La encuadernadora de libros prohibidos (29 page)

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Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
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—¿Y cuáles son las que encuentra más ofensivas? —Cogió las fotografías de donde yo las había dejado y las recorrió una a una. No alzó la mirada hacia mí, pero, por supuesto, se detenía en las fotografías más abominables, que suponía me causaban mayores problemas—. ¿Cuáles, señora Damage? ¿Ésta? ¿O ésta?

Pero no iba a responder a sus provocaciones. No sólo se trataba de las que mostraban a negros vengativos. Todas eran repugnantes.

—Señora Damage, estoy
un peu fatigué
de este asunto. Usted supone que yo soy un hombre ocioso, que mi vida es un
dolce far niente.
Déjeme aclararle algo: usted no puede escoger qué encuaderna y qué no.

—¿Entonces tengo que dirigirme a sir Jocelyn Knightley?

Nunca antes había visto reír a Diprose, y no era algo agradable de ver. Sus gafas de montura plateada saltaban sobre su nariz púrpura con cada risita, sin dejar de sostenerme la mirada. La alegría de Pizzy y el hombre del lápiz era más suelta y sincera, incluso cuando al hombre le estalló el lápiz entre los dientes e intentó frotarse la lengua mientras seguía riendo.

—Puede que su reacción no sea tan generosa como la nuestra.

—¿Acaso no hay una sola fibra decente en su cuerpo impío? —dije alzando la voz, pero sin osar gritar.

Me sentía como una maestra de escuela, enfadada pero impotente entre niños traviesos. En aquel momento llegué a la horrible conclusión de que mi ira les provocaba un gran placer. Estaba sólo a un paso de la Maestra Venus y sus varas de abedul, y de repente comprendí que sus procedimientos disciplinarios no eran sino un poder concedido de forma artificial, brindado temporalmente por los hombres que deseaban ser castigados. La Maestra Venus sólo era otro trabajo para otras mujeres atemorizadas, una tarea más que realizar, como lavar sus calzones, llenar sus pipas y ser el cojín en el que descargar su ira.

—¿Qué es lo que le molesta tanto, señora Damage? ¿Acaso debemos recordarle a quién le debe lealtad? ¿O se trata de un cierto
penchant,
de deseos
contre nature
por
les hommes de couleur?

—Creo que has dado en el clavo, Charlie —chilló Pizzy—. Está enamorada.

—Creí que estábamos haciéndole un favor. Como enviar a Pauline Bonaparte a Haití. Es extraordinaria, la cantidad de mujeres de apariencia respetable que pierden todo sentido del decoro ante el olor de la carne negra.

—¿Carne negra? —exclamó Pizzy—. Una taza de té: caliente, negro y mojado. ¿Es así como le gusta?

—Entonces usted debe de haber apreciado enormemente el último libro que le enviamos —añadió Diprose—.
Afric-...

—¡Sinvergüenzas! ¡Hijos de Satán! —grité bruscamente.

—¡Escuchen cómo habla la amante de un hijo de Caín!

—Es muy tierna —dijo Pizzy— la forma en que habla de su dandi moreno, con tanta dulzura.

—¡Basta!

—¿Así que es cierto lo que dicen de las partes inferiores de los macacos, señora Damage?

Entonces grité. Abrí la boca y hurgué en lo más profundo, debajo de los frágiles cimientos del edificio, bajo las cloacas, bajo los túneles en construcción del futuro metro de Londres, para articular un grito de una fuerza de la que no me sabía capaz. Vi cómo los ojos de Diprose saltaban de su rostro morado, y el bigote color arándano de Pizzy se erizaba alrededor del húmedo «¡Oh!» de sus labios, y seguí gritando. Lancé las fotografías al suelo y las pateé, salté sobre ellas con ambos pies, y mis piernas temblaron como las de un fauno recién nacido sobre las inmundas imágenes, lanzando alrededor de la habitación figuras distantes que no eran más que tinta y papel, blanco, negro y gris, y me arrodillé sobre ellas, y lloré sin verter una sola lágrima.

