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Authors: John C. Wright

Tags: #Ciencia-Ficción

La Edad De Oro (40 page)

BOOK: La Edad De Oro
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Helión calló un instante.

—Tu nave me mató, hijo —dijo al fin.

Faetón recordó que el hombre vestido de Observacionista Pormirógeno había dicho que Helión se había sacrificado por un joven indigno. Se había quedado en la Plataforma Solar cuando todos los demás huían, erigiendo escudos para proteger ciertas zonas del espacio de Mercurio. La
Fénix Exultante
había sido el «equipo» que Helión había intentado salvar del furor de las tormentas solares en la Equilateral de Mercurio.

—Tú salvaste mi nave… —susurró Faetón, al recobrar súbitamente el recuerdo.

El blindaje del casco aún estaba dividido en sectores. El aluvión de partículas solares habría disgregado los campos de contención magnética que sostenían el antihidrógeno, que al calentarse se habría expandido explosivamente, como un plasma. Cada partícula del gas de antimateria, al encontrar una partícula de materia normal, habría convertido su masa en energía, disolviendo otros contenedores magnéticos y haciendo arder la masa más concentrada de antimateria jamás reunida en un solo lugar. El casco de superadmantio, invulnerable a todas las formas normales de energía, aún estaba hecho de materia, y se habría convertido en energía al establecer contacto con la antimateria.

—Maldita sea tu nave —rechinó la voz de Helión—. Eras tú. Tú estabas a bordo en ese momento. Fuera del alcance de la Mentalidad, fuera del alcance de cualquier circuito de resurrección.

Faetón desvió los ojos. Sintió en el rostro el ardiente sonrojo de la vergüenza.

Helión avanzó y se sentó en una de las sillas ceremoniales de respaldo alto que flanqueaban el pasillo. Esperó mientras Faetón se sentaba, mirando el vacío, tratando de lidiar con la magnitud de lo que había oído, de aquello que su memoria sólo empezaba a devolverle.

—Lo lamento, padre. No era mi intención que sucediera esto.

Helión entrelazó las manos y apoyó los codos en las rodillas, mirando el suelo un instante. Alzó la cabeza y miró a Faetón con franqueza.

—Nadie quería que esto pasara. Pero cada cual debió actuar según los requerimientos de su conciencia. Aun el Colegio de Exhortadores pudo haber condenado tu proyecto con menos celeridad si te hubieras prestado a la conciliación, a la espera, a escuchar las opiniones ajenas. Los Exhortadores no son villanos, necios ni cobardes. Son hombres honestos que intentan subsanar el gran defecto de nuestra sociedad: el peligro, ahora que disponemos de tanto poder y libertad, de que una acción precipitada nos cause daño. En general usan la presión social para impedir que las personas autocomplacientes se dañen a sí mismas. El tuyo es el primer caso, en cientos de años, en que alguien amenaza a otros.

—Los mundos que me proponía crear habrían sido apacibles…

—El Colegio pudo haberte creído si no hubieras perdido control de ti mismo en diciembre, en el mausoleo de Estrella Vespertina. Destruiste el edificio y destrozaste los remotos y maniquíes de los alguaciles.

De nuevo Faetón sintió el rubor en la cara.

—Lo lamento, padre —murmuró—. Y cuanto más recuerdo, menos heroicos parecen haber sido mis actos. Quizá vivir desde enero sin mis recuerdos haya sido bueno para mí, en definitiva; mi viejo furor ahora me parece pueril. Pero aún creo que mi sueño era bueno.

—Una vez yo soñé como tú —dijo Helión.

—¿Sí…?

—Nunca te he contado los detalles relacionados con tu nacimiento, Faetón.

Una quietud parecía haber entrado en la cámara. Faetón contuvo el aliento. Había oído rumores. Nunca había oído la verdad.

