aquí nos destinó, como estás viendo.»
«Bien veo, sacra lámpara, que un libre
amor —le dije basta en esta corte
para seguir la eterna providencia;
mas no puedo entender tan fácilmente
por qué predestinada sola fuiste
tú a este encargo entre todas las restantes.»
Aun antes de acabar estas palabras,
hizo la luz un eje de su centro,
dando vueltas veloz como una rueda;
luego dijo el amor que estaba dentro:
«Desciende sobre mí la luz divina,
en ésta en que me envientro penetrando,
la cual virtud, unida a mi intelecto,
tanto me eleva sobre mí, que veo
la suma esencia de la cual procede.
De allí viene esta dicha en la que ardo;
puesto que a mi visión, que es ya tan clara,
la claridad de la llama se añade.
Pero el alma en el cielo más radiante,
el serafín que más a Dios contempla,
no podrá responder a tu pregunta,
porque se oculta tanto en el abismo
del eterno decreto lo que quieres,
que al creado intelecto se le esconde.
Y al mundo de los hombres, cuando vuelvas,
contarás esto, a fin que no pretenda
a una tan alta meta dirigirse.
La mente, que aquí luce, en tierra humea;
así que piensa cómo allí podrá
lo que no puede aun quien acoge el cielo.»
Tan terminantes fueron sus palabras
que dejé aquel asunto, y solamente
humilde pregunté por su persona.
«Álzanse entre las costas italianas
montes no muy lejanos de tu tierra,
tanto que el trueno suena más abajo,
y un alto forman que se llama Catria,
bajo el cual hay un yermo consagrado
para adorar dispuesto únicamente.»
Por vez tercera dijo de este modo;
y, siguiendo, después me dijo: «Allí
tan firme servidor de Dios me hice,
que sólo con verduras aliñadas
soportaba los fríos y calores,
alegre en el pensar contemplativo.
Dar solía a estos cielos aquel claustro
muchos frutos; mas ahora está vacío,
y pronto se pondrá de manifiesto.
Yo fui Pedro Damián en aquel sitio,
y Pedro Pecador en la morada
de nuestra Reina junto al mar Adriático.
Cuando ya me quedaba poca vida,
a la fuerza me dieron el capelo,
que de malo a peor ya se transmite.
Vino Cefas y vino el Santo Vaso
del Espíritu, flacos y descalzos,
tomando en cualquier sitio la comida.
Los modernos pastores ahora quieren
que les alcen la cola y que les lleven,
tan gordos son, sujetos a los lados.
Con mantos cubren sus cabalgaduras,
tal que bajo una piel marchan dos bestias:
¡Oh paciencia que tanto soportas!
Al decir esto vi de grada en grada
muchas llamas bajando y dando vueltas,
y a cada giro estaban más hermosas.
Se detuvieron al lado de ésta,
y prorrumpieron en clamor tan alto,
que aquí nada podría asemejarse;
ni yo lo oí; tan grande fue aquel trueno.
Presa del estupor, hacia mi guía
me volví, como el niño que se acoge
siempre en aquella en que más se confía;
y aquélla, como madre que socorre
rápido al hijo pálido y ansioso
con esa voz que suele confortarlo,
dijo: «¿No sabes que estás en el cielo?
y ¿no sabes que el cielo es todo él santo,
y de buen celo viene lo que hacemos?
Cómo te habría el canto trastornado,
y mi sonrisa, puedes ver ahora,
puesto que tanto el gritar te conmueve;
y si hubieses su ruego comprendido,
en él conocerías la venganza
que podrás ver aún antes de que mueras.
La espada de aquí arriba ni deprisa
ni tarde corta, y sólo lo parece
a quien teme o desea su llegada.
Mas dirígete ahora hacia otro lado;
que verás muchas almas excelentes,
si vuelves la mirada como digo.»
Como ella me indicó, volví los ojos,
y vi cien esferitas, que se hacían
aún más hermosas con sus mutuos rayos.
Yo estaba como aquel que se reprime
la punta del deseo, y no se atreve
a preguntar, porque teme excederse;
y la mayor y la más encendida
de aquellas perlas vino hacia adelante,
para dejar satisfechas mis ganas.
Dentro de ella escuché luego: «Si vieses
la caridad que entre nosotras arde,
lo que piensas habrías expresado.
