mi dama la hizo huir de tal manera,
cuanto huesos sin carne permitían.
Y luego por el sitio que viniera,
vi descender al águila en el arca
del carro y la cubría con sus plumas;
y cual sale de un pecho que se queja,
tal voz salió del cielo que decía
«¡Oh navecilla mía, qué mal cargas!»
Luego creí que la tierra se abriera
entre ambas ruedas, y salió un dragón
que por cima del carro hincó la cola;
y cual retira el aguijón la avispa,
así volviendo la cola maligna,
arrancó el fondo, y se marchó contento.
Aquello que quedó, como de grama
la tierra, de las plumas, ofrecidas
tal vez con intención benigna y santa,
se recubrió, y también se recubrieron
las ruedas y el timón, en menos tiempo
que un suspiro la boca tiene abierta.
Al edificio santo, así mudado
le salieron cabezas; tres salieron
en el timón, y en cada esquina una.
Las primeras cornudas como bueyes,
las otras en la frente un cuerno sólo:
nunca fue visto un monstruo semejante.
Segura, cual castillo sobre un monte,
sentada una ramera desceñida,
sobre él apareció, mirando en torno;
y como si estuviera protegiéndola,
vi un gigante de pie, puesto a su lado;
con el cual a menudo se besaba.
Mas al volver los ojos licenciosos
y errantes hacia mí, el feroz amante
la azotó de los pies a la cabeza.
Crudo de ira y de recelos lleno,
desató al monstruo, y lo llevó a la selva,
hasta que de mis ojos se perdieron
la ramera y la fiera inusitada.
'Deus venerunt Gentes', alternando
ya las tres, ya las cuatro, su salmodia,
llorando comenzaron las mujeres;
y Beatriz, piadosa y suspirando,
lo escuchaba de forma que no mucho
más se mudara ante la cruz María.
Mas cuando las doncellas la dejaron
lugar para que hablase, puesta en pie,
respondió, colorada como el fuego:
«Modicum, et non videbitis me mis
queridas hermanas, et iterum ,
modicum, et vos videbitis me.»
Luego se puso al frente de las siete,
y me hizo andar tras de ella con un gesto,
y a la mujer y al sabio que quedaba.
Así marchaba; y no creo que hubiera
dado apenas diez pasos en el suelo,
cuando me hirió los ojos con sus ojos;
y con tranquilo gesto: «Ven deprisa
para que, si quisiera hablar, conigo,
estés para escucharme bien dispuesto.»
Y al ir, como debía, junto a ella,
díjome: «Hermano, ¿por qué no te atreves,
ya que vienes conmigo, a preguntarme?»
Como aquellos que tanta reverencia
muestran si están hablando a sus mayores,
que la voz no les sale de los dientes,
a mí me sucedió y, balbuceando,
dije: «Señora lo que necesito
vos sabéis, y qué es bueno para ello.»
Y dijo: «De temor y de vergüenza
quiero que en adelante te despojes,
y que no me hables como aquel que sueña.
Sabe que el vaso que rompió la sierpe
fue y ya no es; mas crean los culpables
que el castigo de Dios no teme sopas.
No estará sin alguno que la herede
mucho tiempo aquel águila que plumas
dejó en el carro, monstruo y presa hecho.
Que ciertamente veo, y lo relato,
las estrellas cercanas a ese tiempo,
de impedimento y trabas ya seguro,
en que un diez, en que un cinco, en que un quinientos
enviado de Dios, a la ramera
matará y al gigante con quien peca.
Tal vez estas palabras tan oscuras,
cual de Esfinge o de Temis, no comprendas,
pues a su modo el intelecto ofuscan;
Mas Náyades serán pronto los hechos,
que han de explicar enigma tan oscuro
sin daño de rebaños ni cosechas.
Toma nota; y lo mismo que las digo,
lleva así mis palabras a quien vive
el vivir que es carrera hacia la muerte.
Y ten cuidado, cuando lo relates,
y no olvides que has visto cómo el árbol
ha sido despojado por dos veces.