La mano de Pizzy atrapó mi boca, y su palma selló mis labios. Al mismo tiempo, un niño entró corriendo desde el callejón como un espíritu.

—¡Los esbirros! —gritó. Le faltaban los dos dientes de delante—. ¡Es una maldita
razzia!

Diprose se puso de pie.

—¡Silencio! —siseó en mi dirección—. Lleva a la muchacha arriba.

Se estiró el chaleco y corrió deprisa hacia el frente del local.

—¡Cierra la boca, o vivirás para lamentarlo! —me susurró Pizzy, pero yo ya había dejado de gritar.

Escuchamos la voz de Diprose adoptar un tono controlado y seductor mientras abría la puerta del comercio y saludaba a los recién llegados.

Una muchacha, o más bien una mujer, había entrado corriendo con el niño. Llevaba los cabellos revueltos y un vestido color naranja lavado. Pizzy me entregó a ella, quien cogió mis cabellos con una mano y la cintura con la otra y me guió a las desvencijadas escaleras. El hombre del lápiz ya se encontraba en el primer piso. Pizzy estaba ocupado pasándole cajas, pilas de libros y paquetes de papel marrón por las escaleras. El muchacho desdentado corría a toda prisa por la habitación, recogiendo mercancías. Por las escaleras llegamos a una habitación lúgubre que sin duda era el corazón de la empresa de Diprose, con imprentas, cajas de tipos y montañas de papeles. Pizzy ya estaba con nosotras, revoloteando por la habitación, recogiendo esto y aquello y subiéndolo por otras escaleras, que nosotras también subimos, junto con los dos hombres que trabajaban en la imprenta cuando entramos. Sus rostros estaban poblados de barba incipiente, como campos de maíz incendiados, y se movían en silencio, a sacudidas.

Llegamos al ático, donde había una abertura cubierta de telarañas en la pared más lejana. La atravesamos y entramos en una gran habitación polvorienta en el altillo del edificio adyacente. Había una anciana esperándonos.

—¿Todo en orden, Bernie? —le susurró la mujer que me empujaba a la anciana.

—Todo en orden, señora Trotter —respondió Bernie.

—¿Alec está aquí?

—Ya llega.

Luego descubriría que Alec era el muchacho desdentado, el hijo de la señora Trotter.

Alec Trotter, la señora Trotter, Bernie y yo colocamos en la habitación el contrabando rescatado, cerrando la abertura con los tres hombres (los dos de la imprenta y el del lápiz). No podía evitar preguntarme cómo se vería todo desde el otro ático, o adónde había ido el señor Pizzy, pero supuse que no era la primera vez que este sitio servía al mismo propósito.

Nos quedamos allí, prácticamente en silencio, entre la oscuridad y el polvo del ático, durante casi cinco horas. Escuchamos ruidos de puertas que se abrían y se cerraban en las casas circundantes, pasos, muebles arrastrados, armarios abriéndose y cerrándose. Cuando los ruidos se hicieron más fuertes y cercanos, pensé que las pesquisas habían llegado hasta el primer piso.

Esperamos y esperamos, viendo las horas pasar y burlarse de nosotros y nuestra espera. Los únicos movimientos eran los de las sombras detrás de las grietas de la escayola, cual relojes de sol torcidos que indicaban cómo avanzaba el día allí fuera. Intenté evitar las miradas de mis compañeros de celda a través de la pálida luz del ático ocupando mi mente en otras cosas: pensaba en Lucinda, que estaba con Jack, y en si notaría que llevaba mucho tiempo fuera; en todos los libros que podría estar encuadernando; en la comida que podría estar preparando. La inactividad era algo poco usual para los que estábamos en el ático. Era como si alguien hubiese contado una broma sin gracia y estuviésemos eternamente condenados a ser víctimas de la embarazosa sensación que genera un mal chiste. Inoperantes, nulos e inválidos, inservibles, parecíamos siete retardados intentando competir en inactividad, o siete holgazanes esperando la Divina Providencia, o siete lotófagos de la
Odisea
dándose un festín de somnolencia. Siete trabajadores oxidados por falta de uso. Era como si estuviésemos postergando algo, pero hubiéramos olvidado qué.

