se apiadaba de mí, más que si dicho
hubiese: «Mujer, por qué lo avergüenzas»,
el hielo que en mi pecho se apretaba,
se hizo vapor y agua, y con angustia
se salió por la boca y por los ojos.
Ella, parada encima del costado
dicho del carro, a las sustancias pías
dirigió sus palabras de este modo:
«Veláis vosotros el eterno día,
sin que os roben ni el sueño ni la noche
ningún paso del siglo en su camino;
así pues más cuidado en mi respuesta
pondré para que entienda aquel que llora,
e igual medida culpa y duelo tengan.
No sólo por efecto de las ruedas
que a cada ser a algún final dirigen
según les acompañen sus estrellas,
mas por largueza de gracia divina,
que en tan altos vapores hace lluvia,
que no pueden mirarlos nuestros ojos,
ese fue tal en su vida temprana
potencialmente, que cualquier virtud
maravilloso efecto en él hiciera.
Mas tanto más maligno y más silvestre,
inculto y mal sembrado se hace el campo,
cuanto más vigorosa tierra sea.
Le sostuve algún tiempo con mi rostro:
mostrándole mis ojos juveniles,
junto a mí le llevaba al buen camino.
Tan pronto como estuve en los umbrales
de mi segunda edad y cambié de vida,
de mí se separó y se entregó a otra.
Cuando de carne a espíritu subí,
y virtud y belleza me crecieron,
fui para él menos querida y grata;
y por errada senda volvió el paso,
imágenes de un bien siguiendo falsas,
que ninguna promesa entera cumplen.
No me valió impetrar inspiración,
con la cual en un sueño o de otros modos
lo llamase: ¡tan poco le importaron!
Tanto cayó que todas las razones
para su salvación no le bastaban,
salvo enseñarle el pueblo condenado.
Fui por ello a la entrada de los muertos,
y a aquel que le ha traído hasta aquí arriba,
le dirigí mis súplicas llorando.
Una alta ley de Dios se habría roto,
si el Leteo pasase y tal banquete
fuese gustado sin ninguna paga
del arrepentimiento que se llora.»
«Oh tú que estás de allá del sacro río,
—dirigiéndome en punta sus palabras,
que aun de filo tan duras parecieron,
volvió a decir sin pausa prosiguiendo—
di si es esto verdad, pues de tan seria
acusación debieras confesarte.»
Estaba mi valor tan confundido,
que mi voz se movía, y se apagaba
antes que de sus órganos saliera.
Esperó un poco, y me dijo: «¿En qué piensas?
respóndeme, pues las memorias tristes
en ti aún no están borradas por el agua.»
La confusión y el miedo entremezclados
como un «sí» me arrancaron de la boca,
que fue preciso ver para entenderlo.
Cual quebrada ballesta se dispara,
por demasiado tensos cuerda y arco,
y sin fuerzas la flecha al blanco llega,
así estallé abrumado de tal carga,
lágrimas y suspiros despidiendo,
y se murió mi voz por el camino.
«Por entre mis deseos —dijo ella—
que al amor por el bien te conducían,
que cosa no hay de aspiración más digna,
¿qué fosos se cruzaron, qué cadenas
hallaste tales que del avanzar
perdiste de tal forma la esperanza?
¿Y cuál ventaja o qué facilidades
en el semblante de los otros viste,
para que de ese modo los rondaras?»
Luego de suspirar amargamente,
apenas tuve voz que respondiera,
formada a duras penas por los labios.
Llorando dije: «Lo que yo veía
con su falso placer me extraviaba
tan pronto se escondió vuestro semblante.»
Y dijo: «Si callaras o negases
lo que confiesas, igual se sabría
tu culpa: ¡es tal el juez que la conoce!
Mas cuando sale de la propia boca
confesar el pecado, en nuestra corte
hace volver contra el filo la piedra.
Sin embargo, para que te avergüences
ahora de tu error, y ya otras veces
seas fuerte, escuchando a las sirenas,
deja ya la raíz del llanto y oye:
y escucharás cómo a un lugar contrario
debió llevarte mi enterrada carne.
Arte o natura nunca te mostraron
mayor placer, cuanto en los miembros donde
me encerraron, en tierra ahora esparcidos;
y si el placer supremo te faltaba
al estar muerta, ¿qué cosa mortal
te podría arrastrar en su deseo?
