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Authors: John C. Wright

Tags: #Ciencia-Ficción

La Edad De Oro (38 page)

BOOK: La Edad De Oro
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—¿Quién fue el que dijo que «una vida interminable alimenta temores interminables»? Debo de ser el único inmortal que no es un cobarde. La guerra interestelar es inconcebible. Las distancias son demasiado grandes: el coste, demasiado alto.

—Fue Ao Enwir el Ilusionista, en su postulación titulada
Sobre la soberanía de las máquinas.
Con frecuencia se lo cita mal. En realidad Enwir consignó: «La vida interminable, a menos que vaya acompañada por una previsión incesante, alimenta un interminable temor a la muerte». Y lo que temen no es la guerra, sino el delito. Un solo individuo que atacara una civilización apacible e inerme con una tecnología avanzada podría causar daños tremendos.

Faetón no escuchaba. Extendió el brazo. Su punto de vista, como un fantasma, voló hacia la popa. Allí, al pie de las toberas, había decoloración. Más cerca, Faetón vio brechas. Cicatrices cuadrangulares manchaban la superficie del casco. Habían arrancado placas de admantio dorado. Estaban desmantelando la nave.

Entrechocó los talones tres veces. Era el gesto para ir a la escena inicial del programa, en este caso el puente de la nave. El puente apareció alrededor.

El puente era una enorme construcción cristalina, más grande que una pista de baile. En el centro, como un trono, la silla del capitán daba sobre un espacio ancho como un anfiteatro, rodeado por semicírculos concéntricos de hileras ascendentes. Era un lugar lúgubre, ruinoso y desierto. Las cortinas energéticas estaban apagadas, los espejos estaban muertos; faltaban las cajas de pensamiento.

Gesticuló hacia el espejo de mando más próximo. Pero no era sólo una petición de cambio de enfoque: Faetón trataba de activar circuitos en la nave real. Y la nave real estaba lejos.

El tiempo comenzó a arrastrarse, minuto tras minuto. Faetón colgaba como un espectro, desencarnado e insustancial. Insustancial, porque los maniquíes o los remotos de teleyección que operaban en el puente se habían ido tiempo atrás. Ese trono vacío que tenía al lado era la silla de capitán donde él nunca se sentaría. Los interfaces y circuitos de intención de la silla estaban llenos de rombos proliferantes, señal de que los autorreguladores de la nanomaquinaria estaban desconectados. Como un lecho de coral, la proliferación se había expandido por el respaldo de la silla, abrazando la cuadrícula inerte que otrora había sido un capullo de campo de antiaceleración.

—Amo —dijo Radamanto—, la nave está muy lejos de la Tierra. Una señal tardará por lo menos quince minutos en ir y venir. Habrá una demora de un cuarto de hora entre cada orden y respuesta.

Faetón puso los brazos a los costados; sus ojos glaciales relucían en un rostro impasible que no revelaba sus emociones. Habló tres veces mientras transcurrían los quince minutos.

La primera vez preguntó:

—¿Cuánto tiempo tardaré en recordar todo? Me siento rodeado por nubes sin nombre, formas sin contorno…

—Debes dormir y soñar para que se restablezcan las conexiones —dijo Radamanto—. Si puedes encontrar a alguien que te asista, deberías consultar a un cirujano mental oniriátrico profesional. La edición que sufriste es una de las mayores que se hayan consignado. La mayoría de las personas editan tardes desagradables o días malos. No bloquean siglos enteros de sus recuerdos más importantes.

Poco después, Faetón se puso rígido. Otro recuerdo había llegado.