Mas para que, esperando, no demores
el alto fin, habré de responderte
al pensamiento sólo que así guardas.
El monte en cuya falda está Cassino
estuvo ya en su cima frecuentado
por la gente engañada y mal dispuesta;
y yo soy quien primero llevó arriba
el nombre de quien trajo hasta la tierra
esta verdad que tanto nos ensalza;
y brilló tanta gracia sobre mí,
que retraje a los pueblos circundantes
del culto impío que sedujo al mundo.
Los otros fuegos fueron todos hombres
contemplativos, de ese ardor quemados
del que flores y frutos santos nacen.
Está Macario aquí, y está Romualdo,
y aquí están mis hermanos que en los claustros
detuvieron sus almas sosegadas.
Y yo a él: «El afecto que al hablarme
demuestras y el benévolo semblante
que en todos vuestros fuegos veo y noto,
de igual modo acrecientan mi confianza,
como hace al sol la rosa cuando se abre
tanto como permite su potencia.
Te ruego pues, y tú, padre, concédeme
si merezco gracia semejante,
que pueda ver tu imagen descubierta.»
Y aquél: «Hermano, tu alto deseo
ha de cumplirse allí en la última esfera,
donde se cumplirán todos y el mío.
Allí perfectos, maduros y enteros
son los deseos todos; sólo en ella
cada parte está siempre donde estaba,
pues no tiene lugar, ni tiene polos,
y hasta aquella conduce esta escalera,
por lo cual se te borra de la vista.
Hasta allá arriba contempló el patriarca
Jacob que ella alcanzaba con su extremo,
cuando la vio de ángeles colmada.
Mas, por subirla, nadie aparta ahora
de la tierra los pies, y se ha quedado
mi regla para gasto de papel.
Los muros que eran antes abadías
espeluncas se han hecho, y las cogullas
de mala harina son talegos llenos.
Pero la usura tanto no se alza
contra el placer de Dios, cuanto aquel fruto
que hace tan loco el pecho de los monjes;
que aquello que la Iglesia guarda, todo
es de la gente que por Dios lo pierde;
no de parientes ni otros más indignos.
Es tan blanda la carne en los mortales,
que allá abajo no basta un buen principio
para que den bellotas las encinas.
Sin el oro y la plata empezó Pedro,
y con ayunos yo y con oraciones,
y su orden Francisco humildemente;
y si el principio ves de cada uno,
y miras luego el sitio al que han llegado,
podrás ver que del blanco han hecho negro.
En verdad el Jordán retrocediendo,
más fue, y el mar huyendo, al Dios mandarlo,
admirable de ver, que aquí el remedio.»
Así me dijo, y luego fue a reunirse
con su grupo, y el grupo se juntó;
después, como un turbión, voló hacia arriba.
Mi dulce dama me impulsó tras ellos
por la escalera sólo con un gesto,
venciendo su virtud a mi natura;
y nunca aquí donde se baja y sube
por medios naturales, hubo un vuelo
tan raudo que a mis alas se igualase.
Así vuelva, lector, a aquel devoto
triunfo por el cual lloro con frecuencia
mis pecados y el pecho me golpeo,
puesto y quitado en tanto tú no habrías
del fuego el dedo, en cuanto vi aquel signo
que al Toro sigue y dentro de él estuve.
Oh gloriosas estrellas, luz preñada
de gran poder, al cual yo reconozco
todo, cual sea, que mi ingenio debo,
nacía y se escondía con vosotras
de la vida mortal el padre, cuando
sentí primero el aire de Toscana;
y luego, al otorgarme la merced
de entrar en la alta esfera en que girais,
vuestra misma region me cupo en suerte.
Con devoción mi alma ahora os suspira,
para adquirir la fuerza suficiente
en este fuerte paso que la espera.
«Ya de la salvación están tan cerca
—me dijo Beatriz— que deberías
tener los ojos claros y aguzados;
por lo tanto, antes que tú más te enelles,
vuelve hacia abajo, y mira cuántos mundos
debajo de tus pies ya he colocado;
tal que tu corazón, gozoso cuanto
pueda, ante las legiones se presente
que alegres van por el redondo éter.»
Recorrí con la vista aquellas siete
esferas, y este globo vi en tal forma
que su vil apariencia me dio risa;
y por mejor el parecer apruebo
que lo tiene por menos; y el que piensa
en el otro, de cierto es virtuoso.