—Sabes que estás tomado de mis plantillas mentales, una versión de mí más valiente de lo he sido jamás, ¿verdad? Pero lo que no recuerdas, el origen que conviniste en olvidar, es que fuiste creado durante una de las primeras celebraciones milenarias. Uno de los mundos construidos en el espacio onírico por Cupriciano Sofotec (quien entonces era anfitrión de la celebración, como hoy lo es Aureliano) era mi visión de un futuro lejano en el cual la humanidad se hubiera expandido por el volumen local de estrellas, de unos cuatrocientos años luz de diámetro. Tú eras uno de los personajes de esa historia. Eras tal como Cupriciano predecía que sería yo si vivía para ver esa época.

Helión guardó silencio. Miraba por las ventanas, quizás hacia las montañas de Gales, quizás hacia algo más distante.

—¿Hay algo más en mi historia…? —preguntó Faetón.

Helión se puso rígido y volvió a mirar a Faetón.

—No realmente. En esa época yo no era famoso ni amado. La gente me consideraba un charlatán. Durante la Trascendencia de ese festival (se celebraban en una época anterior del año, en noviembre), otros sofotecs recalcularon las premisas de Cupriciano y las encontraron absurdamente optimistas. Cuando volvieron a representar esa probabilidad, encontraron que las colonias distantes se volvían cada vez más inhumanas, impulsivas e irracionales. Llegaron a la conclusión de que aun los hombres más cuerdos y estables, sin gobierno que los contuviera, zanjarían las disputas serias mediante la fuerza. Esa probabilidad desembocaba en la piratería interestelar y la guerra. Muchas personas estaban sintonizadas en ese paisaje onírico cuando sus personajes terráqueos fueron destruidos por la guerra colonial. Murieron de forma vivida y realista. Experimentaron su propia muerte, y la muerte de todo lo que conocían y amaban. Sólo se necesitaba un soldado a bordo de una sola nave. Estaba armado con unas toneladas métricas de antimateria. Quemó el mundo. Naturalmente, los participantes quedaron horrorizados. Yo quedé horrorizado. Aun el personaje informático del guerrero colonial quedó horrorizado, a tal punto que cayó en una ensoñación profunda, cuestionando su existencia y su lugar en el mundo, cuestionando todos sus valores y creencias. Cuando el clamor público exigió que yo borrara esa probabilidad, asentí de buen grado. Pero el sofotec me detuvo…

Faetón comprendió adonde iba.

—Tienes que estar bromeando, padre.

—No. El soldado colonial, el quemador de mundos, se había convertido a sí mismo, a partir de un registro, en una entidad consciente. Por nuestras leyes, cualquiera que cree un ser consciente por cualesquiera medios, naturales o artificiales, deliberada o accidentalmente, se convierte en padre de ese hijo, y debe criarlo y cuidarlo, y debe hacer que le inserten instintos paternales o maternales naturales en su complejo mesencéfalo y postencéfalo. Por eso hice y desposé a tu madre, Galatea, que descanse en paz.

Galatea no estaba muerta. A los cuatrocientos años se había divorciado de Helión, había renunciado al Gris Plata y había graduado su filtro sensorial y su memoria para excluirlo. Al principio Helión la visitaba con frecuencia, pero para ella no era más visible que un fantasma. Un día, por razones que no explicó a nadie, Galatea guardó sus memorias en archivo y descendió al mar, abandonando su carne y fusionando su mente con las extrañas, antiguas e inhóspitas mentes colectivas que viven desperdigadas en un millón de cuerpos celulares microscópicos bajo las olas.

El rostro de Helión tenía la rígida expresión de pena que siempre ponía ante la mera mención del nombre de la madre de Faetón. La visión de esa tristeza enfureció a Faetón, pues ahora le revelaban que su madre no había sido su madre.

—Conque así nací. Recuerdo una infancia y una juventud. ¿Son falsas?

—No. Estabas encarnado en un niño cuando entraste en el mundo real.