—No recuerdo a Jenofonte —dijo—. No es hermano mío. No lo conozco personalmente. Mi contacto entre los neptunianos era un avatar llamado Xingis de Nereida. Comenzó a representarse en forma humana después de conocerme; a causa de mí, suscribió la Estética Consensuada, adoptó una neuroforma básica y se cambió el nombre a Diomedes, el héroe que derrota a los dioses. No existe esa culpa que debo recordar; no hay delito. No está el sofotec que estaba construyendo. Y Saturno… yo no trataba de desarrollar Saturno. Había renunciado a trabajar en Saturno. Estaba frustrado con Saturno. Por eso nació la
Fénix Exultante.
Por eso construí la nave. Mi bella nave. Estaba harto de vivir en medio de un desierto estelar. Un pequeño sistema solar rodeado sólo por un páramo… y pensé que allá había planetas que podían ser míos, maduros y ricos, preparados para que la mano del hombre transformara la árida roca en paraíso. Planetas, pero sin Exhortadores para estorbarme. Nadie que proclamara que los anillos de roca, polvo y hielo sucio eran más sublimes que todas las almas humanas que vivirían en los palacios que construiría con esos anillos… ¡Radamanto! Era todo mentira. Todo lo que dijo Scaramouche era mentira. ¿Por qué?

El silencio se prolongó. Faetón se puso más triste y más adusto mientras asimilaba la magnitud de la falsedad que lo había confundido, su vasta dimensión temporal, la felicidad de su recuerdo, la gloria del logro que había perdido.

—Una vez te pregunté si antes era más feliz —dijo—, si la restauración de estos recuerdos me haría mejor.

—Sugerí que serías menos feliz, pero que serías mejor hombre —dijo Radamanto.

Faetón sacudió la cabeza. El furor y la pena aún lo consumían. Por cierto no se sentía un mejor hombre.

Luego, en reacción al gesto que había hecho un rato atrás, un monitor de la
Fénix Exultante
despertó. La superficie espejada estaba opaca y manchada de restos de nanomáquínas deconstruidas. Los puntos de contacto del espejo titilaron, dirigiendo mil puntos de luz hacia la imagen de Faetón.

Tuvo un instante de sorprendido reconocimiento. ¡Por supuesto! Estaba en su armadura. Los circuitos de mando del puente de la nave trataban de abrir mil canales en los puntos correspondientes de su armadura dorada.

Ésa era la finalidad de los complejos circuitos de su armadura. Aquí había una nave mayor que una colonia espacial, tan intrincada como varias metrópolis, enlazada con un cerebro tras otro y un circuito tras otro. Era como una semilla en miniatura de la Ecumene Dorada. El puente y su dotación no estaban en el puente sino en la armadura; la armadura de Faetón, cuya complejísima jerarquía de controles estaba destinada a gobernar miles de millones de flujos energéticos, mediciones, descargas, tensiones y subrutinas que constituirían la vida cotidiana de la gran nave.

Faetón no pudo contener una sonrisa de orgullo. Era una maravillosa obra de ingeniería.

Esa sonrisa vaciló cuando un tablero de estado del brazo de la silla del capitán se encendió para revelar el dolor y el daño de la nave. Otros espejos se iluminaron para mostrar los objetos cercanos en el espacio.

El desmantelamiento no había avanzado mucho; las placas de supermetal aún estaban almacenadas en naves que orbitaban la Equilateral de Mercurio, a poca distancia, aguardando el trasbordo. Las inteligencias de la nave estaban fuera de línea o no estaban instaladas. Cerca de la nave aguardaban grúas y remolcadores robot de la Estación de Mercurio, miniaturas inmóviles al lado del coloso. Un tablero de estado mostraba que la masa de reposo era baja; casi la mitad del combustible de antihidrógeno se había descargado.

No obstante, la cantidad de combustible que quedaba era apabullante. La zona de viviendas de la nave, aunque tan grande como una colonia espacial, ocupaba menos de un décimo del uno por ciento de la masa del vehículo. La
Fénix Exultante
era un volumen de más de trescientos mil metros cúbicos de espacio interno abarrotado con el combustible más liviano y potente que la ciencia humana había inventado. Aunque la masa de la nave era titánica, la proporción entre combustible, masa y cargamento era inconcebible. Cada segundo de impulso podía consumir tanta energía como la que grandes ciudades consumían en un año. Pero ésa era la energía necesaria para aproximarse a la velocidad de la luz.

