La encuadernadora de libros prohibidos (22 page)

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Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
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Pero puesto que yo no estaba destinada a mirar esas imágenes, ¿qué importaba mi respuesta? Pensé en el artista, sombreando sus oscuras visiones, y en los modelos que posaban para su arte. ¿Eran estos dibujos sus obras maestras, el punto más elevado de sus aspiraciones? ¿ O el artista en un simple obrero que arañaba un magro salario de los deseos ajenos? ¿Sería capaz de ver la belleza luminosa y la curiosa honestidad de sus formas humanas, o para él eran tan viles como el mundo al que pertenecían? Probablemente sería alguien como yo, que hacía esto sólo por dinero, dibujando lo que le ordenaban.

Aprendí que no había lugar para la indignación si quería terminar con el trabajo. Las más fáciles eran las novelas rosas y otras piezas un poco vulgares, que pronto me dejaron insensible, y también dejó de sonrojarme la literatura más explícita: cada vez encontraba más tediosa la interminable letanía de partes del cuerpo. Finalmente llegó el día en que ya no debía preguntarme acerca del significado de eufemismos del tipo «ir a comprar almejas» o «dar a comer al conejo». También aprendí un idioma nuevo: aceptaba palabras como «ligar», «soplar la gaita», «morrear», «meter mano» o «llevar al huerto» como si formasen parte de mi lengua materna. Mi mundo adquirió matices de irrealidad. Con su tono liviano y su buen humor, este tipo de literatura aplacaba el civismo y la incoherencia. Terminé viviéndolo como algo entrañable, infantil y sin sentido. De hecho, comprendí que no era muy diferente a los poemas repletos de palabras tontas que le leía a Lucinda por la noche, sólo un poco más húmedos.

Y mi diversión me protegía, ya que a decir verdad me sentía algo incómoda por la situación a la que me enfrentaba. Para justificar mi rol de maestra encuadernadora en el obsceno submundo del comercio de libros, debía convencerme de estar dando forma de perla a la arena dentro de la ostra. Estaba convirtiendo algo horrendo en algo hermoso. Y, a veces, lo que era horrendo no me incomodaba ni me avergonzaba, sino que, de manera gentil o violenta, me confrontaba a mi propio horror, a mis entrañas ocultas por mi exterior duro e inmaculado y que tenía pocas ganas de confrontar. Mi educación y mis orígenes no me habían preparado para ciertas cosas, y me enfadaba tanto por mi ignorancia como por mi rápida adquisición de conocimiento, completamente contra mi voluntad y mis expectativas. Los libros me ilustraron sobre las extrañas especias y deliciosas frutas que yo no conocía, y leía palabras de amor pronunciadas por bocas afortunadas que habían probado sus jugos agridulces, palabras que me llevaban a los oscuros sótanos del pecado y me dejaban atormentada y confundida.

Durante las siguientes semanas encuadernamos una veintena de libros con el blasón de
Les Sauvages Nobles,
acompañado de sus respectivas inscripciones. Advertí que en ellas se repetía una pauta: entre las letras, particularmente en los tratados y libros contables, se ocultaban doce nombres ingleses, y pronto pude conectarlos con sus expresiones latinas. Eran nombres que ya había visto en las páginas de los periódicos o que había oído mencionar en la calle: nombres de nobles. No era necesario ser un genio para comprender la relación entre ellos.

La primera vez que intenté explicárselo a Peter, lo encontré balanceándose en su silla, con las piernas rosadas expuestas sin pantalones y su carne temblando de miedo.

—Déjame, déjame —gemía—. ¡Vete, malvada mujer! ¡Sal de encima de mí!

—Pero no estoy encima tuyo, amor.

Tuvo que tragar la saliva que caía de su boca antes de poder decir algo inteligible:

—¡Dora! ¡Quítamela de encima, Dora! ¡Sácala de aquí!

—No hay nadie, Peter. Dime qué ves. ¿Quién es?

—¡Es monstruosa! ¡Es el demonio!

—No, no lo es, Peter.

—¿No la ves? Mira su cara roja, mira cómo chorrea sangre. Limpia estas sábanas, las está llenando de sangre. ¡Quítamelas! ¡Sácala de aquí! ¡Límpiame! Mira sus dientes, sus colmillos. Recoge la sangre. Recógela antes de que me caiga encima. ¡Atrápala! ¡Quítala! ¡Límpiala!

—Peter, no estás en la cama. No hay nadie. No hay una sábana. No hay una mujer.

Pero todo era en vano. Siguió gritando, por lo que fui en busca de unas gotas negras. Peter bebió directamente de la botella, y se limpió la boca con el dorso de una mano hinchada que apenas se diferenciaba de su brazo hinchado. Recostó la cabeza sobre el antimacasar y se quedó tranquilo durante un rato. Miró a través de la ventana hacia donde jugaba nuestra hija, pero dudo que la viera.

—Necesito... necesito una taza de té.

—Te traigo una.

Le preparé una tetera, pero como Jack me requería para decidir sobre las guardas y los anchos de los márgenes, no pude quedarme mucho tiempo a su lado.