—¿Por qué no recuerdo la vida ficticia que precedió a mi nacimiento? ¿Tu futuro ficticio? ¡No me digas que también acepté olvidar eso!

Faetón sentía asombro y repulsión. ¿Había algo en su vida que fuera real?

—Todos te temían. Tenías la memoria, las aptitudes y la personalidad de un destructor de planetas. Y una vez que supiste quién y qué eras, te alegraste de borrar tu pasado. Sin duda adivinarás por qué.

Sí, conocía la razón.

—Porque era falso.

—En efecto. Nadie ha estado más enamorado de la verdad desnuda que tú.

—¿Por eso me llamaron Faetón? ¿Para recordarme que había incendiado la Tierra?

Helión negó con la cabeza.

—Tú mismo escogiste ese nombre, después de aceptar la Estética Consensuada. Pero adoptaste una versión levemente distinta del mito. Dijiste que…

Un gong sonó a lo lejos.

—Perdón, amo Helión —dijo Radamanto—, pero me pediste que te interrumpiera cuando se despejaran los canales y los Exhortadores entraran en línea. Están por llegar.

Faetón oyó ruidos distantes: la apertura de las puertas principales, el murmullo de voces y el traqueteo de carruajes que llegaban al pórtico del frente. El paisaje onírico de la mansión introducía estos ruidos ficticios para representar la «llegada» de los miembros del Colegio de Exhortadores.

Helión se puso de pie.

—Por deferencia hacia mí, el Colegio ha convenido adoptar la Estética Consensuada para las actas oficiales del interrogatorio. Naturalmente, el filtro sensorial personal de cada uno puede reorganizar la información de la manera que guste, pero el documento central registrará que la reunión se celebró en mi versión de la Mansión Radamanto. ¿Vienes conmigo, Faetón?

Señaló la puerta. Faetón echó una última ojeada a la cámara de memoria. Los cofres estaban abiertos y vacíos, o bien parecían incinerados. La ventana rota no presentaba una vista de la gloriosa nave estelar, la única de su especie, que ya no le pertenecía. Allí no quedaba nada para él.

Los dos hombres bajaron juntos la escalera. Faetón notó que en la versión de Helión la mansión era más amplia y suntuosa que en la suya. La escalera era un ancho y vasto semicírculo que conducía a una enorme vestíbulo pavimentado con losas blancas.

Había ventanas por doquier, anchas y llenas de luz.

—Si recordaban mi origen, no me extraña que se asustaran de mí cuando compré una nave invulnerable y la llené de antimateria. Pero, ¿no podían diferenciar entre realidad y fantasía?

Faetón se detuvo en la escalera y cogió el brazo de Helión, obligándolo a detenerse. Helión lo miró con curiosidad, y vio una sombra de temor en la cara de Faetón.

—Cuéntame deprisa. ¿Dafne lo sabe? Durante toda nuestra vida me llamó personaje heroico… personaje… ¿No se enamoró de mí a causa de eso?

—Dudo que lo supiera. Dafne nació de padres naturales, gestada en el vientre a la manera antigua, y se crió en una escuela primitivista que ni siquiera tenía reencarnación. Huyó de su convento y se unió a los Taumaturgos de la Escuela del Oniromante Cataléptico cuando tenía dieciséis años. No fue hace muchos siglos. Dudo que haya oído hablar de Cupriciano.

Faetón suspiró y soltó el brazo de Helión.

Siguieron bajando la escalera y cruzaron el brillante vestíbulo. Sus pasos resonaron en el mármol.

—¿Por qué renunciaste al sueño, padre? —preguntó Faetón—. Sabes que nuestro Sol tiene un período limitado de vida.

—Más largo, gracias a mí esfuerzo.

—Pero aun así limitado. No podemos permanecer en un pequeño sistema solar para siempre. Es porque te ves a ti mismo en mi viejo personaje, ¿verdad? El guerrero colonial que destruyó la Tierra. Ésa era una extrapolación simulada de ti, ¿verdad? Y te amedrentó.

