la causa abolicionista.

—¿Se refiere a la sociedad de las seño'as?

Ahora sí se estaba burlando de mí. Hizo una pausa, y su silencio era cautivador. ¿Qué ocultaba? Se sonreía a sí mismo y ladeaba la cabeza.

—Vamos, Din, yo no les debo ninguna lealtad —intenté persuadirlo—. ¿Quieres decirme algo? —sonreí y le guiñé un ojo, y él me respondió con una sonrisa, negando con la cabeza para sí.

—Muy bien, seño'a.

Un secreto. Iba a contarme un secreto. Colocó las manos detrás de su cabeza, se estiró y parpadeó, reflexionó un instante y finalmente me envolvió con sus palabras.

—Déjeme hablarle, seño'a —comenzó tratando de intrigarme—, de lo que ellas han comprado—. Se detuvo.

—¿A ti, Din? —apunté.

—Así es. ¡Pero me están utilizando!

Creo que en aquel momento me guiñó un ojo, aunque bien pudo tratarse de un temblor en su ojo lastimado.

—¿Cómo, Din?

Una vez más quedó en silencio, sonriendo.

—¡Din! —chillé—. ¡Cuéntamelo!

—Ellas vienen por mí, seño'a.

—¿Cuándo?

—Cuando les entran ganas.

—¿Y entonces? —reí nerviosamente como un niña.

—Entonces... —Din seguía sopesando hasta dónde podía contarme.

—¡Quiero saberlo todo, Din! ¡No me hagas esto!

—Entonces... —comenzó finalmente—, me llevan a esta habitación, seño'a, una habitación roja en su casa, y me visten con una piel de tigre, y ponen una lanza en esta mano y un escudo en esta otra, y me piden que me ponga en pose como un guerrero zulú. «¡Ahhh, un zulú, un zulú!», gritan moviendo los brazos.

—¡Santo Dios, Din! —exclamé—. ¡Qué monstruoso!

¡Pero qué fabuloso también! ¡Qué conocimiento! Mi reacción le animó a seguir.

—Soy su juguete zulú. Y ahí me quedo, de pie, esperando, y ellas me miran, como si nunca hubie'an visto a nadie como yo, y me tratan como a un idiota.

—¡Qué degradante debe de ser para ti!

Se encogió de hombros:

—Ellas son las que se degradan. Ellas son las idiotas.

—¿Qué más hacen?

Pero no iba a responderme. Simplemente siguió sentado, sonriendo. Me acerqué a él. La pregunta me quemaba los labios, no sabía si me animaría a plantearla hasta que lo hice.

—¿Te tocan, Din? —pregunté en voz baja.

Din sostuvo mi mirada sin dejar de sonreír.

—¡Dios mío! ¿Que si me tocan? —silbó entre dientes—. Me aprietan los brazos y me besan las marcas —se levantó la manga para mostrar su tatuaje—, y lloran a mi al'ededor, y dicen: «¡Oh, qué piel tan brillante!» y «¡Oh, pero qué dientes tan brillantes, qué miedo dan!». A veces me hacen quedá hasta tan tarde que me mandan al depósito de carbón para que no asuste a los vecinos.

—¿Y no te molesta?

Volvió a encogerse de hombros, y rió con sarcasmo.

—No son mis veladas preferidas, pero tampoco es andá cosechando algodón.

Una idea cruzó mi mente.

—¿Es allí donde vas los viernes, Din?

Su actitud cambió.

—No, seño'a —contestó.

—¿Y adónde vas?

—No voy a decírselo.

—Como quieras, Din. Aunque sólo fuera la mitad de humillante que lo que haces con las damas, lo mejor es que lo guardes para ti...

¿Qué más le hacían al muchacho? ¿A «mi» muchacho?, comenzaba a sentir.

—Eso haré, seño'a —dijo, golpeándose con el dedo un costado de la nariz—. ¿Quiere que encere las cuerdas, seño'a?

Le entregué el cabo de vela e intercambiamos una última sonrisa cuando lo cogió. Me dirigí lentamente hacia mi caseta, exaltada por la conversación, para planificar la nueva ilustración.

Extendí frente a mí los retratos de Douglass. Era un hombre apuesto: llevaba los gruesos cabellos peinados a un costado con una raya bien marcada, que ascendía por su cráneo como un espíritu imparable. Tenía las cejas arqueadas y unidas en un denso mechón sobre el puente de su poderosa nariz. Su mentón era ancho y masculino. Ninguno de los retratos, ni siquiera los dibujos, era lo bastante simple para copiarlo directamente sobre cuero, por lo que comencé a esbozar mi propia versión, equilibrando las líneas fuertes y débiles en función de las herramientas que tenía y de mi propia habilidad para manejarlas.

No conseguía que me quedara bien. Dibujé rostro tras rostro, cada vez más nerviosa, y cuanto más dibujaba, más temía que Din se me acercase a preguntarme algo. Porque los retratos abocetados en trozos de papel se parecían muy poco a Frederick Douglass, con sus cabellos gruesos y su nariz recta, sino que se asemejaban, centímetro a centímetro, al rostro de Din Nelson, sin cabellos, con cejas pobladas y bien delimitadas, la nariz rota, el labio inferior grueso y un desnivel entre los pómulos que yo suponía traicionaba los abusos a que había sido sometido. No conseguía dibujar los ojos iguales, ni la nariz recta, ni las mejillas simétricas.

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