—Has vendido mi combustible —dijo Faetón, detestando su voz acongojada.

—Ya no es tuyo, joven amo. La
Fénix Exultante
está en sindicatura, a cargo del Tribunal de Quiebras. Pero tu acuerdo de Lakshmi suspendió el proceso. Destruiste el recuerdo de la nave para detener el desmantelamiento. Ahora que recobras tus recuerdos, me temo que tus acreedores la tomarán.

—¿Quieres decir que no tengo esposa, padre… ni nave? ¿Nada? ¿No tengo nada?

Una pausa.

—Lo lamento, amo.

Hubo un largo momento de silencio. Faetón no podía respirar. Era como sí una tumba se hubiera cerrado no sólo sobre él sino sobre todo el universo, sobre todos los lugares a los que pudiera ir, sin importar cuan lejos huyera. Imaginó una oscuridad sofocante, vasta como el cielo, como si hubieran extinguido todas las estrellas y el Sol se hubiera convertido en singularidad, absorbiendo la luz con una nada absoluta.

Había oído comentarios de los teóricos sobre la estructura interna de una singularidad. Por dentro, uno estaría en un pozo de gravedad tan hondo que ninguna luz, ninguna señal, podía escapar. Por grande que fuera el interior, el horizonte de sucesos formaba un límite absoluto que anulaba para siempre todo intento de alcanzar las estrellas del exterior. Quizás uno pudiera ver las estrellas; la luz del exterior seguiría cayendo en el agujero negro y llegaría al ojo de quien estuviera encarcelado allí; pero cualquier intento de alcanzarlas sólo consumiría cada vez más energía, en vano.

Los teóricos también decían que el interior de un agujero negro era irracional, que las constantes matemáticas que describían la realidad ya no tenían sentido.

Faetón nunca había sabido qué podía significar aquello. Ahora creía entenderlo. Se enjugó las lágrimas que se avergonzó de encontrar en su rostro.

—Radamanto, ¿cuáles son las cinco etapas del duelo?

—Para las neuroformas Básicas, la progresión es: negación, furor, negociación, depresión, resignación. Los Taumaturgos ordenan sus instintos de otra manera, y los Invariantes no tienen duelo.

—Acabo de recordar otro acontecimiento… Es como una pesadilla. Mis pensamientos todavía son turbios. Estaba viviendo a bordo de la
Fénix Exultante,
con mi fecha de lanzamiento a menos de un mes. Estaba a punto de lograrlo todo. Luego vino la llamada radial del último parcial de mi esposa, contándome lo que había hecho Dafne Prima. La negación fue fácil para mí; durante el largo viaje de Mercurio a la Tierra, viví en una simulación, un recuerdo falso para decirme que ella aún vivía. La simulación terminó en diciembre pasado, cuando la lanzadera me dejó en el terreno de Estrella Vespertina. Recordé todo el horror y el dolor de vivir sin ella. ¡Una mujer a quien estaba a punto de abandonar! Así que me concedí una persona de rescate, una versión de mí que no sufría titubeos, culpas, temores ni dudas, y salí a encarar el mausoleo donde reposaba el cuerpo de Dafne.

Faetón inhaló airadamente, soltó una risa amarga.

—¡Ja! Estrella Vespertina debe pensar que soy un necio. Esta mañana expuse los mismos argumentos que en diciembre. Pero esa vez, en diciembre, yo estaba físicamente presente, y con mi armadura, y ninguna fuerza del mundo podía detenerme en mi cólera. Aparté los remotos que se interpusieron. Destruí el ataúd de Dafne y liberé ensambladores para deshacer su sujeción nerviosa y despertarla de sus sueños sin vida. Pero el cuerpo estaba vacío; habían copiado su mente a la memoria de la Mansión Estrella Vespertina, y habían reemplazado el mausoleo con sintéticos, pseudomateria y hologramas. Estrella Vespertina impidió que yo cometiera delitos graves, y sólo me limité a causar daños menores contra la propiedad.