A las primeras flechas de las cosas
falaces, bien debiste alzar la vista
tras de mí, pues yo no era de tal modo.
No te debían abatir las alas,
esperando más golpes, ni mocitas,
ni cualquier novedad de breve uso.
El avecilla dos o tres aguarda;
que ante los ojos de los bien plumados
la red se extiende en vano o la saeta.»
Cual los chiquillos por vergüenza, mudos
están con ojos gachos, escuchando,
conociendo su falta arrepentidos,
así yo estaba; y ella dijo: «Cuando
te duela el escuchar, alza la barba
y aún más dolor tendrás si me contemplas.»
Con menos resistencia se desgaja
robusta encina, con el viento norte
o con aquel de la tierra de Jarba,
como el mentón alcé con su mandato;
pues cuando dijo «barba» en vez de «rostro»
de sus palabras conocí el veneno;
y pude ver al levantar la cara
que las criaturas que llegaron antes
en su aspersión habían ya cesado;
y mis ojos, aún poco seguros,
a Beatriz vieron vuelta hacia la fiera
que era una sola en dos naturalezas.
Bajo su velo y desde el otro margen
a sí misma vencerse parecía,
vencer a la que fue cuando aquí estaba.
Me picó tanto el arrepentimiento
con sus ortigas, que enemigas me hizo
esas cosas que más había amado.
Y tal reconocer mordióme el pecho,
y vencido caí; y lo que pasara
lo sabe aquella que la culpa tuvo,
Y vi a aquella mujer, al recobrarme,
que había visto sola, puesta encima
«¡cógete a mí, cógete a mí!» diciendo.
Hasta el cuello en el río me había puesto,
y tirando de mí detrás venía,
como esquife ligera sobre el agua.
Al acercarme a la dichosa orilla,
«Asperges me» escuché tan dulcemente,
que recordar no puedo, ni escribirlo.
Abrió sus brazos la mujer hermosa;
y hundióme la cabeza con su abrazo
para que yo gustase de aquel agua.
Me sacó luego, y mojado me puso
en medio de la danza de las cuatro
hermosas; cuyos brazos me cubrieron.
«Somos ninfas aquí, en el cielo estrellas;
antes de que Beatriz bajara al mundo,
como sus siervas fuimos destinadas.
Te hemos de conducir ante sus ojos;
mas a su luz gozosa han de aguzarte
las tres de allí, que miran más profundo.»
Así empezaron a cantar; y luego
hasta el pecho del grifo me llevaron,
donde estaba Beatriz vuelta a nosotros.
Me dijeron: «No ahorres tus miradas;
ante las esmeraldas te hemos puesto
desde donde el Amor lanzó sus flechas.»
Mil deseos ardientes más que llamas
mis ojos empujaron a sus ojos
relucientes, aún puestos en el grifo.
Lo mismo que hace el sol en el espejo,
la doble fiera dentro se copiaba,
con una o con la otra de sus formas.
Imagina, lector, mi maravilla
al ver estarse quieta aquella cosa,
y en el ídolo suyo transmutarse.
Mientras que llena de estupor y alegre
mi alma ese alimento degustaba
que, saciando de sí, aún de sí da ganas,
demostrando que de otro rango eran
en su actitud, las tres se adelantaron,
danzando con su angélica cantiga.
«¡Torna, torna, Beatriz, tus santos ojos
—decía su canción— a tu devoto
que para verte ha dado tantos pasos!
Por gracia haznos la gracia que desvele
a él tu boca, y que vea de este modo
la segunda belleza que le ocultas.»
Oh resplandor de viva luz eterna,
¿quién que bajo las sombras del Parnaso
palideciera o bebiera en su fuente,
no estuviera ofuscado, si tratara
de describirte cual te apareciste
donde el cielo te copia armonizando,
cuando en el aire abierto te mostraste?
Mi vista estaba tan atenta y fija
por quitarme la sed de aquel decenio,
que mis demás sentidos se apagaron.
Y topaban en todas partes muros
para no distraerse —¡así la santa
sonrisa con la antigua red prendía!—;
cuando a la fuerza me hicieron girar
aquellas diosas hacia el lado izquierdo,
pues las oí decir: «¡Miras muy fijo!»;
y la disposición que hay en los ojos
que el sol ha deslumbrado con sus rayos,
sin vista me dejó por algún tiempo.
Cuando pude volver a ver lo poco
(digo «lo poco» con respecto al mucho
de la luz cuya fuerza me cegara),
vi que se retiraba a la derecha
el glorioso ejército, llevando
el sol y las antorchas en el rostro.