—La tecnología de simulación es mucho mejor ahora —dijo elusivamente Helión—. Se requieren menos conjeturas…

Pasaron frente a una hilera de armaduras vacías, esmaltadas de blanco. Había dos altas puertas de roble, con la talla de un libro abierto cruzado por un mayal y, debajo, un grial del cual fluía una fuente: el emblema del Colegio de Exhortadores. La puerta no estaba antes; la versión de Helión de la mansión incluía una cámara de audiencias. Un sordo murmullo de voces sonaba detrás de las puertas.

—No deberías tener miedo, padre. El sueño de conquistar las estrellas todavía es digno y noble. A pesar de todo, todavía tengo razón. Mi sueño es atinado.

Helión se detuvo y miró las puertas.

—Quizá. Pero ese sueño está a punto de morir, igual que tú. Dafne Prima está ahogada en forma irreparable. Dafne Tercia, que te ama, no tiene motivos para seguir viviendo, pues sacrificó su carrera futura para venir a suplicarte. Y en cuanto a mí, cuando acaban de declararme Par, y tengo esperanzas de transformarme en centro de atención de la inminente Trascendencia, encuentro que mi hijo está por marcharse. Así que mi vida también está arruinada. —Sonrió con tristeza—. ¿Quién dijo «la vida interminable alimenta dolor interminable»?

Faetón notó que Helión pensaba en Jacinto Séptimo, el amigo a quien había perdido tanto tiempo atrás.

—Ao Enwir,
Sobre la soberanía de las máquinas
—dijo Faetón, sin corregir la cita errónea. Forzó una sonrisa—. Pero yo no estoy a punto de morir, padre. Aunque nadie me venda alimentos ni agua, mi armadura puede producir…

—Orfeo Averno ha desechado tus vidas adicionales. Ya no estás en la Mentalidad.

—¿Qué?

—Lee el hipertexto y la letra pequeña de tu contrato con el banco. Están obligados a borrar las vidas almacenadas de cualquiera que caiga bajo una interdicción de los Exhortadores. Es una cláusula estándar para todos los contratos con Orfeo. Orfeo fue el primero en dar al Colegio tanta influencia social.

Faetón abrió la boca para protestar. Sin duda los sofotecs, infinitamente sabios, no se limitarían a dejarlo morir.

Cerró la boca. Sabía lo que diría la lógica sofotec. Faetón no había inventado el sistema de registro numénico, sino Orfeo. Pertenecía sólo a Orfeo, y él era libre de disponer de su propiedad de cualquier manera pacífica y legal que considerase conveniente. No podían obligarlo a prestar sus servicios, su propiedad o el fruto de su labor a nadie con quien no quisiera tratar. Y Faetón había firmado libremente ese contrato.

—A partir de ahora, hijo mío, ya no eres inmortal.

Faetón tuvo una sensación de espanto.

—Pero los Exhortadores aún no han transmitido un decreto oficial.

—No importa. Tu abogado, Monomarcos, firmó una confesión judicial en tu nombre, ¿recuerdas? Con esa firma, renunciaste a tu derecho de apelación. No habrá una segunda audiencia indagatoria. Esta reunión es un mero anuncio.

—¡Si esperan que simplemente me tumbe y muera, están muy equivocados!

—Es exactamente lo que esperan. Y no están equivocados.

—Hay personas que sobreviven al exilio.

—En las historias ficticias, quizá. Pero aun Lundquist, en la vieja canción, sólo estuvo exiliado seiscientos años. Tu exilio será permanente. Quizá puedas efectuar reparaciones en la nanomaquinaria de tus células que sana tus heridas y restaura tu juventud. Pero las nanomáquinas extraen su energía de la decadencia isotópica de los átomos grandes que están en la base de sus cadenas en espiral. Nadie te venderá viviagua para reponer esos átomos.

BOOK: La Edad De Oro
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