Luego oímos pasos que se acercaban. Subieron hasta el ático y alguien habló en voz alta junto a nuestro escondite. No osábamos siquiera respirar.

—Aquí no está. No hay nadie.

—¿Dónde se habrá metido?

—¿Estás seguro de que oíste gritar a una mujer?

—Lo juro.

Recé en silencio al Creador. Le había ignorado demasiado tiempo, y le prometí lo que fuera, cualquier cosa, si era capaz de sacarme de allí y llevarme a algún lugar donde pudiese abrazar con fuerza a mi Lucinda. Iría más a la iglesia, mantendría la casa limpia, ningún otro libro ilícito antes de encuadernarlo, me negaría a realizar cualquier dibujo que fuera demasiado «emblemático»...

—Quizás estaba en el callejón —dijo una de las voces—. Si gritó lo bastante fuerte...

—Debe de ser eso. Venga, vamos con los demás.

Descendieron, y todo quedó en silencio.

Poco a poco fuimos saliendo de nuestra inmovilidad. Al principio, como todos teníamos la vejiga bastante llena, comenzamos a contorsionarnos. Alguien pasó un orinal. Al llegar a mí, el contenido sulfúreo de mi vejiga amenazaba con inundar mi falda, pero aun así decliné la oferta.

—¿Qué esperabas? Es la más pija de las pijas —dijo Bernie. Fue la primera en hablar tras horas de silencio—. Con sus lazos y vestida de mármol, bien limpia.

—¿Tú crees que incluso tiene un tío?

—Claro que sí. Pero le gustan oscuros.

—¿En serio? ¿Te gustan bien duras, no?

—También sabe hablar. Si hubiera mantenido su linda boquita cerrada, no estaríamos arriesgando el pellejo de esta manera —agregó Bernie—. ¿La escuchaste gritar?

—Callaos —dijo el hombre del lápiz—. Tenemos que esperar a que suba Pizzy.

Y así volvieron a sumirse en el silencio, y esperamos nuevamente. Las sombras desaparecían poco a poco; afuera estaba oscureciendo y el frío aumentaba. Ya no podíamos mirar los zapatos de los otros, o escrutar los hoyos de los gusanos y las telarañas que colgaban de las vigas. Nos sentamos sobre el hedor de nuestra propia orina, y seguimos esperando.

Entonces, la escotilla se abrió un poco, luego un poco más, hasta que apareció la cabeza de Pizzy, iluminada por una vela.

—Ya podéis bajar —dijo cansado.

Llevaba la corbata suelta, el cuello de la camisa desabotonado y la ropa sucia.

Uno por uno estiramos las piernas, nos pusimos de rodillas y nos sostuvimos de algo para levantarnos. Bernie me ofreció la mano. La cogí y tiró de mí.

Bajamos al primer piso. Yo era incapaz de decir si la habitación había sido registrada: se veía bastante ordenada, pero los demás iban y venían verificando cosas, abriendo cajones, estudiando los daños...

—¿Cuánto fue, Ben?

—Cuatrocientos libros, novecientas cincuenta láminas y cuatrocientos kilos de impresiones sin coser. Incluyendo todos los
Gamianis.

—¿Van a destruirlos? —preguntó uno de los impresores.

—Por supuesto. —Pizzy parecía cansado. Se pasó las manos por el cabello y se frotó la nuca—. Pero al menos salvamos algunas cosas. Gracias al pequeño maestro Trotter.

Acarició los cabellos del muchacho, quien saltó fuera de su alcance.