Cual bajo los escudos por salvarse
con su estandarte el escuadrón se gira,
hasta poder del todo dar la vuelta;
esa milicia del celeste reino
que iba delante, desfiló del todo
antes que el carro torciera su lanza.
A las ruedas volvieron las mujeres,
y la bendita carga llevó el grifo
sin que moviese una pluma siquiera.
La hermosa dama que cruzar me hizo,
Estacio y yo, seguíamos la rueda
que al dar la vuelta hizo un menor arco.
Así cruzando la desierta selva,
culpa de quien creyera a la serpiente,
ritmaba el paso un angélico canto.
Anduvimos acaso lo que vuela
una flecha tres veces disparada,
cuando del carro descendió Beatriz.
Yo escuché murmurar: «Adán» a todos;
y un árbol rodearon, despojado
de flores y follajes en sus ramas.
Su copa, que en tal forma se extendía
cuanto más sube, fuera por los indios
aun con sus grandes bosques, admirada.
«Bendito seas, grifo, porque nada
picoteas del árbol dulce al gusto,
porque mal se separa de aquí el vientre.»
Así en tomo al robusto árbol gritaron
todos ellos; y el animal biforme:
«Así de la virtud se guarda el germen.»
Y volviendo al timón del que tiraba,
junto a la planta viuda lo condujo,
y arrimado dejó el leño a su leño.
Y como nuestras plantas, cuando baja
la hermosa luz, mezclada con aquella
que irradia tras de los celestes Peces,
túrgidas se hacen, y después renuevan
su color una a una, antes que el sol
sus corceles dirija hacia otra estrella;
menos que rosa y más que violeta
color tomando, se hizo nuevo el árbol,
que antes tan sólo tuvo la enramada.
Yo no entendí, porque aquí no usa
el himno que cantaron esas gentes,
ni pude oír la melodía entera.
Si pudiera contar cómo durmieron,
oyendo de Siringa, los cien ojos
a quien tanto costó su vigilancia;
como un pintor que pinte con modelo,
cómo me adormecí dibujaría;
mas otro sea quien el sueño finja.
Por eso paso a cuando desperté,
y digo que una luz me rasgó el velo
del dormir, y una voz: «¿Qué haces?, levanta.»
Como por ver las flores del manzano
que hace ansiar a los ángeles su fruto,
y esponsales perpetuos en el cielo,
Pedro, Juan y jacob fueron llevados
y vencidos, tornóles la palabra
que sueños aún más grandes ha quebrado,
y se encontraron sin la compañía
tanto de Elías como de Moisés,
y al maestro la túnica cambiada;
así me recobré, y vi sobre mí
aquella que, piadosa conductora
fue de mis pasos antes junto al río.
Y «¿dónde está Beatriz.?», dije con miedo.
Respondió: «Véla allí, bajo la fronda
nueva, sentada sobre las raíces.
Mira la compañía que la cerca;
detrás del grifo los demás se marchan
con más dulce canción y más profunda.»
Y si fueron más largas sus palabras,
no lo sé, porque estaba ante mis ojos
la que otra cualquier cosa me impedía.
Sola sobre la tierra se sentaba,
como dejada en guardia de aquel carro
que vi ligado a la biforme fiera.
En torno suyo un círculo formaban
las siete ninfas, con las siete antorchas
que de Austro y de Aquilón están seguras
«Silvano aquí tú serás poco tiempo;
habitarás conmigo para siempre
esa Roma donde Cristo es romano.
Por eso, en pro del mundo que mal vive,
pon la vista en el carro, y lo que veas
escríbelo cuando hayas retornado.»
Así Beatríz; y yo que a pie juntillas
me encontraba sumiso a sus mandatos,
mente y ojos donde ella quiso puse.
De un modo tan veloz no bajó nunca
de espesa nube el rayo, cuando llueve
de aquel confín del cielo más remoto,
cual vi calar al pájaro de Júpiter,
rompiendo, árbol abajo, la corteza,
las florecillas y las nuevas hojas;
e hirió en el carro con toda su saña;
y él se escoró como nave en tormenta,
a babor o a estribor de olas vencida.
Y luego vi que dentro se arrojaba
de aquel carro triunfal una vulpeja,
que parecía ayuna de buen pasto;
mas, sus feos pecados reprobando,