Vi encendida a la hija de Latona
sin esa sombra que me dio motivo
de que rara o que densa la creyera.
El rostro de tu hijo, Hiperïón,
aquí afronté, y vi cómo se mueven,
cerca y en su redor Maya y Dïone.
Y se me apareció el templar de Júpiter
entre el padre y el hijo: y vi allí claro
las variaciones que hacen de lugares;
y de todos los siete puede ver
cuán grandes son, y cuánto son veloces,
y la distancia que existe entre ellos.
La era que nos hace tan feroces,
mientras con los Gemelos yo giraba,
vi con sus montes y sus mares; luego
volví mis ojos a los ojos bellos.
Igual que el ave, entre la amada fronda,
que reposa en el nido entre sus dulces
hijos, la noche que las cosas vela,
que, por ver los objetos deseados
y encontrar alimento que les nutra
—una dura labor que no disgusta—,
al tiempo se adelanta en el follaje,
y con ardiente afecto al sol espera,
mirando fijo a donde nace el alba;
así erguida se hallaba mi señora
y atenta, dirigiéndose hacia el sitio
bajo el que el sol camina más despacio:
y viéndola suspensa, ensimismada,
me puse como aquel que deseando
algo que quiere, se calma en la espera.
Mas poco fue del uno al otro instante
de que esperara, digo, y de que viera
que el cielo más y más resplandecía;
Y Beatriz dijo: «¡Mira las legiones
del tyiunfo de Cristo y todo el fruto
que recoge el girar de estas esferas!»
Pareció que le ardiera todo el rostro,
y tanta dicha llenaba sus ojos,
que es mejor que prosiga sin decirlo.
Igual que en los serenos plenilunios
con las eternas ninfas Trivia ríe
que coloran el cielo en todas partes,
vi sobre innumerables luminarias
un sol que a todas ellas encendía,
igual que el nuestro a las altas estrellas;
y por la viva luz transparecía
la luciente sustancia, tan radiante
a mi vista, que no la soportaba.
¡Oh Beatriz, mi guía dulce y cara!
Ella me dijo: «Aquello que te vence
es virtud que ninguno la resiste.
Allí están el poder y la sapiencia
que abrieron el camino entre la tierra
y el cielo, tanto tiempo deseado.»
Cual fuego de la nube se desprende
por tanto dilatarse que no cabe,
y contra su natura cae a tierra,
mi mente así, después de aquel manjar,
hecha más grande salió de sí misma,
y recordar no sabe qué se hizo.
«Los ojos abre y mira cómo soy;
has contemplado cosas, que te han hecho
capaz de sostenerme la sonrisa.»
Yo estaba como aquel que se resiente
de una visión que olvida y que se ingenia
en vano a que le vuelva a la memoria,
cuando escuché esta invitación, tan digna
de gratitud, que nunca ha de borrarse
del libro en que el pasado se consigna.
Si ahora sonasen todas esas lenguas
que hicieron Polimnía y sus hermanas
de su leche dulcísima más llenas,
en mi ayuda, ni un ápice dirían
de la verdad, cantando la sonrisa
santa y cuánto alumbraba al santo rostro.
Y así al representar el Paraíso,
debe saltar el sagrado poema,
como el que halla cortado su camino.
Mas quien considerase el arduo tema
y los humanos hombros que lo cargan,
que no censure si tiembla debajo:
no es derrotero de barca pequeña
el que surca la proa temeraria,
ni para un timonel que no se exponga.
«¿Por qué mi rostro te enamora tanto,
que al hermoso jardín no te diriges
que se enflorece a los rayos de Cristo?
Este es la rosa en que el verbo divino
carne se hizo, están aquí los lirios
con cuyo olor se sigue el buen sendero.»
Así Beatriz; y yo, que a sus consejos
estaba pronto, me entregué de nuevo
a la batalla de mis pobres ojos.
Como a un rayo de sol, que puro escapa
desgarrando una nube, ya un florido
prado mis ojos, en la sombra, vieron;
vi así una muchedumbre de esplendores,
desde arriba encendidos por ardientes
rayos, sin ver de dónde procedían.
¡Oh, benigna virtud que así los colmas,
para darme ocasión a que te viesen
mis impotentes ojos, te elevaste!
El nombre de la flor que siempre invoco
mañana y noche, me empujó del todo
a la contemplación del mayor fuego;