—Realmente debo irme, señor Pizzy —dije, como quien ya lleva demasiado tiempo en un bautismo—. Ha sido un largo día, y tengo que volver con a mi niña.

Alguien colocó un poco de cerveza y comida sobre la mesa.

—Nadie se va —respondió Pizzy—. No hasta que sea seguro. Y mucho menos una dama como usted, señora Damage. —Me sonrió sin separar los labios—. Se quedará aquí esta noche. Me ocuparé de que Bernie le prepare una cama en el piso de arriba. Estará a salvo, se lo aseguro. Alec, baja y vigila la puerta.

Me ofreció un vaso de cerveza, y lo acepté, pero a pesar de la sed era incapaz de beber.

—¿Qué sucedió, Pizzy? —preguntó el hombre del lápiz.

—¿Recuerdas el pez gordo con bastón negro que vino la semana pasada? —preguntó Pizzy. El hombre del lápiz asintió—. Brigada antivicio.

—¿Entonces el de hoy era policía?

—Sí. Se delató en el momento en que cruzó la puerta: «¿Tendría usted algún ejemplar de Ackillees Devereer?» —dijo Pizzy imitando el acento falsamente educado del agente de policía. Alguien rió—. Y Charlie estuvo genial: «¿Ackillees Devereer?» —respondió—. «No estará refiriéndose usted a Achilles Deveeria, el ilustrador francés?», y el poli que responde: «Mmm, pues sí, claro, ése». ¡Te juro que casi se le caen las gafas cuando lo vio!

—¿Cuáles le mostró?

—Las litografías. —Yo las conocía. Era una secuencia de litografías sobre la historia de la moral bajo el reinado de Luis Felipe—. Y cuando por fin pudo cerrar la boca, dijo que iba a secuestrar las láminas y todas las que hubiera en el establecimiento, y que las llevaría al juez, bajo la autoridad de la Ley de lord Campbell, y entonces entraron cinco más por la puerta como un río desbocado, atrapando todo lo que sus manos sórdidas e hipócritas podían, y se llevaron a Charlie a Bow Street.

—¿Irá a la cárcel? —pregunté.

—Si es así, estará fuera antes de que acabe la semana, señora Damage —dijo el señor Pizzy.

—¿Por qué está tan seguro?

Pizzy apoyó un dedo contra el costado de su nariz y dijo suavemente:

—Contactos.

—¿Dónde?

—Un Noble Salvaje —respondió lentamente y con satisfacción—. En el Ministerio del Interior.

—¿De verdad? —pregunté alzando las cejas.

—Una vez condenaron a Charlie a dos años de trabajos forzados, y salió tres semanas después con las manos suaves como la mantequilla. Hoy en día ya ni buscan condenarle, simplemente lo retienen todo lo que pueden hasta que alguien les regaña. Sólo logran apoderarse de un poco de material, con el que se divierten un rato antes de quemarlo. —Y una vez más lanzó una carcajada, hasta que se puso serio de golpe y continuó con tono solemne—: Pero esta vez perdimos bastante material, y eso no es bueno.

Cogió su pipa, abrió la ventana de guillotina y se asomó. Desatornilló el quemador de la lámpara de gas y de ella brotaron las llamas, que casi prendieron la madera, pero aun así consiguió encender su pipa. Cuando volvió al centro de la habitación, con el bigote chamuscado y la mitad de la pipa ennegrecida, comenzó un discurso aparentemente bien aprendido acerca de la quema de libros en Éfeso, del fuego purificador de la biblioteca de Don Quijote y de la llama de la libertad que haría arder a la hipocresía.


Nihil est quod ecclesiae ob inquisitione veri meditatur
—me dijo con seguridad.

Luego se recostó en el respaldo de la silla y chupó con fruición su pipa antes de inclinarse hacia mí y cogerme la mano que tenía apoyada en el regazo. Evidentemente, disfrutaba de la ausencia de su amo.

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