Unos días después, cuando Peter decidió interesarse por las actividades del taller, decidí distraerle con mis investigaciones sobre aquellos hombres.

El primero,
Nocturnus,
o
Nightly
en inglés, me lo guardaba para mí, ya que sabía que se trataba de sir Jocelyn Knightley, nuestro anfitrión en este extraño baile bibliográfico. Pero hice una lista de los otros invitados para Peter.

—Lord Glidewell —propuse primero.

—Claro, Valentine, lord Glidewell. Es un juez. Uno de los mejores.

—Es cierto —recordé—. Vi su nombre en un periódico después del ahorcamiento de Billy Fawn Baxter.

—¿Tienes que mencionar aquel horrible caso? Asesinó a su madre, ¿no?

—A su padre.

—Antinatural —dijo tiritando—. Entonces, lord Glidewell debe de ser...


Labor Bene. Labor
significa deslizarse.

—Ah, ya entiendo cómo funciona. ¿Cuál es el próximo? —preguntó interesado.

—El doctor Theodore Chisholm. Supongo que es un médico eminente, ya que su nombre aparece por todos lados en estos folletos de medicina. Y en las botellas que te envían.

—¡Vaya, está en la junta directiva de la Universidad Real! Y pensar que un hombre así es el que firma mis recetas. ¿Cuál es su nombre latino?

—No estoy segura. No consigo descifrarlo. Dejémoslo para más adelante. El siguiente es Aubrey Smith-Pemberton. ¿Quién es?

—Un miembro del Parlamento. Yo me ocupé de las encuadernaciones para su despacho en el caso Yale, hace ya varios años. Es el presidente del comité regulador de los jardines de Cremorne. Cuanto antes cierren aquel antro, mejor, al menos en lo que a mí concierne. Representa todo lo malo de nuestra sociedad.

—¡Pero nos divertíamos tanto allí cuando éramos novios, Peter!

—¡Mujer, por favor!

—Lo siento. Bien, Smith-Pemberton. Éste fue el más difícil de todos. Es el que corresponde a
P.
cinis It.
Lo descubrí porque lo encontré escrito al final de un poema como «Aubretia Malleus P cinis It».
Aubretia
es una flor, y corresponde obviamente a Aubrey.
Malleus
quiere decir martillo, por lo que me pareció que se relacionaba con un herrero, o
smith
en inglés. Luego, la letra P, seguida de
cinis
significa ceniza, o brasa: en inglés,
ember.
Finalmente,
It
no es la palabra
it,
sino que representa una tonelada, o «ton». Es decir, Aubrey Smith-Pemberton.

Peter parecía abrumado por mi capacidad de resolver rompecabezas. Estaba cansado, y temí agotarlo en exceso. Quizás estaba demasiado contenta de mí misma.

—¿El que sigue? —preguntó, interrumpiendo mis pensamientos.

—El doctor Christopher Monks.

—Es el director de Eton. No, de Harrow, de hecho.

—Ajá. Entonces...

Hice como que recorría la lista de nombres latinos, y esperé un rato para que fuese Peter quien lo descubriera.


¡Monachus!
—exclamó finalmente.

—¡Claro, tienes razón, Peter! ¡Qué listo!

—¿El que sigue?

—Sir Ruthven Gallinforth.

—Es el gobernador de Jamaica.

—Es lo que pensaba —confirmé—. Hace poco encuaderné algunos de sus coloridos libros de contabilidad de las islas del Caribe. Hay historias sorprendentes sobre las tensiones entre los ingleses y los trabajadores de las plantaciones.

—Debe de ser duro luchar contra tanta indolencia. No son trabajadores natos.

—¿En serio? No quise... En fin, con éste también tengo problemas... —Y una vez más esperé—. Mmmm, me pregunto... No sé qué significa
vesica,
pero
quartus
en inglés es
fourth,
por lo que presumiblemente...

—El siguiente —cortó Peter.

—El arcediano Favourbrook. En una de las cartas se le llama Jeremy.

—Sí, es el arcediano de no sé dónde. Un hombre venerable. Veamos, ¿tienes palabras que signifiquen «favor», o «arroyo»? Como
favour
y
brook
en inglés...

—Creo que sí —respondí—. ¿Qué piensas de
Beneficium Flumen?

—Perfecto. El siguiente.

—Hugh Pryseman. He oído hablar de él. Es el heredero del vizcondado de Avonbridge, y debe tratarse de...
Fraemium Vir,
el hombre del premio.
Frize
y
man.

—Siguiente.

—Los otros no parecen tan importantes. No han escrito nada de lo que he encuadernado, y no salen mucho en los textos ni en la correspondencia. Hay un brigadier Michael Rodericks, de la Artillería Real, el reverendo Harold Oswald...

—Un clérigo.

—Así es. También está el capitán Charles Clemence, del ejército de Bombay de la Compañía de las Indias Orientales.


Clementia.

—¡Claro! Y Benedict Clarke, quien diría que es un industrial.

—No sé nada de él. Pero los otros son personajes eminentes, miembros del Parlamento, hombres de Iglesia, dignatarios y nobles.

Le mostré a Peter el escudo de armas.