Cualquiera que le robe o que le expolie,
con blasfemias ofende a Dios, pues santo
sólo para su uso lo ha creado.
Por morder de él, en penas y en deseos
el primer ser más de cinco mil años
anheló a quien en sí purgó el mordisco.
Tu ingenio está dormido, si no aprecia
por qué extraña razón se eleva tanto,
y tanto se dilata por su cima.
Y si no hubieran sido agua del Elsa
los vanos pensamientos por tu mente,
y el placer como a Píramo la mora,
solamente por estas circunstancias
la justicia de Dios conocerías,
moralmerite, al hacer prohibido el árbol.
Mas como veo que tu inteligencia
se ha hecho de piedra, y empedrada, oscura,
y te ciega la luz de mis palabras,
quiero que, si no escritas, sí pintadas,
dentro de ti las lleves por lo mismo
que las palmas se traen en los bordones.»
Y yo: «Como la cera de los sellos,
donde no cambia la figura impresa,
por vos ya mi cerebro está sellado.
¿Pero por qué tan fuera de mi alcance
vuestra palabra deseada vuela,
que más la pierde cuanto más se obstinad»
«Por que conozcas —dijo— aquella escuela
que has seguido, y que veas cómo puede
seguir a mis palabras su doctrina;
y veas cuánto dista vuestra senda
de la divina, cuanto se separa
el cielo más lejano de la tierra.»
Por lo que yo le dije: «No recuerdo
que alguna vez de vos yo me alejase,
ni me remuerde nada la conciencia.»
«Si acordarte no puedes de esas cosas
acuérdate —repuso sonriente—
que hoy bebiste las aguas del Leteo;
Y si del humo el fuego se deduce,
concluye esta olvidanza claramente
que era culpable tu querer errado.
Estarán desde ahora ya desnudas
mis palabras, cuanto lo necesite
tu ruda mente para comprenderlas.»
Fulgiendo más y con más lentos pasos
el sol atravesaba el mediodía,
que allá y aquí, como lo miran, cambia,
cuando se detuvieron, como aquellos
que van a la vanguardia de una tropa,
si encuentran novedades o vestigios,
las mujeres, junto a un lugar sombrío,
cual bajo fronda verde y negras ramas
se ve en los Alpes sobre sus riachuelos.
Delante de él al Éufrates y al Tigris
creí ver brotando de una misma fuente,
y, casi amigos, lentos separarse.
«Oh luz, oh gloria de la estirpe humana,
¿qué agua es ésta que mana en este sitio
de un principio, y que a sí de sí se aleja?»
A tal pregunta me dijeron: «Pide
que te explique Matelda»; y respondió,
como hace quien de culpa se libera,
la hermosa dama: «Esta y otras cosas
le dije, y de seguro que las aguas
del Leteo escondidas no le tienen.»
Y Beatriz: «Acaso otros cuidados,
que muchas veces privan de memoria,
los ojos de su mente oscurecieron.
Pero allí va fluyendo el Eunoé:
condúcele hasta él, y como sueles,
reaviva su virtud amortecida.»
Como un alma gentil, que no se excusa,
sino su gusto al gusto de otro pliega,
tan pronto una señal se lo sugiere;
de igual forma, al llegarme junto a ella,
echó a andar la mujer, y dijo a Estacio
con femenina gracia: «Ve con él.»
Si tuviese lector, más largo espacio
para escribir, en parte cantaría
de aquel dulce beber que nunca sacia;
mas como están completos ya los pliegos
que al cántico segundo destinaba,
no me deja seguir del arte el freno.
De aquel agua santísima volví
transformado como una planta nueva
con un nuevo follaje renovada,
puro y dispuesto a alzarme a las estrellas.
La gloria de quien mueve todo el mundo
el universo llena, y resplandece
en unas partes más y en otras menos.
En el cielo que más su luz recibe
estuve, y vi unas cosas que no puede
ni sabe repetir quien de allí baja;
porque mientras se acerca a su deseo,
nuestro intelecto tanto profundiza,
que no puede seguirle la memoria.