»Me entregué por completo a mi furia, y empecé a destruir el mausoleo. Los motores de mis brazos y piernas amplificaron mi fuerza hasta que fui como Hércules u Orlando en su furia. Había dos escuadrones de alguaciles, en ornitópteros armados con nubes de ensambladores. Arranqué de raíz las columnas del mausoleo de Estrella Vespertina y las arrojé. Desperdigué los maniquíes de los alguaciles y me reí mientras sus dardos y paralizadores rebotaban en mi armadura. Tuvieron que llamar al ejército para detenerme. Recuerdo que la pared se derritió y entró Atkins. Ni siquiera estaba armado; estaba desnudo, y goteaba viviagua. Lo habían levantado de la cama. Ni siquiera tenía un arma. Recuerdo que me reí, porque mi armadura era invulnerable; y recuerdo que él sonrió adustamente y me llamó con una mano.

Cuando intenté apartarlo de mi camino él se inclinó, me tocó el hombro y, por alguna razón, caí atolondradamente y aterricé en el charco de piedra fundida por donde él había entrado. Se quitó un poco de viviagua del cabello y me la arrojó. Las nanomáquinas suspendidas en el agua se debían de haber sintonizado con las que usó para desintegrar la piedra. Cuando caí, la piedra era como polvo, sin fricción. Me resultó imposible levantarme, pues no tenía a donde asirme. Luego, cuando él se sacudió el cabello ante mí, las nanomáquinas ligaron una molécula tras otra con fuerzas subnucleares artificiales. La piedra formó una macromolécula, y mis brazos y piernas quedaron atrapados. Invulnerable, sí, pero congelado en piedra sólida. Con razón Atkins me desprecia.

—No creo que te desprecie, amo. En todo caso, te agradece que le hayas permitido lucir sus habilidades.

Faetón se apretó los dedos contra las sienes doloridas.

—¿Cuál dijiste que era la tercera etapa del duelo? ¿Negociación? El sofotec de Estrella Vespertina no presentó acusaciones… estaba encantado de haber sido víctima del único intento de delito violento que había tenido cierto éxito en tres siglos. Supongo que a la Mansión Roja le encantó el melodrama. Sólo querían una copia de mis recuerdos durante la lucha.

Faetón recordó la notoriedad que había logrado. No era sólo por el intento de violencia. (Mientras se permitiera legalmente que las pasiones humanas existieran en el sistema nervioso humano, siempre habría impulsos violentos. Muchas personas intentaban cometer crímenes. Había seis o siete intentos por siglo.) La notoriedad de Faetón surgió de su posición en la sociedad. Otros hombres que cedían a momentos de furia eran primitivistas o parciales emancipados, personas sin recursos a quienes los alguaciles, guiados por los sofotecs, podían detener fácilmente antes que causaran estragos.

Pero Faetón era un señorial, un miembro de la élite; y la mansión Gris Plata, en muchos sentidos, era la élite de la élite. Los señoriales tenían sofotecs que les examinaban la mente y podían prever sus pensamientos y resolver los problemas de violencia mucho antes de que surgieran. Ningún señorial había cometido jamás un delito violento. Faetón era el primero.

Dentro de su armadura, Faetón podía anular todo contacto con los sofotecs; sus pensamientos no se podían monitorizar; sus impulsos violentos no se podían contener mediante una orden policial. Dentro de su armadura, Faetón podía actuar al margen de toda restricción social. Estaba en su propio mundo; un mundo pequeño, sí, pero suyo.

BOOK: La Edad De Oro
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