—Vaya, deben de ser todos miembros del mismo club —dijo sin leer la inscripción
Les Sauvages Nobles
—. Dora, esto es magnífico. Intenté obtener contratos fuera de los libreros desde que hice las encuadernaciones para el Parlamento. Mi querida esposa, confieso haberte subestimado. Tú salvarás el nombre de Damage. Sigue así. Y ahora, sé una buena chica y tráeme mi medicina para dormir.

Pero yo no dormí bien aquella noche, pensando en Jocelyn, Valentine, Theodore, Aubrey, Jeremy, Christopher, Ruthven, Hugh, Michael, Harold, Charles y Benedict. Yo podía invocar sus nombres en las imaginativas creaciones de mi taller, puesto que yo, señora de sus sueños, probablemente conocía sus fantasías mejor que sus esposas. Pensé en sir Jocelyn, con su hermosa y limpia esposa, Sylvia, y me pregunté cómo podía permitirle respirar no sólo el fétido aire de mi Lambeth, sin el miasma de pecado que brotaba de las páginas de sus libros. Pensé en los demás libros: mientras grababa los lomos, intenté imaginar las habitaciones donde descansarían, los estantes donde se posarían. Y si las páginas tuviesen ojos, ¿qué rostros verían, observándolas? ¿Qué actos presenciarían? No eran la clase de novelas que el padre o la madre leía junto a la chimenea al resto de la familia. Eran placeres solitarios, que no se leían para irse a dormir o en el sillón preferido, sino bajo las sábanas, o con la silla trabando la puerta, aunque tales precauciones nunca eran suficientes. Era como si la seguridad sólo pudiese obtenerse abriendo la cabeza de quien leyese aquellas páginas, metiendo los libros dentro de la cavidad del cráneo y cerrando la incisión, ya que estos volúmenes eran un bálsamo temporal, y antagonistas permanentes de las necesidades, desvaríos y heridas de una mente torturada.

Pero hasta que la ciencia médica progresase para permitir aquello, unas manos furtivas deberían sostener los libros, manos que sin duda hubiesen preferido quedar libres para ocuparse de las regiones inferiores del cuerpo, igual de atormentadas que la mente. ¿Acaso era posible, me preguntaba, divertirse de esta manera?

11

¿Quién me espera en el portal?

Es un gatito que se encuentra mal.

Úntale el hocico con grasa de corderito,

 es el mejor remedio para un gatito.

Medidas y gramajes de papel, márgenes y corondeles, rectos y versos, todo eso ocupaba mi mente incluso cuando barría el suelo, sacudía los colchones o azotaba las alfombras. Los orificios carmesí y la miríada de descripciones, los interminables y aún más extraordinarios juegos con la palabra
polla,
o los absurdos eufemismos para describir el sexo, danzaban en mi cabeza mientras servía la cena, mientras ventilaba nuestros camisones, e incluso mientras espantaba a los escarabajos de sus escondites en las grietas de la cocina. Mi esposo se desplomaba en la cama, mi hija jugaba en la calle, y yo sentía un constante hormigueo en manos, pies y hombros. Nunca me sentaba, salvo para coser. Pero no me quejaba, ni siquiera cuando Jack me encontraba dormida entre los restos de papel al encender las velas a las siete de la mañana siguiente. Esta vida de trabajo, por más dura que parezca cuando la describo, no me agobiaba en absoluto: por el contrario, me hacía bien.

El verano terminó sin que me diese cuenta, y el primer día frío y brumoso de septiembre trajo consigo una sensación de mayor flexibilidad en el cuero. Pero aparte de eso, fue un día como cualquier otro. Me desperté a las cinco, removí las cenizas, preparé el fuego, tendí la ropa, preparé la tetera, limpié el horno, pasé un paño por los muebles, puse más ropa en remojo, preparé el desayuno y lavé y cociné suficientes ingredientes para todas las comidas del día.

Luego corrí al taller y lo limpié a conciencia, y recuperé hasta la última mota de polvo de oro para venderla a Edwin Nightingale, a la vez que continuaba mi batalla contra lepismas y ácaros. Pasé un paño húmedo por las ventanas, pero la niebla otoñal colgaba como un velo mortuorio alrededor de la casa, por lo que bien hubiera podido no limpiarlas, vista la escasa luminosidad que habíamos ganado. A las siete hice entrar a Jack, aunque todavía tenía tareas, así que regresé a la casa. Conté veinte granos de bromuro para Lucinda, que los tomó antes de desayunar.

—Mamá, todavía tengo hambre —dijo una vez que hubo terminado.

Desde que tomaba el bromuro tenía más apetito.

Llevé a Peter las gachas, el té y las tostadas a la cama, pero no comería hasta no haber tomado su primera dosis del día del láudano del doctor Chisholm. Mientras él jugaba con su comida, yo limpié la letrina exterior y vacié los orinales, y los lavé con agua caliente y bicarbonato antes de volver a llevarlos a la habitación. Recogí la bandeja de Peter y se la di a Lucinda para que se terminase el desayuno de su padre. El apetito de Peter decrecía en la misma proporción que aumentaba el de Lucinda, lo que al menos mantenía estables los gastos de la casa.

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