En verdad cuanto yo del santo reino
atesorar he podido en mi mente
será materia ahora de mi canto.
¡Oh buen Apolo, en la última tarea
hazme de tu poder vaso tan lleno,
como exiges al dar tu amado lauro!
Una cima hasta ahora del Parnaso
me fue bastante; pero ya de ambas
ha menester la carrera que falta.
Entra en mi pecho, y habla por mi boca
igual que cuando a Marsias de la vaina
de sus núembros aún vivos arrancaste.
¡Oh divina virtud!, si me ayudaras
tanto que las imágenes del cielo
en mi mente grabadas manifieste,
me verás junto al árbol que prefieres
llegar, y coronarme con las hojas
que merecer me harán tú y mi argumento.
Tan raras veces, padre, eso se logra,
triunfando como césar o poeta,
culpa y vergüenza del querer humano,
que debiera ser causa de alegría
en el délfico dios feliz la fronda
penea, cuando alguno a aquélla aspira.
Gran llama enciende una chispa pequeña:
quizá después de mí con voz más digna
se ruegue a fin que Cirra le responda.
La lámpara del mundo a los mortales
por muchos huecos viene; pero de ése
que con tres cruces une cuatro círculos,
con mejor curso y con mejor estrella
sale a la par, y la mundana cera
sella y calienta más al modo suyo.
Allí mañana y noche aquí había hecho
tal hueco, y casi todo allí era blanco
el hemisferio aquel, y el otro negro,
cuando Beatriz hacia el costado izquierdo
vi que volvía y que hacia el sol miraba:
nunca con tal fijeza lo hizo un águila.
Y así como un segundo rayo suele
del primero salir volviendo arriba,
cual peregrino que tomar desea,
este acto suyo, infuso por los ojos
en mi imaginación, produjo el mío,
y miré fijo al sol cual nunca hacemos.
Allí están permitidas muchas cosas
que no lo son aquí, pues ese sitio
para la especie humana fue creado.
Mucho no lo aguanté, mas no tan poco
que alrededor no viera sus destellos,
cual un hierro candente el fuego deja;
y de súbito fue como si un día
se juntara a otro día, y Quien lo puede
con otro sol el cielo engalanara.
En las eternas ruedas por completo
fija estaba Beatriz: y yo mis ojos
fijaba en ella, lejos de la altura.
Por dentro me volví, al mirarla, como
Glauco al probar la hierba que consorte
en el mar de los otros dioses le hizo.
Trashumanarse referir per verba
no se puede; así pues baste este ejemplo
a quien tal experiencia dé la gracia.
Si estaba sólo con lo que primero
de mí creaste, amor que el cielo riges,
lo sabes tú, pues con tu luz me alzaste.
Cuando la rueda que tú haces eterna
al desearte, mi atención llamó
con el canto que afinas y repartes,
tanta parte del cielo vi encenderse
por la llama del sol, que lluvia o río
nunca hicieron un lago tan extenso.
La novedad del son y el gran destello
de su causa, un anhelo me inflamaron
nunca sentido tan agudamente.
Y entonces ella, al verme cual yo mismo,
para aquietarme el ánimo turbado,
sin que yo preguntase, abrió la boca,
y comenzó: «Tú mismo te entorpeces
con una falsa idea, y no comprendes
lo que podrías ver si la desechas.
Ya no estás en la tierra, como piensas;
mas un rayo que cae desde su altura
no corre como tú volviendo a ella.»
Si fui de aquella duda desvestido,
con sus breves palabras sonrientes,
envuelto me encontré por una nueva,
y dije: «Ya contento requïevi
de un asombro tan grande; mas me asombro
cómo estos leves cuerpos atravieso.»
Y ella, tras suspirar piadosamente,
me dirigió la vista con el gesto
que a un hijo enfermo dirige su madre,
y dijo: «Existe un orden entre todas
las cosas, y esto es causa de que sea
a Dios el universo semejante.
Aquí las nobles almas ven la huella
del eterno saber, y éste es la meta
a la cual esa norma se dispone.
Al orden que te he dicho tiende toda
naturaleza, de diversos modos,